miércoles, 26 de julio de 2006

Generalidad XIII (La generación frustrada)

Las generaciones que vimos la luz en las postrimerías de los sesenta y los primeros setenta hemos pasado por las universidades más masificadas que hemos disfrutado en España. Lógicamente es una ironía lo de disfrutar.
Sí, así es. En esas hediondas pocilgas estrellé, junto con muchos de vosotros, mi infantil credulidad en los hipotéticos faros del saber que guiarían mi mente llena en aquellos días de residencias de estudiantes bullentes de Lorcas, de Buñueles, de Unamunos, de Ortegas, de Fallas, de Salinas y de d´Ors.
La realidad de aquellas factorías de semicultos semovientes es que en verdad estaban pobladas de triperos que hozaban en sus departamentos preocupados miserablemente de sus insignificantes publicaciones, de sus misérrimas conferencias y, eso sí, desde luego y por encima de todo, de la consecución de sus puntos para el próximo concurso de traslado o concurso oposición.
El estudiante era básicamente una sarna indecente que había que mal tolerar y soportarla rascándose y a la que se lanzaban, como polvos de azol, decenas de becarios iletrados denominados en aquellos días profesores suplentes; los cuales además de aspirar a la pitanza del cátedro, valdrían con mayor aprovechamiento, la mayoría al menos de los que tuve, para esquilar merinas.
Los hombres y mujeres que pasaron por aquellas bibliotecas, por aquellos aularios (ya el nombre provoca vascas a pesar de su construcción clásica) pasean hoy por nuestras calles como desdibujados licenciados cargados de frustraciones. Algunos secundan oenegés, otros juegan bastante bien al pádel o han aprendido a navegar en veleros o a cocinar con cúrcuma y basilisco fresco o simplemente se despelotan en blogs. Tanto nos da.
Todo aquel exceso de formación, de conocimiento generó modelos mentales que fueron luego de muy difícil aplicación. Por que, ¿acaso podemos ser todos jueces del tercer poder, escritores tertulianos, cineastas del método, arquitectos de fuste o subinspectores de hacienda? Obviamente no, pero como sucedió en la defenestrada Unión Soviética de la posguerra mundial y en la más próxima y defenestrable Cuba, eso no resultaba importante en ese momento, porque el axioma de partida era que la formación y el saber (ese que nos hace libres) es un bien en sí mismo. Sin mayor necesidad de consideración.
Todos lo hemos tenido frente a nosotros desbordando nuestros platos de pitanza. Todos hemos mamado esta endogamia malsana y no hacen falta mayores explicaciones.
Nuestra tierra hoy, nuestra patria chica, la vieja Castilla no es mucho más que esta marmita de contribución forzosa de sangre, del portazgo a pagar, del pecado original que se arrastra siempre y nunca termina de borrarse por mucho que se frote. Tierra triste, seca y adusta que ahora solo produce hombres y mujeres que sueñan con ser rentistas o funcionarios (entendidos estos como una tipología de aquellos, lejos del glamour del burócrata francés). Tierra que debe pedir perdón calladamente de haber sido cuna de grandeza en tiempos pretéritos. Pero esta es otra historia. Aunque todo influye, no se crean.
Pero, ¿seremos realmente, pese a todo y tal vez por todo ello, una generación? Y de ser cierto, ¿Qué nos amalgama y nos define como tal? En mi opinión (y no tiene más valía que ser mía y estar dispuesta a ser modificada por otra mejor) es una cierta mística del fracaso y de la frustración. Somos una generación derrotada. ¿Llena a lo sumo de buenas ideas y de bien poco más? Espero que no, pero cada día me convenzo más de lo contrario.
La vida se ha impuesto con sus impertérritas y obstinadas necesidades cotidianas y casarlas con los anhelos parece imposible, inalcanzable, extenuante. Una generación de potenciales Sísifos que cansados con la idea deciden agostarla antes de sudar algo más de la cuenta.
La generación frustrada siente que tiene una limitada capacidad de dedicar esfuerzos y de justificar paisajes personales. Opina que, en ocasiones, lo importante no es rodar sino posarse en el limo del fondo. La generación frustrada es dueña de un enorme colectivo de conocimientos tácitos que no explicitaron lo que buscábamos de manera más específica.
Y aunque nos duele la herida al avanzar, tal vez lo más sorprendente es que no dejamos de hacerlo. Y eso en mi opinión, es el elemento que nos define.

lunes, 3 de julio de 2006

Antecedente XVII (Rosario)

