lunes, 16 de julio de 2012

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito ( y Capítulo 32)

Viajé al sur durante semanas con la gente de Gerchunoff. Indagué en tristes pueblos y pobres recovas con discreción y finalmente, sin ella. Intimé con gauchos, putas, perros con sarna y militares en rebeldía. Peleé con alguno de los anteriores y perdí dos dedos en malas circunstancias. No encontré a Lía, pero a modo de redención recibí noticia de Tacará por extrañas vías que no vienen al caso. Mi madre había muerto de modo repentino. Don’t tell your father to suck eggs, pensé acordándome de ella y no supe bien el motivo.
Tras de aquello olvidé muchas cosas más en mi vida, casi hasta mi nombre verdadero, Cuchito, el que ella siempre usó, y aprendí otras aunque no tan importantes. Me hice pasar incluso por cura durante un tiempo y confesé a varios y bauticé quince niños a los que no creo que hiciera ni bien ni mal aquello. Recibí una cuchillada en la mejilla en una romería a santa Rita que me acompañó ya para siempre y me otorgó un cierto aire proxeneta. También tuve unas fiebres cerca de un lago cuyo nombre no recuerdo y  que a punto estuvieron de terminarme.
Comencé a pensar que mandar a los intrusos a la cárcel no es lo que otorga tranquilidad a los amos. Poco a poco, dejé de preocuparme por ser confundido, por ser delatado a cada doblar de esquina. Acertáis al suponer que no fui feliz y no lo soy aun hoy. La vida es algo difícil por acá y confieso que ya no dudo si mi arrojo o mi insensatez de hace años valió la pena. Estoy convencido de que no.
Un día creí reconocer en un despojo zarrapastroso con pollera verde a la que era mi obsesión. Educada para ir a la ópera, hablar francés con la servidumbre y tocar el piano en las reuniones dominicales, ahora lavaba ropa en un arroyo que era puro pedregal, fregaba, remendaba e incluso carneaba capones. Yo transportaba por aquel tiempo una caldera para quesos y media docena de cencerros con hebillas y paños de invierno para vestir. Llovía, creo, una garúa muy fina. La miré un rato largo y no hice nada. Tras tanto tiempo no me atreví a hablarle. No hacía falta ya. No quería comprobar la mentira que me había permitido sobrevivir.
Me fui a la taberna más próxima para visitar a mi animal. Bebí pisco piurano de uva y comí también algo de puchero con maíz. Junto a mí, lo que parecía un marinero buscavidas patagón comenzó a hablarme en un español impostado y con un fuerte acento gringo. Al parecer, había estado con los geógrafos que formaron parte de la Comisión de Límites y fue uno de los primeros en asentarse en el Lago Viedma. Hablamos durante horas de las tierras del gran sur con sus tormentas de arena sobre las pampa desiertas en verano, y con el frío y la nieve que castiga en invierno, donde al parecer pasó tres con el mínimo de alimentación... y seis meses más sin ver persona alguna, completamente solo entre los Andes. Me sentía un poco mejor, no sé si por el pisco o por la charla.
Hablaba de como un familiar murió y le dejó treinta mil dólares a él y una pequeña familia de tres miembros. De como tomó sus diez mil y partió para ver un poco más del mundo. En realidad, se trataba del asalto a un banco de Winemuca en Nevada. Ahora estaba solo y muy lejos de allá, es cierto, de manera que mentía en ese dato, innecesario ciertamente. Daba cuenta de su patrimonio ganadero. Trescientas cabezas de vacunos, un millar de ovinos, y más de dos docenas de caballos de silla, además de dos peones y la alusión al rancho como a una buena casa de cuatro habitaciones, galpones, establo y gallinero. Pero se quejaba de que a pesar de todo, arrastraba su soledad, la falta de una cocinera y su estado de amarga soltería y mal vivir. Luego, agregaba otras quejas inconexas de menor importancia. Viajaba hacía Chile por el sendero cordillerano de Cochamó. A llevar ganado y buscar hembrita, como cada año, según me dijo.
Al dejarle y salir al raso sentí tal nostalgia, tal vacío, tal nausea en mi memoria que en ese mismo instante dejé la caldera y el resto de los trebejos y comencé mi viaje de regreso a Tacará a la que espero llegar en unos pocos meses.
Pero a medida que los días avanzan y me acercó a la que fue mi casa y que ya casi no siento como mía no puedo dejar de pensar en que todo ha sido inútil, que mi propia vida lo ha sido en cierto modo.

Dilapidada. Como casi todas, imagino.

1 comentarios:

Sierra dijo...

Qué gusto leerte! Como siempre...
Un tsunami de besitos
Miryam