Empecemos con
algo que gusta por igual a la mayoría de los políticos y directivos de
compañías privadas que conozco: el lugar común. Ese amigo de los niños, que
diría el bueno de mi amigo Justo. Vamos a ello: Vivimos tiempos convulsos. Ya
está dicho.
Muchos factores
hay que expliquen este panorama, la mayor parte de ellos económicos es cierto,
pero no son ni mucho menos los únicos, ni por supuesto las razones primeras ni
las últimas. Se habla, entre otros y cada vez más, de la falta de ética o de la
ausencia de moralidad como uno de los elementos básicos en toda esta agitación.
Puede ser y creo probable que así sea. Pero como me siento incapaz de hablar de
temas morales con cierta solvencia y mínima autoridad, este no será el guion de
mi discursito.
Definamos en
primer lugar de manera adecuada para tratar de entendernos. Convengamos en llamar
simplificadamente moral al conjunto de normas por las que el hombre se rige la
conducta en concordancia con la sociedad en la que habita y consigo mismo, y ética,
al estudio racional, entre otras cuestiones, de la propia moral.
Es decir, la
moral es algo así como la legislación rige el comportamiento y la ética, la ciencia
que trata de estudiarla. Por tanto, podemos decir que una idea es moral o
amoral respecto a un referente concreto, y por tanto cambiante, pero sería
ridículo definirlo como ético. Podríamos estudiar la conducta desde un punto de
vista ético, pero no definirlo con ese adjetivo.
En fin, yo
hablaré de algo más terroso y aparentemente sencillo. De la integridad. De esa
moralidad en pantuflas que, aunque sirve comúnmente como sinónimo de la misma,
baja a una cotidianeidad mucho más palpable y de manejo más simple. A menudo
resulta difícil definir una acción como inmoral, pero es mucho más sencillo
tacharla de ausente de integridad.
Sobre aquello que
consideramos integro y damos en definirlo como tal, decía el norteamericano Stephen
L. Carter que hay tres elementos claves para tratar de definir este esquivo concepto:
Distinguir, mediante la reflexión y el análisis, lo justo de lo injusto; ser
capaz de actuar en consecuencia, aunque suponga un coste personal y finalmente,
declarar sin ocultación, la adhesión a lo que consideramos justo o simplemente correcto.
Esta
definición, discutible sin duda, no deja de ser una referencia que me resulta
válida para avanzar en el tema, ubicando definitivamente a la integridad en los
dominios esquivos de la propia conciencia, de la propia e intransferible acción
reflexiva que nos lleva a distinguir lo correcto de lo que no lo es. Y aquí
radica lo difícil del proceso, el segundo y tercer paso (la actuación
consecuente y la declaración sin ambages) precisan de valentía, es cierto, de
grandes dosis de coraje, pero el primero requiere capacidad analítica, discernimiento
y un marco de referencia en la discriminación de lo óptimo (lo que nos llevaría
sensatamente al absoluto relativismo de la óptica híper racionalista de Nietzsche,
pero que vamos a descartar por lo complejo y estéril del debate a que me
precipita).
Admitiendo,
por tanto, la imperfección del discurso como necesario para el mínimo avance
intelectual, lo que resulta palmario es lo importante que resulta acertar en
esa primera fase reflexiva cuando sancionamos la corrección de una postura.
Tanto es así que uno puede perfectamente actuar con integridad pero haberse
equivocado por completo en el juicio previo. Pensemos en la idea de integridad
tan diferente que subyace en un régimen fascista o en la estructura de un ejército
o en una célula terrorista, por solo citar algunos ejemplos. Es más, si el
proceso de discernimiento es genuino y honesto, podíamos declarar a la persona
criminal o imbécil, pero desde su óptica concreta y la de su colectivo de referencia
podría ser perfectamente integra (al menos desde la virtual infinitud de
“integridades” a la que nos enfrentamos). Acertar es francamente difícil y
mucho más si lo sometemos al arbitrio del tiempo. La denuncia de un judío emboscado
en la Alemania de 1941 era un acto integro para la moralidad imperante, pero
desde la consideración posterior se ha convertido en una iniquidad.
¿Hablamos, por
tanto, solo de integridad cuando la acción corresponde con el sentir de la
mayoría? ¿Es por tanto la acción integra necesaria de revisión permanente? Es
evidente me parece. El concepto de lo integro dos siglos atrás no se
corresponde exactamente con lo que hoy definiríamos como tal. Y lo mismo sucede
con culturas o marcos religiosos diferentes aún en el mismo tiempo histórico.
La enorme
dificultad a la que nos aboca este proceso es a la tarea individual de tratar
de descarnar los zócalos mentales que nos sustentan y en ese proceso de
deconstrucción, buscar los mínimos valores compartidos (si es que existieran)
que permitan establecer un mínimo de integridad que podamos compartir al margen
de la temporalidad, la distancia y los referentes socio culturales.
Parece, por
ejemplo, que la intuición, si es genuina, puede ayudar en el proceso de discernimiento.
En cierto modo, las actitudes consideradas integras (no olvidemos que la
integridad está enmarcada fundamentalmente en el campo de la acción mas que de
las ideas) lo son no por su esencia, sino por la aceptación por una
colectividad.
En cualquier
caso (y este es el elemento que me interesa), llama la atención aunque no tanto
tras lo expuesto en el párrafo anterior, que Carter dijera que la integridad es
cara (“expensive”), pero bien pensado hay que darle la razón: cuesta cara, es
casi un lujo. Más o menos, por la misma razón por la que la simple sinceridad
acarrea problemas, y es más rentable expresarse en términos de lo políticamente
correcto o como decíamos al principio en ese gran foro del lugar común. Se está
más aceptado por el colectivo y de modo contrario se inicia el frío y feo
camino de la exclusión social. Pero es un camino que no podemos dejar de
recorrer.
Creo que
nuestras sociedades sufren una ausencia de referentes morales que venían
fundamentalmente de campos como la religión o la política. En los últimos tres siglos
nuestra civilización avanzó en la creación de una nueva moral, eminentemente racional
y laica, pero desde la última mitad del siglo pasado y con especial violencia
desde los ochenta, hemos dejado todo en aras de la laxitud de una moralidad
puramente económica. Y aunque su virulencia nos haya asustado tanto que hemos
empezado a incorporar elementos como la responsabilidad social corporativa o conceptos
como la sostenibilidad, la realidad es que en esencia la ausencia de límites
lógicos (o no tanto, pero límites al fin) que siempre ha supuesto los códigos
éticos, nos precipita a la jungla de la ley del más fuerte. Sin duda, el poder
económico, el poderoso caballero de Quevedo.
Creo que
disponer de una nueva moralidad, digamos civil, sería algo bueno. Más que eso, necesario.
Obviamente revisable y mutable como toda moralidad. Pero es mejor una mala ley
que ninguna. Y en el mundo global que nos toca ya vivir, esto es básico. Lo
contrario nos está llevando a la repugnancia cada vez que leemos un periódico.
Y para
terminar, otro lugar común. No tratemos de cambiar el mundo, cambiemos
nosotros. Aunque sea poco. Busquemos ser referentes de esa moralidad en
zapatillas, demostrar que es posible. Hagamos nuestra aquellas hermosas frases
del Cyrano de Rostand:
"- ¿Por qué
actúas así?
- Erré en el
camino, busqué el sendero apropiado a mi destino y lo encontré.
- ¿Cual?
- Pues de
todos el más sencillo, decidí ser un hombre admirable, no un pillo.”
1 comentarios:
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