lunes, 22 de septiembre de 2008

Generalidad XXXV

- ¿Por que hemos de desconfiar de los locos?
- Porque no están unidos a la vida.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Generalidad XXXIV

Solo soy el sonido de mis pasos.

lunes, 1 de septiembre de 2008

El buen arroz se hace con restos

Si tuviera que definirme en lo malo, diría que realmente tengo un solo defecto. Uno solo. El resto son nimiedades, pequeñas tontunas que no pueden más que molestar a los que ya vienen de casa jodidos y con la ulcera bien abierta. Vaya usted a saber por qué.
Mi defecto, como digo, el grande, es que muchas veces no sé cómo ayudar a la gente que me importa, a esa a la que llaman en los telediarios eufemísticamente y en los programas para cotillas, los seres queridos. Casi siempre me los llevo a hacer footing a oscuras por ramblas ignotas y bulevares bonaerenses, borrachos como piojos borrachos. Y al fin, obviamente vuelven magullados, blasfemantes y plenos de asco hacía sí mismos y hacia mí. En ese punto y para terminar de arreglar la cosa, les obligo a seguir bebiendo.
Y tomado esto como un axioma ya que no se me ocurre como cambiar la cosa, digo yo, puesto en jarras metafóricas: ¿De dónde me nace esta pelmaza y deleznable costumbre?
Al hacer memoria, lo primero en lo que pienso es don Jeremías Bailón, mi padre, del que heredé el escalafón más bajo y putrefacto de la nobleza campesina, aquel que nadie quiere por qué no te produce una higa y te exige vivir recto como una toba, lo cual es una jodienda y claro, provoca que todo el mundo escape del mismo como de unas tercianas. Pero he aquí que como soy de natural memo, menos es nada, pensé, y aunque suelo encarar los problemas y esguinces de la vida al grito de “coyunda o muerte”, mi recién adquirida condición de noble condescendiente y ejemplo de vida no me permitió equilibrar tan dispares intereses. Al menos en aquel momento y luego, ya no tuvo enmienda.
Heredé pues de él, como digo, dos viejas camas con baldaquino cubiertas a su vez por un caseronazo de adobe, una escopeta de dos cañones a perrillos y una porción de tapetes de ganchillo que daba gloria de ver y aún más de tirar. Y si bien, poco más en lo material; no así en lo espiritual, pues supo inculcarme el arrojo y desprecio absurdo del temor aún en las empresas más necias (como pedir avales sobre viviendas en épocas de boom inmobiliario o reclamar justicia y equidad en los amores malquistos), así como una velada afición a los gintonics de fever tree con mucho hielo y zumo de lima que me ha acarreado no pocas explosiones de sinceridad y posteriores explicaciones generalmente mal hilvanadas y peor resueltas.
Mi madre, toda la santa vida doña Amparito, que fué maoísta de corte y confección, agnóstica de Rebeca en los hombros y misa semanal, aficionada al olor de los cigarrillos de maría liados a mano y a las lecturas saturadas de incestos y vínculos familiares imposible, solía leerme por las noches el libro secreto de poemas anti burgueses de Dreyer del que solo recuerdo aquel que decía lo de Bichucho, ya no te acuerdas de mí y sin embargo dormimos juntos cada noche.
Imagino que de la cocción de retortero de las mohosas teorías marxistas, de los poemas distópicos y del humo de la hierba recién fumada aunado con el olor a madera seca de los muebles de mi padre devorados por las termes y por la carcoma burguesa plena de hidalguía, no podía surgir nada ni siquiera regular.
De todo ello, como digo, y de alguna sesión de cine club de la tele cuando había UHF nació este vuestro aspirante a la demolición de las viejas costumbres y las viejas amistades y en especial a las sobrevenidas en la década de los ochenta, cuando mis amigos pijos decían aquello de “cómprame una moto, papá, ahora y por cojones”.
En aquellos tiempos todos solíamos enamorarnos de quien no podíamos y desde luego, de quien no debíamos. La sinceridad ya comenzaba a no ser obligatoria para nadie, pero aún no estábamos del todo jodidos porque la peña tiende a ser sincera si se reconoce aferrada a la belleza. A cualquier tipo de belleza.
Ahora, a lo más, somos místicos de salón y tal vez por ello se nos olvidó como tratar las penas ajenas. Al menos a mí.