viernes, 18 de junio de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 7)

Serían más de las once cuando para desgracia de todos entró Ramiro. Al principio no nos vio. Pero la cosa no tenía mucho remedio. Venía acompañado de Luis Ulloa y alguno más de los de su barra habitual. Desde que le vi, supe que tendría complicaciones, aunque no imaginaba en aquel momento cuantas y en qué largo plazo.
No habían acabado de pedir, cuando ya nos localizaron al otro lado del galpón. Ramiro golpeó con el codo a su primo Julio, un petimetre pagado de sí mismo que acababa de arribar de España unos meses atrás para hacerse cargo de una herencia. Este tocó a Luis en el brazo y miraron finalmente todos en la misma dirección.
Los Bedia y los Ulloa, hasta donde se sabía públicamente, habían tenido negocios desde lejos y tenían las familias casadas o amarteladas, según la generación que tocase.
Alentados tiempo atrás por espías de Inglaterra, que siempre habían visto la posibilidad de crear un gran emporio en Tacará, habida cuenta de su cercanía con el Río de la Plata, sus abuelos habían estado desde el primer momento en las revueltas de liberación y a pesar de su humilde arribe al país, como tantos hidalgos en pleno ejercicio de la hambruna, y no sin tensiones y dramáticas alternativas, consumaron fructíferamente su parricidio político.
El hijo del viejo gallego cortaba su cordón umbilical y también quemaba las naves. Esta era ahora su tierra, su vida, su límite. La historia comenzaba ahora. Por ello mismo, compartían, sobre todas las cosas, un odio animal que nacía en las vísceras y siempre moría en los Araujo y en los Vergara. Un odio que tenía su origen no solo en las sempiternas refriegas de familias patricias, sino en que su mera existencia les recordaba su pequeña e íntima traición, su éxito basado en la deslealtad que era más propia recriminación moral que falta real. Eran pues, esa molestia que siendo solo sordo murmullo, termina incomodando como una espina en el paladar.
Como era de esperar, se levantaron y se acercaron galleando lentamente hasta nuestra mesa. Se pusieron frente a mí y fue, finalmente, el propio Ramiro el que arrancó.
Vaya, vaya. Aquí tenemos al maturrango de Simón.
La barra Bedia y Ulloa río con estrépito la injuria.
Miré a Ramiro y balbuceé algo que ya no recuerdo, pero imagino que buscaría cobardemente templar gaitas.
Y además de gallego, julas.
Sin mediar palabra, por sorpresa, el Carmona se puso en pie de un salto y empujó a Ramiro con fuerza. Éste, retranqueó unos pasos y a punto estuvo de caer
Ya basta de aguantaros impertinencias, dijo Carmona.
En este punto, toda la taberna, ya colgaba de nuestra mesa. Ramiro no tenía marcha atrás y nosotros, en cierta, manera tampoco. Mañana toda la sociedad de Tacará hablaría de lo que aquí pasase.
Ramiro dio la sensación por unos instantes de no saber cómo salir al paso. La entrada de Carmona no la esperaba, al menos de esa forma. Pero sin duda, la resolvió con brillantez.
No era contigo la pendencia… Aunque que se va a esperar de un marrano que habla siempre como un gallego… ¿no se casó, por cierto, tu madre con un Carmona para darse a conocer?
Primera sangre. Golpe directo. Lo aludido tocaba la entretela de lo íntimo y le vejaba a plena luz en lo más profundo. La sensación de desnudez era tal que producía dolor físico.
Carmona se abalanzó sobre Ramiro y forcejearon durante unos largos minutos. Creo que traté de separarles, pero alguien me empujó y caí de bruces entre el tropel que se arremolinaba por momentos desde la callé. Me levanté justo a tiempo de ver a Ramiro agarrando una banqueta y dando un mal golpe al Carmona que ya no se levantó.
Lo que me sucedió después es lo único que recuerdo con viveza. Emergió una rabia irracional que no sabía tener hasta ese momento, toda la bullaranga del pucho inyectada en las pupilas, inflamando las venas de mi frente, condensada en el sudor de los nudillos, haciendo sangrar las palmas con las propias uñas.
Agarré la primera botella que vi y saltando la mesa que me separaba de Ramiro y del silencio que nos envolvía a todos, le golpee con una violencia, con una velocidad que nadie anticipaba en mí. El primero de todos, yo mismo.
Lo que siguió en las confusas horas siguientes fueron carreras en andas, irreales, desenfocadas. Disparos lejanos, tropel, ahogos, relinchos nerviosos y manos y voces.
Manos y voces de amigos que me alejaban apresuradamente de una Plaza del Callao que jamás volvería a ver.