jueves, 30 de abril de 2015

Antecedente XXXIII


Y aquella noche, las pupilas, se dilataron sin voluntad propia cuando probé el sabor primero de tus labios perfectos. Fue la sorpresa de lo sobradamente conocido y al tiempo inopinado. Fue como regresar a un lugar inconscientemente olvidado pero que siempre estuvo en la realidad más somnolienta.

Había sabores a viento cálido, a algas azules, a humo de fogata de moraga en agosto e incluso al fijarme atentamente, a juegos de niños, ruidosos y turbulentos. Y el gusto en los míos, al cabo de un tiempo, era lento en su olvido y dulce y salado al tiempo.

Te rozo, ahora, apenas desde la niebla, amable y dulce árbol y un estertor recorre arriba y abajo, arriba y abajo, mi espalda recordándome que es cierto lo que dicta el corazón, aunque la parte razonable de mí mismo se niegue a creerlo por inmerecido e increíble.

Te reflexiono en voluta de opio los domingos y las fiestas de guardar, droga estanca que es hoy mi único poso. Ensoñación en duermevela, perforación en mi vida razonable y esperada, aún no decidí si dolorosa, pero siempre sorprendente, maravillosa, nueva, inalcanzable aunque te tenga en la punta de mis dedos, pero siempre embriagadora y especiada a cúrcuma, a jengibre y a canela.

Te mostraré, si nos dejamos amor mío, los túmulos donde yacen felices e inconscientes los descarnados besos nonatos que no son nunca mercenarios, porque no podrían serlo. Diseminaré tus largas pestañas negras sobre suelos losados de sorpresa ante tanta perfecta simetría. Ante tanta sorprendente casualidad especular. Tanta, que pasma y parece orquestada por algún ser imaginario, extraño y juguetón.

Y el espectro de la siempre esquiva felicidad, ese fantasma cariñoso que pende desvaído del escote de tu blusa, es incorpóreo como un guiño neblinoso pero se deja ver en muchos momentos de un tiempo a esta parte y tiene sedas engarzadas, y manos llenas de caricias asustadas y luminosas.

Es el sentido de lo que fue sin ser y se resiste a no ser, siéndolo ya. Son posibles pasados que, sepultos y no natos, agonizan y reviven a cada instante. Y son futuros sorprendentes que brillan en los dedos y acarician tus ojos de miel.

Y las sombras, leves matices de lo corpóreo, se asemejan en lo sutil a las caricias que se dan sentidas en pasado, con la certeza de lo conocido, de ese hogar confortable en el que nunca has estado, pero del que jamás has salido. Porque es como regresar a casa.

jueves, 14 de agosto de 2014

De como el futuro de Europa se juega en Ucrania

Siempre me han gustado las visiones idealizadas sobre el futuro. Reconozco el encanto de la utopía. Y lo digo sin ninguna ironía, como lo haría con la demagogia. Es difícil no sucumbir a las visiones que solucionan problemas globales, complejos y, a menudo, enquistados por largo tiempo. Tienen además la ventaja imbatible de la frescura, de la novedad libre de deudas y compromisos y de apelar, a menudo, a aspectos nobles y elevados. Meter las manos en el barro es siempre menos estético. Aparentemente.

Es la vieja dicotomía de los grandes-meta relatos liberadores, del espíritu de Rousseau frente a la visión triste de Hobbes. Probablemente falsos ambos si se analizan de manera excluyente. Pero reconozco, eso desde luego, como decía Sampedro, la utilidad utópica como norte estelar, como marca en el camino a seguir más que como destino realmente alcanzable.

Creo, y por tanto lamento en consonancia con lo anterior, que desde hace años, muchos de los líderes políticos occidentales y de sus legiones de asesores han optado por asumir un entorno posmoderno donde la fuerza queda arrinconada en algún poco digno rincón del baúl de la historia para dar paso a un juego de influencias culturales, de alianzas bienintencionadas y básicamente, de redes de intereses económicos. Y el problema de la ausencia de estrategia frente a los problemas reales queda patente una y otra vez.

Y creo, desafortunadamente también, que aún no estamos preparados para la utopía y muchos focos actuales de conflicto internacional, así nos lo demuestran con tozudez. Podíamos hablar de Siria, de Gaza, de Irak, pero quiero detenerme en el conflicto entre Rusia y Ucrania y todo lo que desvela la respuesta occidental al mismo.

Es claro que Europa no sabe qué hacer ante la campaña que Rusia ha desatado contra Ucrania. Primero segregando la Península de Crimea y ahora animando un movimiento secesionista en los territorios del este y sur del país, que tienen una considerable proporción de población rusófila.

Lo que está ocurriendo no deja de ser un movimiento más de lo que Putin venía anunciando con claridad desde hace años y que tenía el precedente de lo ocurrido en Georgia. Rusia tiene un problema crónico de imposible solución: una desproporción entre población y territorio agravada por la ausencia de fronteras naturales seguras (situación está que comparte, por cierto, con la expansionista Alemania y obviamente le diferencia con claridad de los Estados Unidos).

