martes, 22 de marzo de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 22)

Tras la cena los hombres nos acomodamos en una mesita junto al gran hogar en el que todavía estaban los espetos. Una guaina ciertamente guapa, nos sirvió el brandy en unas grandes copas calientes. El armador trasmutado en ganadero encendió un cigarro con una astilla larga, aspiro, echó el humo en la copa, dio un sorbo y miró al capitán.

Háblame de ese nuevo barco que habéis traído.

La Cazadora.

¿Sigue estando en buen estado?

Con unos mínimos arreglos, sí.

Estuve haciendo averiguaciones y al parecer, su armador es de Cádiz. Salieron hace más de un año hacia Manila. Regresaban a España, cuando se perdió toda noticia. La última carta en la posta es de Santiago. Lo dan por perdido, pero ofrecen aún recompensa por información de parte del pasaje.

Como ya le escribí, don Juan, no encontramos a nadie. Solo el ajuar que le describí y trajimos con nosotros.

Se hizo un breve silencio que se llenó con las chupadas a los vegueros.

Lo curioso es que habían atracado en Tacará antes de enfilar la etapa de Hornos. Y el pasaje al que buscan era de allí.

Di un pequeño respingo en mi sillón y descrucé las piernas incómodo, vivamente interesado.

Llevaban a la menor de los Sainz de Valido al puerto de Cádiz. Al parecer, a una boda concertada con un señorito de Sevilla. Aspiró de nuevo y miró la evolución del humo en el aire. Pero claro, tú, Simón, muchacho, es probable que sepas de quien hablan.

¿Cómo se llama la muchacha?

Amalia. Y supongo que será más correcto decir se llamaba.

La pequeña Amalia. En Tacará, la llamábamos Lía para diferenciarla de la tía abuela de quien heredó el nombre. Era una muchacha muy bonita, alta, con el rostro ovalado, pelo castaño claro y ojos grises; cinco o seis años más joven que yo y recuerdo que en su puesta de largo, la sociedad tacareña tuvo la sensación de asistir al nacimiento de algo grande como un presagio. Durante un tiempo hicimos conjeturas y apuestas entre la barra para coincidir en misa mayor y jugarnos algo a captar su atención. Luego dejamos de verla repentinamente y supusimos que estaba enferma o algo peor, como que la habían metido monja. Hablamos unas semanas y como buenos descerebrados, dejamos de pensar en ella para ocuparnos de otras más presentes. Amalia Sainz. La pequeña Lía.

Y yo tenía su pañuelo en mi bolsillo.

Tontamente acerté a hablar algo.

Puede que no haya muerto.

¿Por qué dices eso Simón?

Por nada concreto, es solo una suposición. Pero últimamente estoy muy dispuesto a creer en supuestos.

Ya. Es comprensible. Y dio un sorbo a la copa. Mudando el tema, creo que deberíamos calafatear, repintar el barco y venderlo. No tenemos tanta carga como para necesitar otro y ya tengo un posible comprador en Buenos Aires. Descontando el porcentaje del armador y del capitán hay una bonita suma para la tripulación.

Miró a Simón. Una parte por cierto será suya, joven. Y en su situación imagino que preferirá tener su propio dinero que vivir de prestado. Aunque es excusado decir que con nosotros no necesita nada y tiene crédito ilimitado.

Gracias señor. Sabe que le estoy muy agradecido.

No hay nada que hablar. Es lo menos que puedo hacer en memoria de tu padre que era un socio y un amigo excelente.

Se produjo un pequeño silencio melancólico que rompió don Juan.

¿De cuanto podríamos estar hablando capitán?

Imagino que para el joven Simón podría haber alrededor de unas doscientas libras. No sé cuántas monedas de plata serán actualmente, pero en cualquier caso suficiente para comprar una casa con servicio en Montevideo si se cansase de estar en la hacienda.

No está mal. Aunque por el momento espero que sigamos disfrutando de su compañía, al menos las próximas semanas.

