sábado, 23 de febrero de 2008

Generalidad XXX

Cuando miro a mi hija, comprendo que la felicidad solo existe si se ignora que se posee.

jueves, 21 de febrero de 2008

Generalidad XXIX

En las empresas, las personas se comportan como las plantas.
A medida que se asciende en la jerarquía, se dispone de más luz solar. Literalmente.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Antecedente XXII (Provos aren't here anymore)

Tienes razón cuando dices que vuelvo hacia atrás y que cada vez me parezco más a mi padre. Imagino que es la triste realidad de envejecer, perdón, de acumular experiencias vitales que dicen algunas de mis amigas cursis. Es verdad que cuando nos sentábamos a la vieja mesa forlady de la cocina siempre escuchábamos la radio. Llevábamos años, básicamente desde el viaje a Melilla allá por el año setenta y tres, oyendo aquella vieja Sanyo negra a la que terminamos sujetando la tapa del casete con un cinturón elástico.
Por las mañanas oíamos a don Avelino y al resto de la familia Porretas mientras la abuela comía las migas de pan ensopadas en leche y nosotros mojábamos los sobaos o los bizcochos de soletilla en el tazón del colacao. Por las tardes tocaban los excelentes seriales de radio nacional, los Dumas, el conde de Montecristo, la dama de las camelias y cosas parecidas. Y siempre pasaba lo mismo cuando llegaban para comer todos a la vez, el silencio se hacía un rato mientras sorbíamos el potaje o el caldo de hueso de jamón y escuchábamos las felices y sosas noticias locales de la ser. Luego empezábamos a hablar cuando llegaba la publicidad de óptica del Clínico o así. Que ya nos iba bien para empezar la charla que era lo que en el fondo nos apetecía.
Pensaba hoy en todo aquello, sin mucho sentido en la divagación, escuchando la televisión que hacía aventajadamente las veces de fondo vocinglero. No quería ver más de lo mismo, pero no dejaba de verlo sin querer. Le molestaba la presencia impositiva de la televisión. Con los años había aprendido a amar cada vez más la radio y su presencia tranquila, un poco aquiescente, como boborrona y vencida de antemano.
Encendió el calentador de agua y tras lavarse las manos y la cara de propina, con pocas ganas todo hay que decirlo, se acercó al frigorífico para ver que había para comer de manera rápida, al asalto y la rapiña fría del tenedor, que también tiene su propio bushido, de barriada y terrón. Comprobó que más que otra cosa necesitaba comprar. Reponer. Calentar la economía que diría el ministro patán y semiculto.
Le molestó un tanto, dicho de forma suave, porque tenía capricho de un desayuno fuerte, english style y todo eso y se había quedado con la gana. Molaba eso de mezclar el desayuno de toda la vida y el almuerzo nacional católico. El brunch que dicen ahora los modernines tontolachorra. De haber sido mujer y haber estado embarazada y de haber tenido razón la tía abuela Chón que en gloria esté, ahora estaría incubando un antojo de campeonato por encargo. La mundana realidad cotidiana es que terminó desayunando como tenía por costumbre en un bar próximo a la oficina rodeado de hombres tristes que olían a cama sudada y a cuarto sin ventilar y que tomaban porras mojadas en café con leche y alguna copa de soberano y castellana con rocas. Y lo que se terciara, redíos, que lo que venía después era el tajo perturbador y macilento que volvía a los hombres estériles y mustios. Y marchar un poco achispado ayudaba lo suyo.
A aquellos hombres, porque todos eran hombres y estábamos aún lejos de las cuotas, que vivían cerca de la plaza de las Batallas y de calles con nombre gloriosos y terribles, como Clavijo, Lepanto, Alhucemas, no les importaba una higa saber porque Ámsterdam era hoy la ciudad de los canutos, de las bicicletas y del sexo libre convertido en atracción del turismo flojo de mandíbula batiente y faltriquera gansa. Las calles para todos ellos nunca había sido un espacio de acción, ni un campo de articulación, ni gilipolleces de niño bien categorizante y sobrado de ociosidad. La realidad había sido mucho más aguachirle en la Pincia de los setenta. Y nadie hubiese inventado eventos efímeros que mezclaran arte y performance en lugares públicos. Fundamentalmente porque no sabrían ni pronunciarlo. Y lo que es peor, no hubieran servido más que para haber cobrado estopa un rato.