jueves, 14 de agosto de 2014

De como el futuro de Europa se juega en Ucrania

Siempre me han gustado las visiones idealizadas sobre el futuro. Reconozco el encanto de la utopía. Y lo digo sin ninguna ironía, como lo haría con la demagogia. Es difícil no sucumbir a las visiones que solucionan problemas globales, complejos y, a menudo, enquistados por largo tiempo. Tienen además la ventaja imbatible de la frescura, de la novedad libre de deudas y compromisos y de apelar, a menudo, a aspectos nobles y elevados. Meter las manos en el barro es siempre menos estético. Aparentemente.

Es la vieja dicotomía de los grandes-meta relatos liberadores, del espíritu de Rousseau frente a la visión triste de Hobbes. Probablemente falsos ambos si se analizan de manera excluyente. Pero reconozco, eso desde luego, como decía Sampedro, la utilidad utópica como norte estelar, como marca en el camino a seguir más que como destino realmente alcanzable.

Creo, y por tanto lamento en consonancia con lo anterior, que desde hace años, muchos de los líderes políticos occidentales y de sus legiones de asesores han optado por asumir un entorno posmoderno donde la fuerza queda arrinconada en algún poco digno rincón del baúl de la historia para dar paso a un juego de influencias culturales, de alianzas bienintencionadas y básicamente, de redes de intereses económicos. Y el problema de la ausencia de estrategia frente a los problemas reales queda patente una y otra vez.

Y creo, desafortunadamente también, que aún no estamos preparados para la utopía y muchos focos actuales de conflicto internacional, así nos lo demuestran con tozudez. Podíamos hablar de Siria, de Gaza, de Irak, pero quiero detenerme en el conflicto entre Rusia y Ucrania y todo lo que desvela la respuesta occidental al mismo.

Es claro que Europa no sabe qué hacer ante la campaña que Rusia ha desatado contra Ucrania. Primero segregando la Península de Crimea y ahora animando un movimiento secesionista en los territorios del este y sur del país, que tienen una considerable proporción de población rusófila.

Lo que está ocurriendo no deja de ser un movimiento más de lo que Putin venía anunciando con claridad desde hace años y que tenía el precedente de lo ocurrido en Georgia. Rusia tiene un problema crónico de imposible solución: una desproporción entre población y territorio agravada por la ausencia de fronteras naturales seguras (situación está que comparte, por cierto, con la expansionista Alemania y obviamente le diferencia con claridad de los Estados Unidos).

Este hecho les ha impulsado a tratar de adelantar las fronteras como medida preventiva de seguridad. Siempre lo han hecho así. Podemos acusarles de neuróticos, de imperialistas o de los que nos parezca más adecuado en base a nuestro estado de ánimo, pero tras las experiencias de Napoleón y de Hitler en los dos últimos siglos, conviene ser algo más respetuosos con el sustrato emocional colectivo ruso y desde luego, no eliminarlo de un golpe con un adjetivo simplificador.

El eje formado por los territorios comprendidos entre el mar Báltico y el mar Negro podría ser considerado como el istmo que une la península Europa al continente asiático. Una franja de terreno que actuaría como el foso que ayuda a contener al hipotético enemigo, pero también como el puente que permite a Rusia reivindicar su condición de potencia europea y por tanto, su derecho a participar en los grandes debates del Viejo Continente.

El eje Báltico-Mar Negro fue parte del Imperio de los zares. La Unión Soviética lo perdió tras el fin de la Primera Guerra Mundial, pero lo recuperó ampliamente tras la Segunda Gran guerra añadiendo un nuevo margen de seguridad que adelantaba sus líneas hasta el corazón mismo de la Europa continental.

La descomposición de la URSS devolvió la libertad política a estos países y aquella perdió estos territorios o al menos su control sobre ellos. Y lo que está sucediendo frente a nosotros de manera evidente es que, una vez más, Rusia trata de recuperarlas mediante la intimidación y la fuerza. No hay nada nuevo ni sorprendente, salvo quizás, la ceguera de Occidente.