Este hecho les ha impulsado a tratar de adelantar las fronteras como medida preventiva de seguridad. Siempre lo han hecho así. Podemos acusarles de neuróticos, de imperialistas o de los que nos parezca más adecuado en base a nuestro estado de ánimo, pero tras las experiencias de Napoleón y de Hitler en los dos últimos siglos, conviene ser algo más respetuosos con el sustrato emocional colectivo ruso y desde luego, no eliminarlo de un golpe con un adjetivo simplificador.

El eje formado por los territorios comprendidos entre el mar Báltico y el mar Negro podría ser considerado como el istmo que une la península Europa al continente asiático. Una franja de terreno que actuaría como el foso que ayuda a contener al hipotético enemigo, pero también como el puente que permite a Rusia reivindicar su condición de potencia europea y por tanto, su derecho a participar en los grandes debates del Viejo Continente.

El eje Báltico-Mar Negro fue parte del Imperio de los zares. La Unión Soviética lo perdió tras el fin de la Primera Guerra Mundial, pero lo recuperó ampliamente tras la Segunda Gran guerra añadiendo un nuevo margen de seguridad que adelantaba sus líneas hasta el corazón mismo de la Europa continental.

La descomposición de la URSS devolvió la libertad política a estos países y aquella perdió estos territorios o al menos su control sobre ellos. Y lo que está sucediendo frente a nosotros de manera evidente es que, una vez más, Rusia trata de recuperarlas mediante la intimidación y la fuerza. No hay nada nuevo ni sorprendente, salvo quizás, la ceguera de Occidente.

Putin no deja de ser fiel a sí mismo y a la historia de su país. Es un nacionalista convencido que se resiente de la humillación de la derrota y de la perdida de una parte importante de lo que él y muchos otros rusos consideran suyo. Se siente dolido porque Estados Unidos y sus socios europeos no cumplieran el compromiso verbal del primer Bush de no avanzar sus líneas hacía el Este y acogió con lógica ironía el precedente de Kosovo como ejemplo de lo que se podía hacer con las fronteras de un tercero cuando conviene a una gran potencia. Y en ello están.

El Gobierno ruso ensayó una nueva política de acoso en Georgia y le salió gratis. Y ahora lo repite en Ucrania con más decisión, porque sabe que Estados Unidos carece de estrategia. Trata de evitar verse comprometido en nuevos conflictos y lo necesita en Siria e Irán.

En cuanto a los europeos, están más divididos que nunca antes desde el tratado fundacional de Roma. La implantación del euro ha dividido en dos (por ser optimista) al viejo continente. La desconfianza ha impedido su pleno desarrollo institucional y la suma de déficits, de deuda y el estancamiento que ha producido la actual crisis crea fundadas dudas sobre el futuro de la eurozona. ¿Cómo no va aprovechar Rusia una oportunidad como esta?

Lo realmente grave es la evidencia de que ni Estados Unidos ni Europa tienen algo parecido a una estrategia común. Por el contrario, lo que estamos viendo es una re-nacionalización de sus políticas, cada uno por su lado de modo descoordinado.

Y Rusia juega fuerte aunque es débil. Su economía depende de los hidrocarburos que previsiblemente van a sufrir una caída constante de demanda y precios los próximos años (sus clientes a medio plazo pueden cambiar de fuente de suministro). La corrupción y la ineficacia son características estructurales de un estado que se presenta como democrático, pero que está lejos de serlo. Su sociedad no se siente satisfecha, pero disfruta de estos actos de prepotencia, de estos ejercicios de humillación a Occidente. Y así, Putin, maneja la política exterior con fines domésticos, populistas y demagógicos que refuerzan su posición. Y está lejos de estar loco, como a veces se dice, buscando dar una respuesta de nuevo completa y simplista a un problema mucho más complejo. Mide sus pasos, calcula riesgos, evita acciones puramente militares y trata de disfrazar sus maniobras como respuesta ante el clamor de poblaciones maltratadas. Lo hizo, como digo, en Georgia y lo está practicando de nuevo en Moldavia y Ucrania.

Europa despierta a disgusto de su letargo de “laissez faire” utópico, reconociendo que la inacción en Georgia dio alas a Rusia y que el riesgo de que continúe en los estados bálticos es real. Son la pieza más septentrional del eje Báltico-Negro, con importantes poblaciones rusófilas en su interior (incrementadas los últimos años de manera claramente interesada).  

Y si eso llegara a suceder ya nada podría ser igual, porque los tres estados forman parte de la Unión Europea y la Alianza Atlántica. Ya nadie podrá decir que no estamos obligados a actuar porque son nuestros aliados. Y aunque algunos analistas se han apresurado a reconocer quenas países no irán a la guerra con Rusia por Estonia, es mucho más fácil decir que asumir sus posibles consecuencias.

Rusia está poniendo a prueba la propia existencia tanto de la Alianza Atlántica como de la Unión Europea. La recomposición de un consenso estratégico en el seno de ambas organizaciones es uno de los grandes retos van a determinar nuestro futuro inmediato.

Fijar una política real común y mantenida que disuada a Rusia de seguir adelante y que, al tiempo ayude a dotarnos de un necesario proyecto común, económico y de seguridad es condición sin la cual el actual entramado institucional se vendrá abajo y es un lujo que no deberíamos permitirnos.

martes, 17 de diciembre de 2013

Generalidad LVII (Algunas reflexiones sobre el procesos de externalización de servicios públicos)


Como Estado, llevamos algún tiempo inmersos en procesos de externalización de servicios públicos de manera más o menos explícita y, todo hay que decirlo, de modo más o menos exitoso. 

