lunes, 29 de noviembre de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 14)

Avistamos la isla entre la bruma de la amanecida, descolgados como andábamos en nuestro propio agotamiento. Creo que fue el lobero el que dio la primera voz de alarma. Efectivamente, en nuestra proa había un barco varado.
La excitación de los hombres y las carreras por cubierta despertaron ecos sobre el mar y alentaron la falta de sueño de los últimos días.
El capitán ordenó enfilar la nave y al cabo de una hora estuvimos lo suficientemente cerca como para poder llamar abocinando las manos, pero nadie contestó.
Mabón y Pizarro repitieron los llamados varias veces, sin obtener resultado. El capitán ordenó echar uno de los botes al agua y que el contramaestre y dos hombres lo abordaran.
Las palas de los remos chapotearon en el agua mientras el capitán observaba la maniobra apoyado en la regala. Comprobaron al acercarse que solo el foque y la trinquetilla estaban dados, el velacho bajo estaba cargado y el resto de las velas aferradas. Mientras el bote se acercaba al costado de la nave que luego supimos que era la Cazadora, ya imaginábamos todos que estaría abandonada.
Fondeamos la Misericordia a escasos cincuenta metros y el propio capitán fue a inspeccionar en la segunda chalupa. Me ofreció acompañarle y lo agradecí, no solo por la confianza, sino por el simple placer de abandonar el barco aunque fuera un breve tiempo.
La primera cosa que hicimos al subir fue examinar las bombas, que encontramos en buen estado y señalaban una profundidad de un metro de agua en la sentina. La caseta de proa y la de la bodega estaban ambas abiertas (con la tapa de escotilla tirada en cubierta y vuelta hacia arriba) y la bitácora estaba derribada y con su aguja rota.
Había gran cantidad de sargazos en la cubierta y la caseta de proa estaba llena de agua hasta la brazola. El chinchorro, único bote que quedaba a bordo, había desaparecido de su emplazamiento sobre la escotilla principal y una sección de los pasamanos de babor, que al parecer había sido quitada para arriar el bote, aún estaba tirada sobre cubierta.
Los palos, al igual que los respetos, se encontraban en buen estado; el aparejo estaba en gran desorden y parte de la maniobra de babor había desaparecido. Por lo demás el barco aparentaba buen estado y nada parecía impedir, que con unas mínimas reparaciones, fuese capaz de hacerse a la mar sin demasiados problemas.
El diario de navegación de la Cazadora estaba sobre la mesa en el camarote del capitán y la pizarra de bitácora sobre la mesa. Se había efectuado una entrada en el diario de navegación el 24 de noviembre y otra en la pizarra de bitácora al día siguiente. Indicaban que al mediodía la situación obtenida por observación les situaba a unas ciento diez millas al oeste de la isla. La entrada de la bitácora se refería a las ocho de la mañana del día siguiente y registraba una marcación del punto oriental de cabo suroeste de la isla de Los Estados, a seis millas de distancia. Este era el último registro de cualquier tipo.
Eso situaba a la nave en un abandono de cuatro meses aproximadamente y el estado general cuadraba razonablemente. No existía ninguna documentación del barco a excepción del diario y de la pizarra. El sextante del capitán, el cronómetro y los libros de navegación habían desaparecido, no había ninguna corredera largada por popa o dispuesta para ser utilizada y en la caseta de proa se veían las mismas muestras de abandono repentino e inexplicable.
Esta primera inspección, aunque algo precipitada, convenció a Quiroga de que, además de la obviedad de no haber nadie a bordo, no existía ningún indicio que pudiera explicar el abandono del barco.
Después de consultar con el contramaestre coincidieron en la posibilidad de reflotar el barco poniendo en orden el aparejo y siempre que no fuesen capaces de hallar a la tripulación, que se presumía improbable.
Nos zumbaban los interrogantes, pequeñas anomalías sin respuestas. Más allá del inexplicable y repentino abandono de una nave sin causa ni avería, algunas cosas nos llamaron la atención. Deterioros que parecían algo más recientes de unos dos metros en ambas amuras, que parecían provocados por un instrumento cortante.
Finalmente saltamos a tierra y tratamos de encontrar alguna pista de la tripulación. Caminamos hacia los arbustos y escuchamos movimiento de ramaje a la altura de unas rocas. El capitán ordeno que entraran los dos hombres que habían llevado su chalupa con los mosquetes amartillados, pensando se trataba de algún tipo de pequeña bestia. La sorpresa fue grande cuando en el interior de la maleza, en un pequeño claro donde solo había unas rocas, se encontraron con un montón de ropa blanca, colchones, mantas camisas, manteles y paños, y ninguna persona que diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Esa parecía ser la causa de los ruidos.
El capitán determino, tras una primera inspección, que se hiciese un inventario de toda aquella ropa y posteriormente se condujera a la lancha. La ocasión era tan extraordinaria que decidí yo mismo hacer un exhaustivo inventario y de paso, sentirme útil. Parecía tratarse del ajuar de una novia, pues anoté dos colchones de cama grande, camisas, faldas, paños, almohadas, sábanas y manteles. Pero no de una novia cualquiera, pues la calidad de la prendas las relacionaba con alguna persona de elevada posición. Sábanas de lino y cáñamo rastrillado, tejidos tupidos, paños de Ruan, lienzos muy fino, holandas, camisolas con puños de lechuguilla almidonadas al gusto europeo y labrados con caparrosa verde, faldas teñidas en tonos verde; adornos con randas, encajes de aguja o de bolillos y pasamanerías a punto de cadeneta. Además de pañuelos al limonisco, así como tejidos de lino especialmente concebidos para manteles con diseños en formas de rombo.
Al hacer el raro listado recordé la que, hasta hace unas semanas, era mi vida cotidiana y su capazo de relación forzada en la que aparecen viejos prejuicios que tan dilatada historia tienen en el repertorio humano.
Esta actividad, al tiempo inaudita en mi nuevo estado y al tiempo, tan próxima a la vida aniñada en la que me había movido, me alivió un tanto de la, que ya era más mesurada, culpa de asesino bisoño. Estaba consiguiendo hacer de mi vieja e inarticulada certidumbre una articulada incertidumbre que me acercaba a la verdad. A mi nueva verdad que era, por el momento, hacer inventario de un ajuar fantasmal en una isla austral y desolada.

