viernes, 16 de septiembre de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 26)

A la mañana siguiente visité al banquero e hice efectivo mí crédito en el banco. Deposité también el pagaré de mi madre, pero pensé en reservarlo para mejor ocasión. O siendo honestos, para peor.

Los primeros días los dediqué a deambular por la ciudad y familiarizarme con ella. El hotel me cansaba y decidí inicialmente buscar alguna pequeña vivienda que se alquilara a precio razonable. Idea esta que finalmente no cumpliría. Al cabo, malgasté un par de meses en pasear.

La ciudad, aún más de veinte años después del final de la guerra grande, todavía presentaba magulladuras en sus ternes carnes de ladrillo y piedra. Era difícil moverse por aquellas calles atestadas de gentes y de carros y de mulas y de heces evacuadas, que tenían para más complicarlo todo, en muchas ocasiones, el nombre por duplicado.

Desde los arribes del Río de la Plata hasta Ejido, todo era bullicio parlero y mezcolanza sorda. Había muchas cuadras que le gustaban de manera especial, pero sobre todas ellas destacaban las cercanas al Mercado de la Ciudadela, y sobre todo la recoleta callecita del Rincón, antes conocida como de San Gabriel.

La que se apoyaba por el este con la Dársena, que decían del 25 de Agosto, tenía un pequeño cafetín en el que, siempre, se demoraba el rato de un trago y un cigarro. Luego seguía hasta el mercado pequeño de Sostoa o, como también le decían, Mercado Chico.

Los nombres eran bien diferentes a los que había conocido en Tacará y le traían un nosequé de extraña nostalgia que resultaba inverosímil por aquello de la enajenada añoranza de lo nunca vivido. Pero para confusión, sorpresa y solaz íntimo, ahí estaba.

Nombres como Olimar, De la Colonia, De Mercedes, del Uruguay, Paysandú, del Cerro Largo, Orillas del Plata y Del Miguelete que principiaba en la playa y pasaba al costado sur de la famosa Quinta de Las Albahacas, hasta morir en la calle de Los Médanos, eran hermosos de puro nuevos y de puro eufónicos.

A la caída del sol, le gustaba especialmente la Quinta de Margat y llegó incluso, a fuerza de pasar por delante de sus muros, a conocer a uno de sus hijos. Este le contó que su padre había sido tiempo atrás un destacado vecino, francés nacionalizado oriental, horticultor y botánico, que trajo abundantes semillas e instaló sus extensos cultivos en El Reducto precisamente sobre la actual Burgues.

En aquellos paseos, hablando y observando, aprendió a ver como la joven y pequeñita burguesía liberal y sus mezquinos prejuicios impregnaban los pobres intentos de racionalización. A ver cómo desde la capital se depreciaban las provincias, como los viejos unitarios lo hacían con los federales, los miembros del ejército regular con la montonera y el gobierno patriarcal con el propio puerto, fenicio y austral al tiempo.

Aprendió, o comenzó a hacerlo, a ver como el desmesurado sueño de ingresar en la idealizada clase alta, en la suya, lo había reventado todo. Como los otros eran siempre los indolentes, los lerdos, los advenedizos. Los negros no deberían salir nunca de la cocina, decía a menudo el regente del hotelito cuando buscaba alejar un silencio que se le antojaba incómodo. Y él asentía por alejarse cuanto antes.

Estaba empezando a entender a Tacará a fuerza de no estar en ella y de estarlo a la vez. De verla transmutada y simplificada en este reducto sureño.

Y en estas, el año nuevo llegó precipitadamente.