A menudo y simplificando de manera extrema, el único (y no menor) beneficio que se esgrime es el de la eficiencia económica. Es decir, el principio motor es la idea de que si dejamos que las fuerzas económicas actúen libremente en la prestación de los servicios que hasta ahora prestaba el Estado, en cualquiera de sus avatares, el servicio se prestará sin merma de calidad y con un ahorro económico sustancial. 

El tema no es menor, ya que parte de dos consideraciones implícitas a cual más grave. A saber: que los servicios tal cual los conocemos se prestan con un conocido y mal mesurado nivel de ineficacia y dos, que el único medio factible del que disponemos es poner a jugar el libre mercado en su aprovisionamiento y distribución. 

Dejando de lado la bondad y neutralidad de los propios procesos de externalización, aspecto prolijo y que no forma parte de la atención que quiero reclamar en estas breves líneas, me gustaría poner sobre la mesa solo algunos resultados que caben esperarse de estos procesos y que sin ánimo de ser concluyente, me agradaría compartir para la reflexión. 

Desde un punto de vista macroeconómico y admitiendo, tal vez de manera algo ingenua, que el objetivo primario es la búsqueda de la eficiencia estatal, no podemos obviar y debemos analizar más el hecho de que aparecerán resultados indeseados que deberíamos buscar contrarrestar. 

En primer lugar, algo obvio: Es más que esperable que dichos procesos favorezcan la creación en el medio plazo de oligopolios que concentren la prestación de determinados servicios. La propia creación de estos operadores oligopolísticos, salvo que gestionemos en sentido contrario e integremos el tejido productivo local en dicho proceso, redundará previsiblemente en la destrucción del pequeño operador local en una economía con fuerte presencia y dependencia del mismo. 

No quisiera parecer que esté diciendo que este efecto sea malo en sí mismo. De hecho uno de los problemas de nuestro modelo económico ha sido secularmente no haber dispuesto nada más que de un puñado de empresas con el tamaño suficiente para abordar los procesos de internacionalización. Lo que quiero apuntar es que este proceso sea, una vez más en nuestra historia reciente, fruto de un proceso irreflexivo y sea más un “outcome” que un “output”, por usar terminología anglosajona. 

Externalizar como método de ahorro en periodos de contracción presupuestaria como los que vivimos no debería implica necesariamente la privatización de las tareas públicas. Frente a la actuación estatal, la externalización siempre debería tener un carácter excepcional que exige una justificación objetiva para cada una de ellas. 

Por eso, antes de cada una de ellas (y no siempre es así de manera clara) hay que establecer la necesidad específica de esa medida que no puede ni debe basarse exclusivamente en evitar los defectos y carencias de la Administración. En cada caso concreto, el concepto de externalización debería describir con el mayor detenimiento la utilidad o utilidades del proceso y definir con claridad los objetivos del mismo, no limitándose a esgrimir motivos económicos generales de difícil análisis prospectivo y lo que es peor, sin ningún tipo de asunción responsable en una decisión de gestión a menudo trascendente. 

De otro lado, y avanzando, parece necesaria la creciente importancia que debieran tener de los órganos de control externo del sector publico (de los que con franqueza no disponemos creados a tal efecto) y el consiguiente gasto derivado de su incremento: cuanto más diversos y complejos se hacen los nuevos modelos de externalización y financiación, más importantes son las entidades fiscalizadoras que muestran objetivamente las ventajas y desventajas de esos modelos y, por tanto, puedan ofrecer recomendaciones sobre la actuación para el futuro. 

Este aspecto es fundamental en nuestro modelo nacional y no deberíamos posponerlo nuevamente. En demasiadas ocasiones hemos sufrido, y sufrimos, la imposibilidad de disponer de auténticos organismos independientes, fruto de la creciente policitación de nuestra modelo, entre otras causas. 

Desde un punto de vista de análisis microeconómico y centrándonos solo en la eficiencia de la gestión, los descuentos por volumen son de muy difícil cuantificación una vez transferida la externalización y, al tiempo, la perdida de personal propio dificulta, cuando no impide, la incorporación de nuevo conocimiento, situándolo solo en la empresa o empresas que hayan resultado adjudicatarias que, obviamente y salvo que así se especifique y se controle de modo posterior, tan solo estarán interesadas en la prestación de un servicio que maximice su beneficio económico. Lo que es, por cierto, absolutamente razonable y lícito. 

De otra parte, resulta evidente que el Organismo Público concreto no obtiene ventaja en el largo plazo, o lo hará de manera muy difícilmente controlable, del abaratamiento de los costes de la tecnología, del que se aprovecharán los propios proveedores de servicios, y que en muchos casos los ahorros no vienen de realizar una labor más eficiente, sino de realizar negociaciones contractuales más exitosas e imaginativas. 

En resumen, los posibles riesgos de estos procesos presentan, a mi juicio, una triple vertiente: la dependencia de un único proveedor o de un pequeño grupo oligopolístico que se incrementará con el paso de los años, la pérdida paulatina del “know how” sobre las funciones o servicios externalizados, dificultando la marcha atrás si fuera necesario y finalmente, el riesgo de que la elevadas tasas de rotación del personal del proveedor pueden provocar problemas para el mantenimiento o desarrollo de los servicios prestados, así como los niveles de cualificación por debajo de los esperados. 

