domingo, 5 de junio de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 24)

Conservo la imagen, quizá falsa, de que los siguientes días transcurrieron con una relativa sensación de placidez. A principios de la semana entrante, efectivamente, llegó el joven Juan, el hijo de mis anfitriones. No había muchas dudas de ello, pues en verdad era una versión rejuvenecida del armador con ojos algo más claros y menos clareada la cabeza.

Algo mayor que yo, su padre le responsabilizaba de a poco y como único varón en los negocios en la Argentina. Afinando los rudimentos de los comerciales, que ciertamente debía servir para no demasiado porque los conocía desde niño.

Viajaba frecuentemente y por lo que me había contado un viejo criado patagón con el que a veces fumaba un cigarro cuando me acercaba a pedir agua a las cocinas, estaba prometido a una muchacha criolla de una familia de Corrientes con una dote excelente.

Salíamos muchas mañanas, de amanecida, a cabalgar por sus tierras y llegamos a intimar bastante en aquellas salidas. Era un joven agradable, naturalista frustrado, como tantos jóvenes ricos del siglo que ocupaban parte de sus esfuerzos a la ciencia como uno de esos divertimentos que daban buen tono a las clases altas.

Pero no dejaba de ser chocante ver como se le iluminaba el rostro hablando de los hábitos de un animal que llamaba temanduá y que obviamente yo no tenía ni idea de que aspecto podía tener, así como de cómo unos zorros grandes que por allá llamaban aguará guazú y por lo que contaba eran tan perseguidos en los últimos tiempos por los mariscadores que en algunas zonas empezaban a escasear.

Recuerdo un día concreto en que alargamos la cabalgada más de lo acostumbrado y terminamos llegando hasta un sucio pueblucho del interior. En las ventanas de las casas, había cuencos de cerámica con extraños dibujos negros. Un herrero que llevaba un faldón de piel de carpincho nos saludó hoscamente con la cabeza al pasar a su lado. Desmontamos y pedimos a una vecina de edad incierta que barría la puerta, algo de beber y empezó a contarnos, sin venir al caso, como un viejo del pueblo, de nombre Honorio, se había desplomado muerto no hacía ni dos días en medio de la calle después de tomar unos puchos y un trozo de panqueque en casa de su cuñado.

La mujer se lamentaba de la triste suerte del viejito y más aún de su pobre viuda que quedaba completamente sola.

La puta. Y no le llevó como si fuera un perro. Y con lo creyente que era, que siempre estaba en la misa de don Yaco.

La imagen, que aunque no había visto pero que estaba nítida, del viejo fulminado, cayendo al suelo como un pelele sin huesos, no sé por qué, se me quedó grabada vivamente y me acompañó absurdamente durante meses. Me le imaginaba rebotando suavemente contra el polvo con la baba descolgada en la comisura de los labios y los ojos completamente abiertos.

Salvo cosas absurdas como aquellas, los días transcurrían lentos, silenciosos y como inexistentes. Nunca había vivido en una hacienda tanto tiempo y siempre había pensado que me desagradaría. Pero no era así en absoluto.

Escribí a mi madre en un par de ocasiones más contándole parte de mis aventuras desde que dejé Tacará en el Misericordia y un día al hacerlo, me descubrí plasmando un deseo informe que al parecer llevaba tiempo latente y que no quería pronunciarme en voz alta. Que ni siquiera tenía ganas de expresarme a mí mismo con cierta coherencia. Y por ello, me sorprendió en su estado de madurez al verlo escrito.

No mentiré si confieso que la imagen de la joven Lía, abandonada a su suerte, obviamente viva y necesitada de ayuda ganaba terreno día a día. Era una necedad evidente. Las posibilidades de que estuviera viva eran ya de por sí ridículas, pero las de encontrarla, simplemente rozaban la estupidez.

A pesar de lo cual, tenía la certeza casi física, no solo de que no estaba muerta, sino de que estaba en algún lugar del sur, de que era capaz de encontrarla y lo que sin duda era lo peor de todo, que tenía la obligación en cierto modo de hacerlo.