martes, 25 de abril de 2006

2950 gramos

Somos átomos errantes, fotones nacidos en núcleos de estrellas que ya no existen. Somos materia que huye. Moléculas que se transforman. Energía que nunca muere como las malas hierbas de nuestros abuelos. Cadenas de ácidos grasos, genes en fuga, máquinas de vivir. ¿Quién lo sabe?
Tal vez no sea cierto, pero me gusta creerlo. Es razonable, aséptico y ciertamente hermoso. Si non e vero e ben trovatto.
Pero algo se descoloca. Ante mis ojos, algo menos de tres kilos de materia orgánica que me recuerdan que hay algo más, que no solo tenemos más acá. Que el inefable existe. Que lo inasible puede sentirse. Aprehenderse.
Mi particular cosmos se expande ante mis ojos y no es una metáfora compleja. No es floritura literaria. No es un tropo desafortunado. Es tan real como mis dedos sobre el teclado. Se mueve, es de carne y sangre y vive pese a todo. Vive por nuestro deseo de que lo haga y vive pese al mismo.
Limpia, nueva de todo lo que pasó antes de su llegada. Esperanza transmutada en llanto. Nueva oportunidad de hacerlo mejor. O de hacerlo un poco menos mal. O de hacerlo distinto. O igual porque nos gustó hacerlo. Sentir lo mismo más veces, porque es verdad que, en ocasiones, estaría bien no tener que saber lo que va después o saberlo anticipadamente. Y tú, hija mía, tienes esa oportunidad. Tienes todas las oportunidades. Y me las das al tiempo.
Masa de pan que se expande y crece y se amasa en los brazos de su madre que ya solo es sonrisa sin linde. Y me desborda un tanto pero es una agradable sensación, cálida y húmeda, que nunca había sentido. Que inunda mis sentidos y calienta mis huesos y espero sinceramente que la sintáis alguna vez.
Sí, espero veros aquí.
A ti también, Cristina. Con los años.