martes, 23 de agosto de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 25)

Pienso ahora que haber escrito a mi madre precipito un tanto las cosas. Imaginaba su lógica incomprensión ante la tontería de ir a buscar a una desconocida que seguramente llevaría muerta meses. Por no hablar de mi falta de pericia en todo aquello que no sucediese en un salón alfombrado y del hecho de que era un fugado de la justicia en mi país al que seguramente habían puesto precio los Bedia y los Ulloa o todos al tiempo.

Por todo ello, una extrañamente fría mañana de noviembre, terminé hablando con don Juan en su despacho sobre mis intenciones. No de las verdaderas, por supuesto. Le hablé de mi deseo de viajar a Montevideo y hacer buena la posibilidad que me ofreción de vivir en la ciudad. No le confesé realmente nada, tan solo que mi hastío de la vida rural y la necesidad de pasear por calles algo más pobladas.

Como quiera. De cualquier modo ya sabe que puede recurrir a mí cuando lo necesite.

Gracias señor. Lo sé y sepa que en este año, su casa y su familia no solo han sido lo más parecido a estar en la mía, sino que han hecho olvidarme en muchas ocasiones de lo que me había sucedido.

El armador escribió una carta en la que ordenaba a su contable en la ciudad, un tal Urquiza, que pusiera a mi disposición la cuantía que me correspondía por la venta del barco, que al parecer ya se había realizado.

Algo más de lo que habíamos previsto. Verá que le dará holgadamente para alquilar una bonita casa y no tener que dormir en el galpón de Spiro. Hizo un breve silencio. Al menos, no siempre

Por mi cara entendió que no tenía idea de lo que hablaba y soltó una risotada.

No se preocupe Simón, es una broma. El galpón de Spiro es el burdel más famoso de todo Montevideo y probablemente, de todo el Rio de la Plata.

Aceleré mi marcha al día siguiente para evitar un impase, que decían por acá. Todos me despidieron con gran amabilidad y me costó dejar la blandura de este refugio. Afortunadamente no tuve que hacerlo del joven Juan que estaba de viaje. Imagino que me habría resultado especialmente penoso volver a dejar atrás más amigos.

Partí de pasajero en un envío de cuero con cinco hombres más y veinte mulas. Hicimos todo el camino con una lentitud desesperante. El viaje duró dos noches y casi un día y medio. Hacía mucho calor y las noches no eran mucho mejores, amén de la poca costumbre que tenía de dormir en el suelo.

Finalmente, avistamos las primeras casas. En las calles, los lugareños, se apiñaban para vernos pasar. La muchachada silbaba y gritaba, formando una algazara endiablada. Fuimos al puerto, a un almacén del armador, en el que un empleado que se daba aires, gritaba como un turco a todo el mundo.

Sabía de su llegada. Nos vociferó desde el fondo. Espere un rato sentado ahí y le traerán un refrigerio. Un poco más tarde le llevaré yo mismo al hotel.

Sacudiéndome el polvo de las botas, me derrumbé en una destartalada silla y me decidí a esperar fumando, mientras acariciaba el pañuelo en mi bolsillo.

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