Pensando en voz alta, la nostalgia no deja de tener, al menos en apariencia, dos partes fundamentales: Un poco de miedo a envejecer y sobre todo, una pizca de constatación de que vamos dejando cosas detrás que ya nunca serán. O que serán de otra manera menos agradable. Y eso no mola nada, porque nos lleva a lo primero, el miedo a envejecer, a morir, al tiempo que huye, a dejar de ser y ya está. ¿No decía Virgilio aquello de que el tiempo pasa irremisible, intensamente?
Ahora que lo pienso, tal vez por eso amemos la belleza. En realidad, necesitamos de la belleza. O al menos sea una buena explicación para ello. Porque lo bello escupe a la cara a lo viejo, a lo imperfecto, a lo decadente. Lo hermoso no necesita del tiempo, es eterno, es inmanente, no necesita traducciones, es más, no necesita ni de idiomas. Es impositivo, es terrible en su contundencia. Y además de lo anterior, la belleza es la felicidad. Pero no una, sino muchas de las felicidades posibles. Y confieso que también me pesa saber que a la mayoría de ellas también las he dejado atrás. Y me deja físicamente un nudo en las tragaderas ver que no experimentaré nunca su sabor. Y ver o creer ver al menos que el sabor habría sido dulce y que no lo sabré nunca. Ya no lo comprobaremos nunca. Esta es una de las claves de hacerse mayor y de madurar. Y una de las cosas que nos unen es que compartimos algunas de esas felicidades posibles. Y tenemos varias opciones (siempre las hay): Dejar correr el tiempo. No desvelar la cortina. No importarnos si lo que has dado la espalda todavía alienta o ha muerto. Comprobar lo obvio, que la vida se impone y que las felicidades, en minúscula o en capital arial, al final surgen entre los rescoldos. Constatar que los corazones aunque puedan romperse suelen estar hechos de corcho y felizmente, terminan flotando. Aunque sea entre las aguas de una sentina y claro, con esto último se pierde una de glamour que no veas.