viernes, 4 de enero de 2013

Generalidad LIV

La inercia de las infraestructuras, de las entretelas de una sociedad, eso que llamamos de manera común la vida cotidiana, constituye una parte de lo que Hans Dieter Schäfer definió, hace algo más de treinta años, como la conciencia disociada. Las cafeterías siguen ofreciendo café, la formación de los escolares requiere estudio, las familias y amigos se congregan en las celebraciones y el abuelo enfermo aún requiere que se le cuide.

Aun cuando sea evidente que en el último lustro ciertos niveles de nuestra sociedad estén transformándose a un ritmo vertiginoso, un número incontable siguen siendo exactamente como eran. Y es nuestra propia vida diaria la que con su mecanicismo, su maquinal discurrir, está impidiendo no solo que veamos la increíble transformación de nuestra sociedad, sino impide, en cierto modo, una reacción vivaz y poderosa. Algo que no deja de resultar llamativo.

De otro lado, el mantenimiento (incluso el fortalecimiento) de estructuras como la familia, la comunidad, del tipo que sea, o de comportamientos sustitutivos como la caridad frente a la solidaridad, por solo citar alguno, impide que seamos plenamente conscientes de que avanzamos en una senda de honda escisión social y que está generando nuevos grupos de excluidos y de pertenecientes. Que en definitiva, está cambiando la propia esencia de las costuras que definen y mantienen cualquier colectivo, cualquier sociedad: la definición de las características de inclusión al colectivo. La propia integración social en definitiva.

El proceso de integración y de exclusión existe en cualquier sociedad por el simple hecho de serlo. Y es básico para entenderlas. La nuestra está haciendo dos cosas y a toda velocidad: Modificar los procesos de exclusión y aún más grave, normalizarlos. Deberíamos reflexionar algo más sobre ello.

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