Termino el cigarro que arrojó al fuego, apuró la copa y se puso en pié. Voy a acompañar al capitán a su estancia. Si nos disculpa no quiero aburrirle con temas de intendencia. Y por cierto, antes de que lo olvide, tengo una carta de su madre que llegó hará un mes.

Y sacando la carta se despidieron.

lunes, 14 de marzo de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 21)

Dormí tan profundamente que al despertar completamente desorientado tardé unos minutos en comprender donde estaba y todo lo que me había pasado hasta llegar a ese preciso momento.

La llaga en mi conciencia que me hablaba de ser un asesino, un fugado apátrida, dolía cada vez menos y últimamente lo que me pesaba era la nostalgia de lo desaparecido, la ausencia de mi vida tacareña, tranquila y frívola.

Descorrí las cortinas y miré hacia las colinas y tras ellas, hacia el sol en el cielo. Por la luz, debía ser bastante más tarde de mediodía.

Me levanté finalmente y fui hacia el bacín. Al primer repiqueteo del agua en el metal, tocaron suavemente en la madera de la puerta. El viejo de la noche anterior entró, me deseó un buen día y me señaló el armario. Al parecer, habían colgado algunas ropas del joven señor y esperaba que me sirvieran. Sin darme tiempo a decir nada se marchó dando entrada al que resultó ser el barbero de la hacienda.

Cuando finalmente quedé solo y me miré en el gran espejo ovalado no me reconocí en absoluto. Estaba todavía embutido en la camisola blanca que me había servido de ropa de cama y me acariciaba un mentón que debía ser mío y que no sentía tan suave desde hacía meses. Parecía un aparecido, tan flaco y atezado sobre la ropa blanca, que podía pasar por trasgo de cuarterón.

Miré los trajes del armario y aunque me quedaban flojos al menos no estaban tan llenas de brillos y deshiladas como las que llevaba puestas ayer, que de otra parte, también me quedaban amplias.

Elegí unos pantalones grises con listas, una camisa blanca y una chaqueta larga negra. Los zapatos me apretaban un poco, pero al mirar los míos me resultó difícil soportan la vergüenza de pensar que, el día anterior, me había conocido la familia del armador llevándoles puestos.

El viejo Dimas tocó la puerta de nuevo y me anunció que la cena se serviría en poco más de media hora y que el señor había preguntado por mí.

Bajé las escaleras y en una esquina del gran salón, vi al armador y a mi viejo conocido, el capitán Quiroga con un traje impoluto, fumando y bebiendo en unas pequeñas copas de licor. El capitán levantó el brazo con el que sujetaba el cigarro y me saludó riendo.

El joven Simón. Está irreconocible. Venga con nosotros.

Y como quién se acomoda con los habituales del club, se habló con total naturalidad británica de temas ajenos, dejando fuera de la conversación cualquier elemento personal.

Hablamos, o hablaron más bien, de un tal William Mac Cann, hombre de negocios inglés que había desaparecido tras haber sido acusado públicamente de espía, de su gran capacidad política y de sus maneras francas de tratar asuntos tan delicados como el bloqueo francés o la penetración inglesa en el Río de la Plata. Hablaron con cierto desdén de los resabios de usos y costumbres medievales de los ganaderos del interior, en cuyos comedores la pitanza se servía diariamente en grandes mesas para todos los que quisiesen participar de ella. Hablaron de los intelectuales, de los malos militares, de los falsos patriotas y de los poetas disconformes. Se cuchicheó de las algaradas de los mazorqueros y del alzado chusmaje que acompañaba cada nueva subida del pan. Se habló de la nueva inmigración, de las fiebres tifoideas que la gente atribuía a las barcadas de los inmigrantes, la fiebre de los gallegos que decían. Y más lo hubieran hecho si, finalmente, la señora no se hubiera acercado para reclamarnos en la mesa.

La gran mesa con mantel de lino, tenía candelabros dorados y piezas blancas de english-bone. Comimos magnífico asado de tira y verduras horneadas sin piel. Y continuamos hablando de política hasta que doña Mercedita cambió hábilmente el tercio.