Tratar de contrarrestarles desde los momento más incipientes de sus procesos debería ser algo que atendiéramos en mucha mayor medida y que formara parte de modo obligatorio en el propio documento de intenciones de los diferentes proyectos, junto con las métricas de medición y los órganos independientes de fiscalización y gestión.

lunes, 21 de octubre de 2013

Generalidad LVI (La Adm. de Justicia como catalizador económico)


Ante una tarea tan esencial como la que al Poder Judicial corresponde, es evidente la necesidad de una reforma que parta de un sincero y explícito reconocimiento: la actual organización judicial española no corresponde adecuadamente a las necesidades de una Administración de Justicia moderna y eficaz. Está, por lo mismo, necesitada de una sistemática y completa puesta al día.”

La cita anterior, podría haber sido pronunciada por cualquiera que haya ejercido alguna competencia en la administración de Justicia española en los últimos años. Es más, podría perfectamente aparecer impresa en la próxima edición de cualquier periódico y pensaríamos que forma parte del mensaje político más actual.

Sin embargo, está fechada en un mes de septiembre del ya lejano año de 1978 y fue pronunciada por Landelino Lavilla que, en aquel momento era, a la sazón, Ministro de Justicia, en el acto de apertura del año judicial.

Que la administración de justicia es la asignatura que hemos pospuesto colectivamente en su necesario proceso de modernización, es algo tan reiterado que se ha convertido en ese tipo de lugar común que comienza a tener el descrédito de lo que largamente se anuncia y no se cumple.
Treinta largos años después, estamos en un punto aparentemente similar al que señalaba el Ministro: necesidades de reforma en las desfasadas plantas judiciales, necesarias modificaciones en procedimientos obsoletos e inyección de medios materiales y personales que situé en la vanguardia al único poder del estado que sigue manejando herramientas tecnológicas inadecuadas, en contraste con los sistemas de elecciones populares, la Hacienda Pública, el Catastro, la Tesorería General de la Seguridad Social y últimamente, la Dirección General de Tráfico, por solo citar algunas de las mas conocidas.

En nuestro descargo, podríamos argumentar que en la actualidad, la Administración de Justicia debe abordar los esfuerzos de modernización en uno de los escenarios económicos más adversos de las últimas décadas. Y obviamente, puede aparecer la sensación de desánimo y de innecesaridad.
Pero, muy al contrario, este contexto debería ser un estímulo para continuar el camino iniciado e incluso, reforzarlo, y no para ralentizarlo. Las consecuencias de no hacerlo de este modo podrían ser nefastas para nuestra economía. Y ese, y no otro, es el eje central de estas líneas.
En los últimos años, la relación entre lo que hemos llamado el funcionamiento eficiente de la Administración de Justicia y el desarrollo económico de los diversos estados nacionales, ha llamado la atención de los muchos economistas, así como de buena parte de los organismos internacionales de crédito.

Sin embargo, hasta hace bien poco, no ya los diferentes actores económicos, sino los propios ciudadanos, se habían mantenido alejados (salvo algún desafortunado y trágico incidente que, de tanto en tanto, situaba a la Justicia en la actualidad), pensando, tal vez, que se trataba de una cuestión técnica ajena a sus actividades diarias y, en cierta forma, politizada. Necesaria, pero lejana.

Pero la crisis en la que nos debatimos tratando de escapar de un temido periodo de recesión, sitúa nuevamente la acción de la Justicia y su potenciador impacto económico en una completa actualidad.

Cabría preguntarse, antes de nada, si merece la pena el esfuerzo. Dicho de otro modo, cuánto y, sobre todo, cómo (si es que lo hace) incide la acción de la  Justicia sobre la economía.
Pues bien, en esta línea, estudios de la OCDE, estiman que la existencia de seguridad jurídica y su adecuado funcionamiento, puede llegar a incidir hasta un 15% en el crecimiento del Producto Interior Bruto nacional.

En países de nuestro entorno, donde afortunadamente no hablamos tanto de seguridad jurídica como de eficiencia en el procedimiento, el porcentaje se sitúa en valores mucho menores, entre un 1% y un 1,5%. Pero, ¿quien renunciaría en este momento a un incremento que superaría ampliamente los 10.000 millones de euros?

Para avanzar con el argumento, demos estos datos como razonables y convengamos, al menos, que parece evidente que nos encontramos frente un tema al que merece la pena prestar una cierta atención, aunque solo fuera desde el punto de vista utilitario. Obviando, por mera simplificación, lo que es evidente: Que la existencia de un sistema judicial óptimo es esencial en la vida del país, muy por encima de estas conclusiones prácticas.