Putin no deja de ser fiel a sí mismo y a la historia de su país. Es un nacionalista convencido que se resiente de la humillación de la derrota y de la perdida de una parte importante de lo que él y muchos otros rusos consideran suyo. Se siente dolido porque Estados Unidos y sus socios europeos no cumplieran el compromiso verbal del primer Bush de no avanzar sus líneas hacía el Este y acogió con lógica ironía el precedente de Kosovo como ejemplo de lo que se podía hacer con las fronteras de un tercero cuando conviene a una gran potencia. Y en ello están.

El Gobierno ruso ensayó una nueva política de acoso en Georgia y le salió gratis. Y ahora lo repite en Ucrania con más decisión, porque sabe que Estados Unidos carece de estrategia. Trata de evitar verse comprometido en nuevos conflictos y lo necesita en Siria e Irán.

En cuanto a los europeos, están más divididos que nunca antes desde el tratado fundacional de Roma. La implantación del euro ha dividido en dos (por ser optimista) al viejo continente. La desconfianza ha impedido su pleno desarrollo institucional y la suma de déficits, de deuda y el estancamiento que ha producido la actual crisis crea fundadas dudas sobre el futuro de la eurozona. ¿Cómo no va aprovechar Rusia una oportunidad como esta?

Lo realmente grave es la evidencia de que ni Estados Unidos ni Europa tienen algo parecido a una estrategia común. Por el contrario, lo que estamos viendo es una re-nacionalización de sus políticas, cada uno por su lado de modo descoordinado.

Y Rusia juega fuerte aunque es débil. Su economía depende de los hidrocarburos que previsiblemente van a sufrir una caída constante de demanda y precios los próximos años (sus clientes a medio plazo pueden cambiar de fuente de suministro). La corrupción y la ineficacia son características estructurales de un estado que se presenta como democrático, pero que está lejos de serlo. Su sociedad no se siente satisfecha, pero disfruta de estos actos de prepotencia, de estos ejercicios de humillación a Occidente. Y así, Putin, maneja la política exterior con fines domésticos, populistas y demagógicos que refuerzan su posición. Y está lejos de estar loco, como a veces se dice, buscando dar una respuesta de nuevo completa y simplista a un problema mucho más complejo. Mide sus pasos, calcula riesgos, evita acciones puramente militares y trata de disfrazar sus maniobras como respuesta ante el clamor de poblaciones maltratadas. Lo hizo, como digo, en Georgia y lo está practicando de nuevo en Moldavia y Ucrania.

Europa despierta a disgusto de su letargo de “laissez faire” utópico, reconociendo que la inacción en Georgia dio alas a Rusia y que el riesgo de que continúe en los estados bálticos es real. Son la pieza más septentrional del eje Báltico-Negro, con importantes poblaciones rusófilas en su interior (incrementadas los últimos años de manera claramente interesada).  

Y si eso llegara a suceder ya nada podría ser igual, porque los tres estados forman parte de la Unión Europea y la Alianza Atlántica. Ya nadie podrá decir que no estamos obligados a actuar porque son nuestros aliados. Y aunque algunos analistas se han apresurado a reconocer quenas países no irán a la guerra con Rusia por Estonia, es mucho más fácil decir que asumir sus posibles consecuencias.

Rusia está poniendo a prueba la propia existencia tanto de la Alianza Atlántica como de la Unión Europea. La recomposición de un consenso estratégico en el seno de ambas organizaciones es uno de los grandes retos van a determinar nuestro futuro inmediato.

Fijar una política real común y mantenida que disuada a Rusia de seguir adelante y que, al tiempo ayude a dotarnos de un necesario proyecto común, económico y de seguridad es condición sin la cual el actual entramado institucional se vendrá abajo y es un lujo que no deberíamos permitirnos.