Aburrís a nuestro invitado y seguro que todavía nadie le ha contado nada de la posesión en la que está, ni de las tierras que le rodean.

Lo que era completamente cierto.

Pero para don Juan aquello fue espuela suficiente para poder hablar el resto de la cena. Para contarnos profusamente como las primeras cabezas habían sido traídas por Hernandarias desde Asunción del Paraguay. De cómo los animales se habían multiplicado increíblemente en los campos abiertos favorecieron el desarrollo del ganado cimarrón y sin dueño. De cómo su abuelo había fundado la hacienda como una ampliación de la que ya tenía en el sur de Corrientes. Y de cómo mi padre y él mismo, amigos y primos lejanos, habían importado de Inglaterra barcos enteros cargados de vacas Shorthorn. Contó y bebió a partes iguales del mal paso que tuvieron que soportar en Curuzú Cuatiá y de cómo ahora muchos preferían por la facilidad de engorde el cruce con el cebú. Contó cómo la estancia de Punta Carretas estaba formada a su vez por diez cabañas menores y que a buen trote se necesitaba casi un día en cubrir completamente la distancia de amplias tierras todas ellas suavemente onduladas a excepción de las tierras que se conocían como cuchillas y que cortaban las torrenteras de primavera en las tierras del norte. Habló del viento que llamaban pampero, frío y ocasionalmente violento, que soplaba obviamente desde el norte de las pampas de la Argentina.

Yo escuchaba todo esto en silencio y miraba de reojo, caldeado por el vino, a las hijas de mi anfitrión, que aunque primas lejanas, eran además, las primeras mujeres bonitas que veía en meses, mientras en el bolsillo de mi chaqueta, acariciaba como quien busca conservar algo propio en un mundo de novedades, el pañuelo de encaje con la a y la ese que ya se había convertido en gesto acostumbrado.

lunes, 7 de marzo de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 20)

El salón era una enorme sala de piedra y mampostería encalada y traspasada por pequeños vanos con contraventanas de madera. Varias arañas de bronce colgaban del techo llenas de velones y pequeñas hachas de cera encendidas. Quedaban extrañamente suspendidas a menos de dos metros del suelo y daban una luz agradable y danzarina.

Si las bajábamos menos el techo se ennegrecía.

La que hablaba era, lo supe luego, doña Mercedita, la mujer de don Juan. La señora de Doñoro era una mujer, pequeña, de pelo negro y alguna cana que pintaría con cuidada coquetería alguna de sus mucamas. Tenía los ojos gatunos y aunque pasaba ciertamente de los sesenta conservaba una feminidad europea que se encargaba de aventar. Era una de esas mujeres maternales, castísimas, perfectas. Las pestañas todavía largas y años atrás, seguro que, pesadas, escondiendo anzuelos sin cebar.

Rodeándola, cuatro de sus cinco hijos, todas las mujeres. Con sus mismos ojos todas menos la menor. Era algo extraño. Como ver variaciones de la misma mujer.

Mi hijo Juan está en Buenos Aires, volverá la semana próxima y podrá conocerle. Seguro que estará encantando de charlar con usted y se harán buenos amigos.

Saludé a todas ellas, besando sus manos enguantadas, incapaz por completo de memorizar los nombres. Alguien me puso en la mano una copa de agua que agradecí. Debía parecer completamente alelado porque la señora miró a su esposo en una seña de inteligencia y la reunión terminó.

Estará cansado. Dimas le enseñará su habitación. Descanse hasta mañana si quiere. Le prepararán un baño y le subirán algo de cena.

Seguí al viejo de pelo cano en su caminar arrastrado por las escaleras hacia la segunda planta y entré en una habitación de madera y cortinas blancas que olía a flores secas y a frutillas. En la pequeña estancia aneja se adivinaba tras la puerta abierta una pequeña bañera de latón blanco sobre cuatro patas de león. Sobre la cama descansaba mi bolsa de cuero.

Ciertamente, era mi nuevo hogar.