Parece, por tanto, que mejorar nuestra Administración de Justicia, hacerla más eficiente, tiene efectos beneficiosos en la economía. Parece simple, ¿no?. Hagámoslo, podríamos decir.
Pero antes de lanzarnos por este camino algo atolondrado, hagamos un breve receso y antes de hablar del cómo, hablemos un poco del qué. ¿Que queremos decir con eso de una Justicia eficiente? Simplificando al máximo, una justicia eficiente seria aquella que respondiera las siguientes objetivos básicos:
·  
  • Procedimientos centrados en lo esencial: Resolución del conflicto y no el seguimiento de un “ceremonial litúrgico” procesal.
  • Resolverlo del modo más rápido posible.
  • Hacerlo al menor coste para las partes y para la sociedad en su conjunto.
  • Transmitir a los involucrados y a terceros el mensaje claro de no impunidad.

Inducir que el sistema judicial sea utilizado sólo cuando no haya otro mecanismo capaz de proporcionar igual resultado o hacerlo con un menor coste social, tratando de rebajar el proceso de judicialización incremental en el que hemos entrado desde la pasada década y que amenaza con colapsar el sistema en un plazo no muy lejano.

Muy simple, es cierto, pero nos puede bastar como idea para centrar el qué y regresar al cómo.
En la fase en la que nos encontramos actualmente (evaluar  y modernizar tecnológicamente los sistemas judiciales), nuestra propuesta es de nuevo, engañosamente simple: cuestionarnos si los sistemas judiciales que estamos diseñando, lo están siendo precisamente para alcanzar esos objetivos que acabamos de enumerar en cinco puntos. Siendo honestos, creo deberíamos convenir, en que salvo contadas y honrosas excepciones, la respuesta es negativa.

En el momento actual debemos cuestionarlo todo, porque precisamente estamos en una encrucijada en la que no deberíamos permitirnos errores. Estamos en una encrucijada que puede ralentizar nuestro crecimiento décadas, como sucedió con la Alemania de entre guerras o mas recientemente con Japón y en la actualidad, previsible y fatalmente con Grecia. Debemos pararnos y cuestionarlo todo.

Y esto es especialmente grave porque no hacerlo del mejor modo posible, nos lleva a  hipotecar el futuro inmediato. Y ello es así, porque la incidencia de la Justicia sobre la economía, que hemos solo enunciado, tiene que ver con su influencia sobre la producción y los negocios en general.

Y esto es fácil de observar, porque cuando hablamos de procedimiento judicial, lo hacemos de elementos tan comunes como la protección de los derechos de propiedad, la fuerza legal y la coerción judicial a los contratos, de los costos de las transacciones, de la influencia de las expropiaciones, del costo económico de las dilaciones en los señalamientos y del excesivo uso del recurso, etcétera.

Ahora bien, si admitimos que en toda economía de mercado, como la nuestra, la  mayor parte de las inversiones son actos jurídicos, en los sistemas institucionales deficientes la incertidumbre ocasionada por la inseguridad jurídica excede y relega a los tradicionales elementos de incertidumbre (fluctuaciones del mercado, coyuntura, materias primas, tipos de cambio, avances tecnológicos, etc.), por lo que se podría concluir que a mayor seguridad jurídica, a mayor eficiencia en el procedimiento, se produce una mayor capacidad de crecimiento económico.

Y el tema de la eficiencia interesa para determinar algo tan básico como analizar si los recursos, humanos y materiales, son suficientes o correspondería incrementarlos.

Es más, antes de ello, deberíamos analizar si estamos ante un problema de falta de recursos o es más un tema de productividad, que puede verse ampliamente mejorado con el uso de tecnologías de la información, como ya ha sucedido en muchos otros ámbitos, tanto privados o públicos con anterioridad.

Reducir, por tanto, la incertidumbre, mejorar la eficiencia y modernizar tecnológicamente (con elementos que por cierto, y esta es una magnífica noticia, son ya viejos en otros ámbitos) es una prioridad que no podemos permitirnos el lujo de posponer como nación otra década más.

jueves, 17 de enero de 2013

Generalidad LV (Una necesaria renovación moral)

