miércoles, 20 de enero de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 3)

En la colonia, y la colonia era no mucho más que la propia Tacará, porque el resto no eran más que pasto de indios y negros cimarrones, de los que no se podía esperar nada mejor que una buena puñalada; las clases sociales estaban tan divididas que podías perfectamente convivir en el mismo espacio y desconocer tranquilamente su existencia. Era tal que estar desnudo frente a una maceta. El pudor no es algo que puedas sentir frente a lo que no consideras tu igual.
Los negros eran traídos en barcos inmensos desde Angola y Mozambique y en tales condiciones que solían llegar vivos solo uno de cada cuatro de las lejanas casas de esclavos. Tanto era así, que a los que mercaban con ellos en el puerto chico les solían tener, tras el desembarco, unos días con comida y jergón de paja seca para que mejorasen el melancólico aspecto y poder sacar así algún dinero más.
En la hoja local, el imparcial tacarano se llamaba desde que tengo uso de razón, verdadero tablón de anuncios y libelo, sorprendentemente siempre oficial, se podían leer anuncios clasificados del tipo: "Vendo esclavo negro, cocina la yuca y trabaja la tierra", junto con anuncios de “vendo embarcación inglesa con curvas de algarrobo en quilla y codaste, roda de curupay y planeros de roble, viraro e incienso, cubierta de petiribí y tornillos de acero inoxidable”. Ni que decir tiene que siempre preferí los segundos.
Los esclavos negros, como digo, andaban por Tacará generalmente muy mal vestidos, sin ningún criterio y amor al buen combinar de colores y tejidos, con chaquetas y pantalones de bayetón, por lo general descalzos o con ojotas de cuero de cerdo. En mi familia, llevábamos a gala ataviarles con las sobras de los armarios, con lo que solían andar muy ufanos pero algo ridículos con sus pantalones muy largos o muy cortos, según la línea concreta de la herencia que hubieran en suerte.
Cosa distinta eran los indios que se empleaban en las minas de oro y plata de las sierras, pues deben saber en Tacará se llamaban sierras a montes de tres kilómetros, y para cultivar el ganado. No gozaban de ningún derecho, es cierto, pero no eran formalmente esclavos. Eran vasallos del rey de España pero no gozaban de ninguno de los beneficios de la ley. A estos se les tenía prohibido andar a caballo, sentarse en misa, frecuentar teatros y aunque se les pagaba por su trabajo, siempre eran unas pocas monedas de miseria. Indefectiblemente las gastaban en pulco o chicha y andaban, pues, siempre borrachos cuando libraban, que era lo más, un rato los domingos.
Los criollos de Tacará no tenían los mismos derechos que los españoles de la península y esto siempre marcó a fuego un odio violento y sordo hacia el gallego que tenía una buena parte de envidia mal disimulada. Se daba el caso de que las familias de mayor empaque mandaban a las jóvenes casaderas a España de la que regresaban en la medida que trajesen primogénito nacido en la madre patria. Nato o en preñez, que tanto daba. Las clases privilegiadas de Tacará estaban llenas, por tanto, de segundones criollos que antes y sobre todas las otras cosas, odiaban a sus hermanos mayores de pura raza.
Como vemos era la Tacará de mi infancia y mocedad, un hervidero de odios, resquemores y tumores que no daban la cara. La clásica bombonera putrefacta, para entendernos pronto.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Y para cuándo el capítulo 4?

La Heredera