miércoles, 23 de noviembre de 2005

El Adamado

Don Rufo Gómez de Pardo y Soler, de los Pardo y Soler de Pincia de toda la vida, tiene la mirada afilada, plagada de alfileres romos, el mentón un algo triste los días festivos que también es mala pata y el pelo, el pobre y poco pelo, ralo y fosco. La boca fina, los labios estrechos curvados por la perenne sonrisa de media sorna y los dientes, perfectos con el color del marfil viejo. El chiste dificultoso, el halago pronto y la carcajada difícil, tenue y no demasiado sonora, pero pegadiza.
Es en su conjunto, o lo fue más bien, individuo resultón que no llegó a guapo, todo lo más a guapote como los desvaídos y algo toscos galanes de las películas de entreguerras. Vaga y provincianamente elegante con su eterna americana de espiguillas y el pantalón lana color caldero, no debería de extrañarnos comprobar que no haya trabajado realmente en toda su vida. Don Rufo siempre ha vivido de las mujeres como una pequeña garrapata hermosa. Y continúa haciéndolo. Pero no del modo que barruntamos, prostibulario y alcahuetil.
De niño, Rufo que era todavía Rufino para su temprana desgracia, se malcrío prontamente con las atenciones intermitentes de su abuela Gaspara, mujer crepuscular que seguramente había nacido ya siendo viuda colonial y que nadie podía imaginar de niña o incluso de mocita. Esta hembra carnosa, de genio vivo y movimiento de ancas descarado era suficiente para llevar por si misma no una sino tres haciendas. En la práctica, hasta el fin de sus días dividió su atención solícita a partes iguales entre la gestión de la intendencia familiar y su nieto varón. Nunca descuidó lo uno por lo otro. Pues para ella eran una misma cosa.
Pero en la particular cohorte existían muchas advocaciones menores. Coros de menor fuste pero no menor sonoridad. Toda una caterva de tías solteras, exclaustradas, medio prioras, mal casadas o peor enviudadas, llenas todas ellas en diferentes medidas de faltriqueras repletas de dineros y de tiquismiquis, atosigaban al niño Rufo en su balbuceante granado. Ya desde el principio todas ellas, le mostraron de manera cristalina una sentencia práctica, condensada y simple, que le resultaría después extremadamente útil: Que la distancia que separa el deseo y el acto es aparentemente breve, pero que acostumbra a permanecer en una bruma de penumbra. Y que finalmente se extiende hacia el ocaso de lo inconcluso, como los días que desaprovechados, finalizan. Comprendió también como el tanguista que había que mentir, al menos una mica, para vivir dignamente y más aún, constató que este principio afectaba sorprendentemente más a las mujeres que a los hombres. Al menos, a todas las que había conocido hasta el momento.
Partiendo de todo ello, como se hace de un dogma, es decir sin cuestionarlo ni un tanto, Rufino, muy tempranamente, incluso con algo de inconsciencia, organizó su vida.
Aún con pantalones cortos, un hecho fortuito, vino a dar el espaldarazo definitivo a su genio. Don Rufo, el padre, fallecía de la noche a la mañana victima de unas tercianas mal curadas. O eso dijeron en aquel momento. Rufino, que pronto pasaría a ser Rufo y que aún le quedaban años para producir el mascaron del don, recordaría después el momento con tres o cuatro pinceladas mentales. Su padre acostado, hundido en el colchón de lana sin varear, corito y con la respiración entrecortada y poderosa, el rostro bañado en sudor, tiritona en el belfo quejumbroso de pavo de natividad. Su madre desvaída y transparente a la cabecera diestra, rígida. Pálida. Poco más.
En un decir amén, se encontró varón en un universo de mujeres. Hijo y nieto único, jamás había tenido problemas de rivalidad en el terreno de las preferencias. Su madre terminó de mimarle como solo puede hacerlo una madre enamorada febrilmente de su hijo.
Rufino con los años, terminó agradeciendo en cierto modo a su padre, la manera blanda de marcharse. Sin un destinatario concreto, cada año le costaba más ponerle rostro sin los viejos retratos, le había dado un cierto aire triste y desamparado que le quedaba bien como a quien le sienta bien una boina ladeada y lo explotaba con descaro. Don Rufo, el padre, siempre preocupado de los negocios, los almacenes, las tiendas y entretenido en el casino con interminables partidas de bacarrá, no llegó jamás a ser para el crió figura imprescindible. Después y sin ser capaz de concretar que era lo que había mejorado, constató que sus francachelas adolescentes y sus crecientes calaveradas eran toleradas de un modo más liviano del que sería de esperar. Y el cambió le agradaba.