Empecemos con algo que gusta por igual a la mayoría de los políticos y directivos de compañías privadas que conozco: el lugar común. Ese amigo de los niños, que diría el bueno de mi amigo Justo. Vamos a ello: Vivimos tiempos convulsos. Ya está dicho.
Muchos factores hay que expliquen este panorama, la mayor parte de ellos económicos es cierto, pero no son ni mucho menos los únicos, ni por supuesto las razones primeras ni las últimas. Se habla, entre otros y cada vez más, de la falta de ética o de la ausencia de moralidad como uno de los elementos básicos en toda esta agitación. Puede ser y creo probable que así sea. Pero como me siento incapaz de hablar de temas morales con cierta solvencia y mínima autoridad, este no será el guion de mi discursito.
Definamos en primer lugar de manera adecuada para tratar de entendernos. Convengamos en llamar simplificadamente moral al conjunto de normas por las que el hombre se rige la conducta en concordancia con la sociedad en la que habita y consigo mismo, y ética, al estudio racional, entre otras cuestiones, de la propia moral.
Es decir, la moral es algo así como la legislación rige el comportamiento y la ética, la ciencia que trata de estudiarla. Por tanto, podemos decir que una idea es moral o amoral respecto a un referente concreto, y por tanto cambiante, pero sería ridículo definirlo como ético. Podríamos estudiar la conducta desde un punto de vista ético, pero no definirlo con ese adjetivo.
En fin, yo hablaré de algo más terroso y aparentemente sencillo. De la integridad. De esa moralidad en pantuflas que, aunque sirve comúnmente como sinónimo de la misma, baja a una cotidianeidad mucho más palpable y de manejo más simple. A menudo resulta difícil definir una acción como inmoral, pero es mucho más sencillo tacharla de ausente de integridad.
Sobre aquello que consideramos integro y damos en definirlo como tal, decía el norteamericano Stephen L. Carter que hay tres elementos claves para tratar de definir este esquivo concepto: Distinguir, mediante la reflexión y el análisis, lo justo de lo injusto; ser capaz de actuar en consecuencia, aunque suponga un coste personal y finalmente, declarar sin ocultación, la adhesión a lo que consideramos justo o simplemente correcto.
Esta definición, discutible sin duda, no deja de ser una referencia que me resulta válida para avanzar en el tema, ubicando definitivamente a la integridad en los dominios esquivos de la propia conciencia, de la propia e intransferible acción reflexiva que nos lleva a distinguir lo correcto de lo que no lo es. Y aquí radica lo difícil del proceso, el segundo y tercer paso (la actuación consecuente y la declaración sin ambages) precisan de valentía, es cierto, de grandes dosis de coraje, pero el primero requiere capacidad analítica, discernimiento y un marco de referencia en la discriminación de lo óptimo (lo que nos llevaría sensatamente al absoluto relativismo de la óptica híper racionalista de Nietzsche, pero que vamos a descartar por lo complejo y estéril del debate a que me precipita).
Admitiendo, por tanto, la imperfección del discurso como necesario para el mínimo avance intelectual, lo que resulta palmario es lo importante que resulta acertar en esa primera fase reflexiva cuando sancionamos la corrección de una postura. Tanto es así que uno puede perfectamente actuar con integridad pero haberse equivocado por completo en el juicio previo. Pensemos en la idea de integridad tan diferente que subyace en un régimen fascista o en la estructura de un ejército o en una célula terrorista, por solo citar algunos ejemplos. Es más, si el proceso de discernimiento es genuino y honesto, podíamos declarar a la persona criminal o imbécil, pero desde su óptica concreta y la de su colectivo de referencia podría ser perfectamente integra (al menos desde la virtual infinitud de “integridades” a la que nos enfrentamos). Acertar es francamente difícil y mucho más si lo sometemos al arbitrio del tiempo. La denuncia de un judío emboscado en la Alemania de 1941 era un acto integro para la moralidad imperante, pero desde la consideración posterior se ha convertido en una iniquidad.
¿Hablamos, por tanto, solo de integridad cuando la acción corresponde con el sentir de la mayoría? ¿Es por tanto la acción integra necesaria de revisión permanente? Es evidente me parece. El concepto de lo integro dos siglos atrás no se corresponde exactamente con lo que hoy definiríamos como tal. Y lo mismo sucede con culturas o marcos religiosos diferentes aún en el mismo tiempo histórico.
La enorme dificultad a la que nos aboca este proceso es a la tarea individual de tratar de descarnar los zócalos mentales que nos sustentan y en ese proceso de deconstrucción, buscar los mínimos valores compartidos (si es que existieran) que permitan establecer un mínimo de integridad que podamos compartir al margen de la temporalidad, la distancia y los referentes socio culturales.
Parece, por ejemplo, que la intuición, si es genuina, puede ayudar en el proceso de discernimiento. En cierto modo, las actitudes consideradas integras (no olvidemos que la integridad está enmarcada fundamentalmente en el campo de la acción mas que de las ideas) lo son no por su esencia, sino por la aceptación por una colectividad.
En cualquier caso (y este es el elemento que me interesa), llama la atención aunque no tanto tras lo expuesto en el párrafo anterior, que Carter dijera que la integridad es cara (“expensive”), pero bien pensado hay que darle la razón: cuesta cara, es casi un lujo. Más o menos, por la misma razón por la que la simple sinceridad acarrea problemas, y es más rentable expresarse en términos de lo políticamente correcto o como decíamos al principio en ese gran foro del lugar común. Se está más aceptado por el colectivo y de modo contrario se inicia el frío y feo camino de la exclusión social. Pero es un camino que no podemos dejar de recorrer.
Creo que nuestras sociedades sufren una ausencia de referentes morales que venían fundamentalmente de campos como la religión o la política. En los últimos tres siglos nuestra civilización avanzó en la creación de una nueva moral, eminentemente racional y laica, pero desde la última mitad del siglo pasado y con especial violencia desde los ochenta, hemos dejado todo en aras de la laxitud de una moralidad puramente económica. Y aunque su virulencia nos haya asustado tanto que hemos empezado a incorporar elementos como la responsabilidad social corporativa o conceptos como la sostenibilidad, la realidad es que en esencia la ausencia de límites lógicos (o no tanto, pero límites al fin) que siempre ha supuesto los códigos éticos, nos precipita a la jungla de la ley del más fuerte. Sin duda, el poder económico, el poderoso caballero de Quevedo.
Creo que disponer de una nueva moralidad, digamos civil, sería algo bueno. Más que eso, necesario. Obviamente revisable y mutable como toda moralidad. Pero es mejor una mala ley que ninguna. Y en el mundo global que nos toca ya vivir, esto es básico. Lo contrario nos está llevando a la repugnancia cada vez que leemos un periódico.
 
