lunes, 5 de julio de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 8)

El día posterior lo pasé oculto en un pequeño almacén del arribe de la jangada que unía Tacará con las provincias de la selva. Las horas pasaron con lentitud en una somnolencia que tenía mucho de febril y se mezclaba con una resaca que terciaba por no desaparecer.
A medida que la tarde caía de nuevo, comencé a comprender, tal vez por vez primera, perdida la mirada en los rayos de luz roja que se filtraban por la tablazón de las paredes que daban a poniente, la terrible importancia de lo sucedido, su carácter irreversible, la fatalidad de lo que pareciendo falso era ya, sin duda, pasado cierto.
¿Cómo habrían recibido en casa la noticia? ¿Realmente estaría muerto Ramiro? ¿Cómo volver atrás? ¿Qué haría a partir de ahora?
En estas ensoñaciones estaba y sería casi la media noche cuando el Carmona entreabrió cuidadosamente la puerta de tablas y entró con dos indios que no había visto antes.
Uno de ellos llevaba un fanal de mano y la débil luz me deslumbró. Miles de partículas flotaban ingrávidas y luminosas. Debía llevar horas en la más completa oscuridad y no había sido consciente de ello. Miré hacía los fardos de un rincón tratando de acostumbrar las pupilas a la pobre iluminación.
Tienes que marcharte Simón. Y pronto.
No supe que decir aunque llevaba todo el día preparándome para algo así
El viejo Bedia ha jurado en público que te matará de buena gana si no lo hace la justicia. Tiene decenas de hombres buscándote.
¿Y mi madre? ¿Y mis hermanas?
Calló un segundo antes de responder.
Imagínate.
Pero no te preocupes ahora por ellas. Nadie se atreverá con doña Purificación.
Nos callamos nuevamente un instante mientras los indios, que nos observaban silenciosos tres pasos atrás, intercambiaron una mirada de miedo.
Basta de hablar. Si te quedas aquí, mañana estarás muerto. Es cuestión de tiempo que revisen esta parte del río.
Me tendió la mano y me aupó con una fuerza que no esperaba en su delgadez. Me señaló a los indios mientras me ponía sobre el hombro un zurrón de cuero engrasado.
Estos son Ramón y Dimas, su cuñado. Te llevarán por el río hasta una goleta portuguesa. El armador era amigo de tu padre y están avisados del caso. Te sacarán del país. Es lo más prudente por el momento.
Hicimos un nuevo pequeño silencio más por no saber que decir que por otra causa.
En la bolsa creo que tienes ropa, algo de dinero y una carta de tu madre.
Nos quedamos mirando a los ojos. En cierta forma, era la primera vez que veía al Carmona. Pedro Carmona, el hijo, tan parecido a su padre y tan distinto al tiempo. Pedro, al que ya nadie llamaba por su nombre, tan aficionado a las mujeres como a los habanos. Pedro, sin cuya ayuda es probable que estuviese sobre el jergón de un calabozo y no en una pequeña lonja ribereña llena de cochambre.
Recuerdo que nos dimos un abrazo tan fuerte que me dolió la espalda. Los indios, inquietos, ya habían abierto la puerta y nos esperaban fuera.
La noche era oscura y silenciosa. El aire llevaba esa extraña y tranquila indiferencia que siempre tiene la naturaleza hacia los asuntos de los hombres, por muy terribles que estos sean y que añade aún más dramatismo a sus fatalidades por el simple y mero contraste. Seguí con la mirada triste la marcha de Carmona y con los pies desganados a los indios hasta el cercano rio, donde me ayudaron a subir a una destartalada canoa que olía a tripas podridas de pescado. Me tumbaron con gestos en el fondo y me taparon con una manta húmeda. Susurraron algo en un dialecto que no reconocí y las pequeñas palas que seguro serían de araguaney cortaron silenciosamente el agua y empezamos a movernos hacia no estaba bien seguro donde.

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