Rufino vivió pues, despreocupadamente, regalada, blandamente. Víctima y sanguijuela al tiempo de su pequeño y familiar batallón de mujeres educadas en un sutil y cadencioso plegamiento a lo viril. Él representaba la confirmación corpórea de la bondad de la estirpe, capaz de generar una, al menos una, esquirla de genitales colgantes. El macho del clan sesteaba a placer bajo su particular acacia de encajes.
Veía pasar la vida con una languidez más propio de lo soñado que de lo vivido. Con la despreocupación del espectador. Experimentaba los días en el tono sepia de las fotografías viradas, con aquella sensualidad con que los ilustrados prerrevolucionarios asimilaban a las mujeres y a los niños, exenta de erotismo, virginal y afectada.
Rufino, que ya era Rufo, no sintió las asperezas de la vida. De las vidas vulgares de todos aquellos que le rodeaban y sobre los que flotaba a un palmo o tanto así. Las recomendaciones, los favores, unos billetes a tiempo que su particular parapeto de gelatina femenina le tenía siempre a punto, evitaban tanto las calamidades cotidianas como las que aspiraban a ser más. Rufo fue así el único absentista de las míticas clases de gimnasia del padre Damián, de las que dicho sea de paso, no se libraba ni Dios Padre de haber tenido que cursar. Rufo fue también, valga otro ejemplo, excluido de la milicia que partía para el África y de la que formaron parte buena porción de la muchachada de su quinta. En esa ocasión las malas lenguas de Pincia hablaron de que su tía Reme y la mujer del coronel de artillería de la plaza compartían confesor en la iglesia de San Benito y que se había movido ficha para que otro, más anónimo y vulgar, fuese en su lugar. Un suma y sigue en esa línea. Imaginen ustedes.
Jamás se planteó siquiera en la familia la posibilidad de que Rufo trabajase, al menos lo que se entendía en aquellos días a moler el espinazo con mancilla de la honra e impropio esfuerzo manual. Una cosa era tener una ocupación, un entretener digna y solazadamente los días, sin dar que hablar, y otra muy diferente los horarios y las obligaciones de sol a sol. Bien lo dijo la abuela en sus últimos momentos: Mientras hubiera rentas, y las había, no movería un dedo más que para agitar la cucharilla de moca.
Lo más parecido al trabajo era tal vez el paseo quincenal al abogado para firmar cuatro papeles, costumbre que a pesar de ello le hastiaba por la obligación de tratar con desconocidos en el vestíbulo y que terminó convirtiéndose en lo contrario. Un pasante del bufete comenzó a pasarse, como la propia naturaleza de su nombre indica, por la casa de don Rufo, que lo era ya de sobra, dos veces en mes. Y esto, porque hacía elegante más que por necesidad. Don Joaquín, el abogado, era como de la casa. Y ciertamente era hijo en segundas nupcias de un familiar lejano que ya nadie recordaba. Pensar que a sus setenta y tantos largos podía hacer una mala jugada era pecar mucho de desconfiado. Y el hombre no se lo merecía, la verdad, que la plata creció durante años que era un gozo de ver los enormes libros azules de contabilidad con aquella caligrafía perfecta.
Los años pasaban así como un permanente otoño un aguafuerte que amarillease próximo a un ventanal. El podenco color de la canela trasmutado en alfombra de pelo, los libros en tafetán verde sobre la mesa del inútil despacho, los anaqueles de fieltro con fotografías con gualdrapas en cuero, el mes de febrero y sus comidas que se iniciaba con la sopa juliana por lo de entonar, los paseos algún domingo de primavera hasta las lindes del río, los veranos en Comillas o en Santillana, las escapadas a la capital a ver esas comedias tan atrevidas después de Pascua, las excursiones con las tías en el viejo Hispano-Suiza, las meriendas con chocolate, pastas y bombones de la Trapa despellejando a cualquier desgraciado en el desliz de dar que hablar y que terminaban en aquellos ¡Ay Jesús! con suspiro. Todo ello sin amores ni odios conocidos, de importancia al menos. Sin excesivos vicios, sin desplantes.
Y al fin, sin aparente desgaste, la primera cana, la primera arruga, el primer achaque.

Veo a don Rufo, a lo lejos, saludarme con el amable gesto de sombrero tan familiar en él. Camina seguramente hacia la tertulia del Nacional. Avanza envarado, encorsetado y algo fondón, en la impoluta camisa de cuello duro que jamás almidonará. Arrellanado cómodamente en su nana inconclusa.



Valladolid 1993, Madrid 2005