jueves, 18 de noviembre de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 13)

Creo que fue al final de la tercera semana de navegación, en una marejada al sur de las Guaitecas, cuando perdimos una de las dos chalupas. Recuerdo que ese fue el motivo por el que terminamos recalando en un lugar llamado Puerto Reyes, donde también estaban fondeadas otros dos barcos: la goleta estadounidense Betzei y el bergantín con bandera inglesa Enterprise, ambos dedicadas a la caza de la ballena.
El capitán Quiroga intentó sin resultado comprarle al capitán del Enterprise una chalupa y alguna de las cartas náuticas que habían levantado, pero sólo obtuvo una negativa para lo primero y permiso poco entusiasta para copiar las segundas.
Sin más remedio, permanecimos cinco días dedicados a construir un nuevo lanchón, mientras el oficial de derrota se encargaba de copiar las cartas.
En esos días, se unió a la tripulación el lobero Juan Yotch, quien actuaría como práctico para el cruce del canal Moraleda y nos guiaría hasta el final del archipiélago de los Chonos.
Habían pasado cuatro semanas desde que dejáramos Tacará y comenzaba a perder la noción de lo real, de tanto en tanto. Me costaba pensar en los días de manera lineal. Eran más bien círculos concéntricos que se tensaban y destensaban por momentos.
Debía ser casi abril cuando nos hicimos nuevamente a la mar e intentamos pasar la península de Taitao, pero el mal tiempo, que ya comenzaba a empeorar, sumado a una avería del timón y a una pequeña grieta en el casco, nos hizo retroceder y buscar refugio nuevamente en Puerto Reyes.
El tiempo empeoró tanto que no lo conseguimos y mal nos hubiera ido de no haber encontrado una pequeña rada arenosa al abrigo de un cabo.
Al día siguiente se envió a Jorge Mabón, Eusebio Pizarro y cinco hombres más de regreso con la orden de llegar a Ancud por tierra para conseguir víveres, reparar la pieza del timón e informar al armador del derrotero de la travesía y del más que previsible retraso. Tratar de atravesar Magallanes en temporada de invierno austral comenzaba a ser algo temido, pero al tiempo, bastante previsible. La marinería empezaban a estar nerviosa.
Volvieron casi veinte días más tarde en una nueva chalupa en la que transportaban las provisiones y el resto de la impedimenta. En ese tiempo se habían calafateado las amuras y estábamos todos más que hartos de oír bramar un viento interminable que, con seguridad, terminaba enloqueciendo a los hombres.
La mañana siguiente continuamos viaje hacia el sur, doblando con éxito la península Tres Montes y atravesando no sin dificultad el canal Messier. Calculo que sería mediados de mayo cuando al despuntar el día vimos fogatas de un asentamiento que Didi reconoció como previsiblemente alacalufe.
Dos embarcaciones indígenas de vela nos siguieron a cierta distancia por un par de horas, pero terminamos perdiéndolas de vista. Quiroga hubiera deseado ser alcanzado por las canoas para enterarse del género de las velas (que sospechaba obtenidas del naufragio de la fragata francesa de una amigo suyo, perdido el año pasado por estas mismas latitudes). Imagino que por ello, el capitán, decidió esperar una hora después de cruzar la Angostura Inglesa, pero la pérdida de tiempo que estaba resultando del empeño le hizo desistir y seguimos ruta.
Al llegar a la punta Santa Ana, ya en el Estrecho, topamos con un temporal tan fuerte que nos hizo mover como azogados. A pesar de lo que ya creía estar acostumbrado, eché los hígados y, para mi consuelo, resulté no ser el único. El frio era tal que andábamos con mantas por la cubierta. El cordaje tenía chapiteles helados y los marinos cuchicheaban soltando vaho, de que la comida escaseaba y de que sumábamos casi dos meses de retraso.
Algunos culpaban a las novedades del mal fario que circundaba, sin duda, la travesía y en aquellos días comenzaron a mirarme ya no con el desdén de siempre sino con franca cara de vaqueta.
Afortunadamente para mí, acabamos atravesando el cabo de Hornos y en la isla de los Estados vino a suceder algo que afortunadamente desvío por completo la atención de mi persona.