Y para terminar, otro lugar común. No tratemos de cambiar el mundo, cambiemos nosotros. Aunque sea poco. Busquemos ser referentes de esa moralidad en zapatillas, demostrar que es posible. Hagamos nuestra aquellas hermosas frases del Cyrano de Rostand:
 
"- ¿Por qué actúas así?
- Erré en el camino, busqué el sendero apropiado a mi destino y lo encontré.
- ¿Cual?
- Pues de todos el más sencillo, decidí ser un hombre admirable, no un pillo.”

viernes, 4 de enero de 2013

Generalidad LIV

La inercia de las infraestructuras, de las entretelas de una sociedad, eso que llamamos de manera común la vida cotidiana, constituye una parte de lo que Hans Dieter Schäfer definió, hace algo más de treinta años, como la conciencia disociada. Las cafeterías siguen ofreciendo café, la formación de los escolares requiere estudio, las familias y amigos se congregan en las celebraciones y el abuelo enfermo aún requiere que se le cuide.

Aun cuando sea evidente que en el último lustro ciertos niveles de nuestra sociedad estén transformándose a un ritmo vertiginoso, un número incontable siguen siendo exactamente como eran. Y es nuestra propia vida diaria la que con su mecanicismo, su maquinal discurrir, está impidiendo no solo que veamos la increíble transformación de nuestra sociedad, sino impide, en cierto modo, una reacción vivaz y poderosa. Algo que no deja de resultar llamativo.

De otro lado, el mantenimiento (incluso el fortalecimiento) de estructuras como la familia, la comunidad, del tipo que sea, o de comportamientos sustitutivos como la caridad frente a la solidaridad, por solo citar alguno, impide que seamos plenamente conscientes de que avanzamos en una senda de honda escisión social y que está generando nuevos grupos de excluidos y de pertenecientes. Que en definitiva, está cambiando la propia esencia de las costuras que definen y mantienen cualquier colectivo, cualquier sociedad: la definición de las características de inclusión al colectivo. La propia integración social en definitiva.

El proceso de integración y de exclusión existe en cualquier sociedad por el simple hecho de serlo. Y es básico para entenderlas. La nuestra está haciendo dos cosas y a toda velocidad: Modificar los procesos de exclusión y aún más grave, normalizarlos. Deberíamos reflexionar algo más sobre ello.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Generalidad LIII (El Declive del Estado-nación)

La construcción de los Estados-nación en los siglos XIX y XX fue en buena medida, y no creo pueda negarse, el resultado de logros extraordinarios de eso que hemos dado en llamar de modo genérico “sector público”. La larga lista de éxitos incluye elementos tan cruciales la educación universal, los distintos sistemas de pensiones así como otras formas de ayudas y subvenciones económicas, la reducción generalizada de los índices de pobreza, la construcción de redes y sistemas eficientes de transporte como no se habían avanzado desde los tiempos del imperio romano, las regulaciones sensatamente prudenciales de la actividad económica y la promoción de la ciencia y la tecnología, por solo citar algunas. Gracias al buen trabajo de los aparatos estatales, la población de estos países amplió sus tasas de supervivencia, se redujo la miseria urbana, disminuyó drásticamente la mortalidad infantil y muchas enfermedades endémicas fueron eliminadas con masivos sistemas de vacunación que aún conservamos en nuestros sistemas públicos de salud.

Cabe preguntarse como los estados consiguieron tales éxitos, si la idea de eficacia y eficiencia en los rendimientos de los insumos públicos no estaba siquiera esbozada. Hay múltiples razones, pero buena parte de la respuesta tiene que ver, creo, con los progresos que se dieron en la maquinaria de gobierno, y en particular en dos aspectos sobre los que quiero centrarme: la introducción del sistema de mérito en el empleo público y el presupuesto moderno.

Los gobiernos tuvieron éxito en la construcción de los estados nacionales porque consiguieron atraer a los mejores al servicio público y en segundo lugar porque, aunque de un modo que ahora nos puede parecer simple, consiguieron establecer una estructura y un límite a la estructura de gasto público al tiempo que se vinculaban estos con la captación de recursos presupuestarios (y creando al tiempo una nueva importantísima característica a la definición de ciudadanía: aquel que sostiene con sus impuestos el aparato de prestaciones estatales al margen de cuestiones de raciales o confesionales).

Ambas características se encuentran en declive y aunque los procesos son largos, la trascendencia de lo que se apuesta es tal que merece unos minutos de reflexión.

La función pública, amen de haber perdido una ética en la prestación del servicio (dando por sentado que alguna vez la tuvo heredada de aspectos ideológicos e incluso religiosos), ha sido erosionada por poderosas fuerzas socioeconómicas, entre ellas la creciente distancia entre la remuneración publica y las oportunidades en el sector privado, la dependencia creciente en el mercado y en los contratistas privados para la provisión de servicios públicos y el declive generalizado en la estima que se tiene por los funcionarios públicos (tema este que en sí mismo merece discusión aparte).