Hay sábados de madrugada en los que las manos establecen caminos nuevos por su cuenta. Olvidando mansamente aquellos otros en los que no creció la hierba en años. Los ojos, los míos, los tuyos, todos ellos van detrás y consolidan. Humean al hacerlo pero al final solidifican, densifican el ayer volviéndolo gelatina de días, caldereta de sensaciones idas.
Pero, aunque estacionario, no es lo habitual. Suelen ser tan solo mensajes secos que se cruzan en las frecuencias comerciales.
En estos momentos, en esas horas es bueno escribir en una hoja de papel los nombres de la infamia y arrebujándolos lanzarla lo más lejos de nosotros que podamos, describiendo una parábola semejante a las de urea, aquellas pugnas de meadas que de niños hacíamos para llegar más lejos.
Pero perdón, que me distraigo de lo que me importa.
Decía sin querer decirlo claramente que empieza a ser costumbre despedir a mis seres próximos. A esos que llamo queridos porque me duele su ausencia como a veces lo hacía su presencia y ahora me culpo de haberlo hecho, ya sin remedio. Empieza a ser letanía y no es grata. Debo exorcizarla, pelearme con los trasgos y las fantasmas. Esta es mi catarsis, mi particular e incómodo diván en el psiquiatra. Vosotros, mudos e informes doctores.
Apago la pantalla y los charlatanes redundan su voz en las paredes y aún lanzan embustes parecidos desde el fondo de las estancias hueras. Se aboga por nuevos códigos penales que sean como mínimas moralias de una nueva sociedad de bienpensantes atrincherados en urbanizaciones bunker. Nos dejas en medio de unos tiempos en los que las éticas de suma y saldo se sumergen y prefieren descender a pulmón para no salir más.
- Llamó Medardo, abuela.
- No me interesa lo que diga ese rascatripas. A buenas horas mangas verdes.
- No llama para marearte. Está claro que vendrá. De todas formas, la chica era estrecha de puente y sabíamos que le costaría parir -
La calva incipiente clarea en los cúmulos de una cabeza pequeña que a duras penas parece guardar un equilibrio sobre los hombros breves. Las manos largas presionan el entrecejo con los dedos cuando buscan la salida reflexiva, pero la pose se troca penosamente cuando el bostezo se ejecuta automático y tiránico. La presión clarea la frente que brilla roja y tensa. Las patillas cuadradas están mal definidas en sus límites y molestan en el conjunto. El pater finalmente levanta el belfo y nos conforta.
Son pequeñas consejas que se pierden en la oscuridad como las sombras. Y de las mismas, o en su contra quizás, surge la historia breve que os recito.
Mi abuela nació en los albores de un siglo triste en una tierra seca que sigue dando santas y sabios, aunque ella no fuera al fin ninguna de las dos cosas. Ni falta que hacía.
El pago de Brieva absorbió muchos años atrás al pequeño Vicolozano. Vendría la gran cárcel a robar la fama y la breve honra. Infancia de vida rural, familias de siete hijos, los que Dios nos mande, los que tenga a bien mandarnos, ave maría, sin pecado concebido.
Vicolozano será bruma de color sepia en mi memoria posterior. Son como jugos recocidos y reconcentrados en el calor de la bilbaína negra. Nunca conseguí que me lo contase de un modo completo y mezclo lo poco que conozco y lo algo menos, que recuerdo. Menos sería perderlo todo.
Pero la historia de despliega con la fascinación de la veracidad, de las capas que se superponen y dan consistencia. Cebolla de secarral, mandorla mística, ajo corito.
Me gustaría poder deciros que los zarcillos de avellano caían de sus mejillas. Sería, tal vez, más hermoso, más lírico y mas ñoño. Pero no, no fue así y debo contar la verdad. Le gustaría lo mismo que la gustaba observar las nubes y las extrañas formas lanares que aparecían y no.
- De mala manera, de mala gana.
- Siento tu aliento en mi cara. – Ríen las niñas con la copla, camino de la escuela. Mes de mayo, mes de las flores. Todos los domingos la salve en la pequeña capilla. Y después el paseo por la calle de Santiago, desde la plaza de Zorrilla hasta la Plaza Mayor y Héroes del Alcázar. Arriba y abajo, arriba y abajo.
Y ahora la historia de amor. Que siempre hay alguna si la historia aspira a valer algo. Pero no historia afectada, sino real y bélica.
Se conocieron en un baile en la plaza de las Vistillas. Aquel Madrid inexistente hoy y capitalino que amó mi padre y extrañó porfiado cuando raramente veníamos y aparcábamos en pintor Rosales por no conducir en el follón que odiaba y temía. Si me vieras ahora hozando en la compota de metal y ruido.
Estuvieron separados mientras las pavas traían las tripas llenas de bombas y la Rosario ocultaba el rostro en los túneles de aquel metro niño. Él estaba en el norte, batallando por los otros. Da lo mismo de lo que hablemos porque si soy los unos, tú siempre serás los otros. Volando metralla, mal durmiendo, comiendo podredumbre y raspas. La vida no vale nada. Menos que nada este amor, este sentimiento que no cotiza en el estraperlo.
A lo lejos, abarraganado con una hembra, echaba de menos otra. Termina la guerra y el azar conchabado le retorna a la capital. Como en una novela de cordel se encuentran. No se han olvidado tras casi tres años de separación, de incertidumbre. Las cartas no llegaban al otro bando. No se podía saber si el otro alentaba siquiera. Pero no se habían olvidado.
Casan con una boda de penuria. Boda minima, existencial sin saberlo, boda de sopicaldo y de farfolla. Lo único que se estrenaba era una posguerra como quien estrena un harapo sangriento y cruel. Él con el traje de gala y tricornio con jarretera y banda. Ella de negro riguroso, como las novias de ultramar, como las novias coloniales. Durante años la foto del instante ha estado en casa de mi madre y aún sigue en su marco nacarado junto a la planta que llaman protos y que se enreda hacia el cielo que no alcanzará.
Vendrían los años grises viviendo en casas cuartel. Lo único a lo que llamar casa sería una cómoda con algo de ropa de domingo además de la de diario entre bolas de alcanfor y manzanas secas. Mucho, mucho después una máquina de coser singer. La que cantaba al mover el frío pedal de forja.
Mujer de pedernal, de esquirlas de mica, de cemento, de cal viva. Dura como el ladrido, como la zarpa montuna que hace presa, como la vida que se escapa con vívido y descarnado realismo. Madre enlutada de una hija ida con cuatro años. Lleva en su marcha su nombre y parte del alma suya. La vida sigue muda, sorda, absurda como una terciana mal curada.
Cuarteles. Ladridos de perros flacos y comida de economato militar. La Mudarra. Una nueva hija que alienta. Guardias en el páramo y servicios de puerta a pie firme. Traslados de presos. Noches de frío. Gentes de orden con tabaco de liar y calzoncillos de pernera larga. La cómoda y la singer con marquetería inglesa siguen como únicas propiedades.
Valladolid, el cuartel de San José. Años después luego iríamos los granujas muy cerca, al Caifás, a tomar coñac con chocolate –lumumbas o lugumbas creo que se llamaban- y a esperar los temibles lentos. Luego sería local de boys para despedidas de soltera. Sic transit, amigo mio, sic transit.
Y al caer de los años, la calle Clavijo que ya no existe. La casa soñada con ventanas de madera y cristales espirituales que dejaban pasar el elemental e igualitario frío pucelano frente al cauce domado a medias de la esgueva. El suelo de terrazo donde distinguía mal de niño a las cucarachas cuando salían de bajo el gran fregadero cuadrado de loza blanca. El crucifijo de madera oscura y las camas de forjado y muelles de acero. Los colchones de lana que había que varear en el buen tiempo y el espejo de falso bronce dorado en forma de sol frente a la entrada. El papel pintado en las paredes, la vajilla de porcelana y latón. La despensa con sus mantelitos en los anaqueles, las bombonas naranja de butano que resaltaban con su color estridente como una falsa y barata modernidad. El vecindario variopinto que poblaba aquella plaza de las batallas. Carmen, la falsa Eustaquia, los mangas, el Emeterio, doña Rosa, don Emilio y Emilito, su hijo. Aquella minúscula bodega donde vendían el vino a granel por cuartillos y el abuelo me invitaba siempre a una aceituna de las gordas. La barbería donde todavía hasta hace un tres o cuatro años iba a cortarme el pelo pero fundamentalmente a recordar aquellas inundaciones que vadeaba con mis katiuskas.
- Sois unos pindongos - decía y le enfadaba que Alberto le dijese aquello de la sopa boba porque ella ante todo pagaba. Siempre lo hacía. Siempre lo había hecho en su vida de un modo u otro.
Con franqueza no sé que pasará, pero espero sinceramente que nos veamos de nuevo. O si no es así, poder volver atrás un breve tiempo a recordar juntos y jugar una brisca o un julepe. De alguna manera que ya pensaremos “chitonces”.