Y el presupuesto se ha quedado obsoleto desde dos ámbitos. Por un lado, no es un solo un contrato, ya que desempeña otras funciones además de la asignación de los recursos públicos. Es una apelación política a los votantes, una declaración de las ambiciones gubernamentales, una guía de política económica, una base sobre la que organizar las actividades y el trabajo gubernamental, un proceso para extender las decisiones del pasado hacia el futuro y una forma de financiar las diversas actividades públicas. Y de otro, aún con excepciones notables, los presupuestos rara vez parten del rendimiento de las inversiones para la elaboración futura de los mismos. Del mismo modo que no fijamos la retribución de los funcionarios en base al rendimiento, o no responsabilizamos a los directivos públicos por los resultados. Los esfuerzos por presupuestar en base al rendimiento casi siempre fracasan, al igual que las reformas que intentan vincular salarios y rendimiento. La contabilidad de costes es un requisito de esta versión ampliada y necesaria del presupuesto por resultados y pocos gobiernos han invertido en ello porque tienen pocos incentivos para hacerlo. Frente a lo que sucede en el sector privado, no existe la necesidad de recuperar costes y raramente cobran por los servicios en función del consumo realizado.

Lo anterior, junto con muchos otros factores de influencia, ha generado una cultura del gobierno de la cosa pública con débil nivel de asunción de responsabilidades, falta progresiva de profesionalidad en la función pública e incremento de la corrupción, del tipo que sea. Y lo que es peor, y es el nudo central de mi idea, la erosión del propio Estado tal y como lo entendemos.

El Estado-nación jugó un papel crucial en la construcción de la democracia y el mercado actuales. El mundo sería más pobre, menos democrático y los individuos menos libres y con menor nivel de acceso a servicios públicos si el Estado no hubiera florecido en el siglo pasado. No es una casualidad que el Estado-nación creciera en tamaño y prominencia, al mismo tiempo que se expandieron los mercados y los individuos ganaban en prosperidad y libertades. Pero, como otras instituciones antiguas, el Estado se esta descomponiendo lentamente y la demanda de rendimientos, de eficacias, ha dirigido la atención colectiva a sus disfunciones.

Los agravios de los ciudadanos contra sus Estados-nación son formidables: se le acusa de estar distante de las necesidades reales de sus ciudadanos, de hacer un diseño y una entrega uniformada y despilfarradora de sus servicios, de haber creado una burocracia compleja y fría, de tener procedimientos rígidos y complejos que inhiben el rendimiento y se convierten más en fines que en medios, de ser insensible a las necesidades e intereses de los ciudadanos, de estar mas dedicado al control formalista que a los resultados y, más últimamente, de ser  incapaz de enfrentarse a las fuerzas de la globalización que atraviesan y desgarran las fronteras de los Estados.

La demanda contra el Estado-nación por su bajo rendimiento descansa, en mi opinión, en dos razonamientos: uno gerencial, de pura gestión y otro de tipo más político. El primero nos aboca a nuevos medios de prestación de servicios y el segundo, a nuevos esquemas de distribución del poder político.

El problema del razonamiento político es que todas las posibles alternativas al Estado-nación presentan un “déficit democrático”, un eufemismo con el que disimulamos sus serias deficiencias. Y la disyuntiva es si conviene sacrificar un poco (o quizás mucho) la democracia política en el altar del rendimiento como un precio razonable para conseguir el resultado deseado.

Este punto de vista que puede parecer un tanto difuso es evidente y lo estamos viviendo con extrema nitidez en la actualidad con las propuestas que nos llegan desde las nuevas instituciones internacionales que se han auto-legitimado como nuevas formas de gobernabilidad que carecen de requisitos elementales de la democracia política (no hay más que pensar en el poder actual del FMI o del BCE sobre las vidas de millones). Y también lo es desde la presión que sufren los Estados-nación desde hace décadas para descentralizar los servicios entregando su control operativo a los gobiernos regionales y locales. El argumento en defensa de la descentralización es que los gobiernos nacionales están muy distantes y muy sujetos al criterio de la única talla para acomodarse a las diferencias en necesidades y preferencias más locales.

¿Y el futuro más inmediato? La rendición eficiente de resultados de los Estados-nación como derecho para las personas que los conformen seguirá, a mi juicio, dos caminos diferentes: Uno es el del reconocimiento de los derechos como parte de la ciudadanía y el otro la asociación de estos derechos al poder de un cliente en una relación contractual.

El primero ve el rendimiento como producto del trabajo de organizaciones publicas, el segundo lo trata a través de la pura competencia de los mercados. Las dos fórmulas pueden coexistir, pero el punto de equilibrio entre las dos puede variar considerablemente según los países. En el mismo país algunos servicios pueden ser provistos simultáneamente por el Estado y el mercado. Camino en el que estamos, en concreto España, claramente embarcados.

Y no hay que olvidar algo que es un hecho indiscutible: el creciente distanciamiento de los ciudadanos de la vida política en muchos países democráticos, bien porque los beneficios que se esperan del Estado se consideran derechos adquiridos o porque se consideran inadecuados o devaluados.

No es exagerado afirmar que en el futuro buena parte del carácter del Estado-nación va a depender de cómo se resuelva la tensión entre los modelos de cliente o ciudadano de estos derechos. El Estado rendirá de forma diferente en función de que trate a las personas como ciudadanos o como clientes.
En todo caso, el declive del Estado-nación empieza aquí, en la conversión de los ciudadanos en clientes.