martes, 13 de julio de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 9)

No sé cuánto tiempo estuve tumbado en la canoa tapado con aquella sucia cobija, pero ya estaba el sol alto cuando uno de los indios me zarandeó indicándome que podía salir.
La luz era fuerte pero estaba tamizada por el entramado de hojas del manglar por el que estábamos navegando. Siempre había sabido que el final del rio dejaba de ser navegable en los meses de lluvias y que las raíces al aire de los mangles impedían a cualquier cosa mayor que una pequeña trajinara india pasar libremente. Lo sabía, es cierto, pero no dejaba de ser la primera vez que lo veía realmente. Y la realidad era insultantemente distinta y tan hermosa que, por un momento, olvidé la razón de estar allí.
Los ojos y las sienes me dolían. Tenía la boca arenosa y una sensación de sed atroz. Miré a mis compañeros pero los indios remaban lentamente, sin hablar y con la mirada perdida en lo que estaba por llegar. Eran estos, sin duda, hijos de nuestro paternalismo tacareño, de ese que prohibía el matrimonio de españoles con las hijas del país. Fue evidente que este decreto poco importó a las criollas que parían en los ranchos, o a la india de la toldería o a la negra y la mulata de la servidumbre. Para ellas no tenía sentido la sutileza de la letra escrita, los asuntos de los señores blancos. Sus hombres habían luchado como soldados de la independencia o habían muerto en las invasiones inglesas u holandesas, eran en fin, carne de fortín y de malón. Pero aquí estaban, remando con la dignidad de los hombres libres que ayudan, no ya al fugado, sino al señor que ordena; que se juegan no ya la hacienda de la que carecen, sino la vida que atesoran como algo propio y que entregan al tiempo con la elegancia del desapego, del abandono generoso, con la certeza de reencarnarse tal vez en ese ibis que agita las alas y grazna ahora entre el follaje.
Metí finalmente una mano en el agua con la intención de refrescarme el rostro y uno de ellos me gritó fuerte algo que no entendí. Instintivamente saqué la mano y le miré asustado. Repitió lo que acababa de decir más bajo y señaló con el rostro lo que parecía un tronco que flotaba. Al fijarme algo más, vi que no lo era. En su lugar un caimán de mediano tamaño que nos miraba somnoliento con los ojos verdes e inexpresivos.
Me acodé en la pequeña borda y mi expresión debía de infundir tanta lástima que el mismo indio que me había gritado me alargó una tripa que para mi alegría contenía agua dulce y una pequeña cesta de mimbres con ostras crudas y lo que parecían pequeños camarones. En ese momento fui consciente de que llevaba casi dos días sin comer ni beber y engullí a toda velocidad aquello que en otro momento no hubiese ni siquiera aceptado oler.
Es curioso como al margen de lo que nos sucede, superpuesto a todo ello o mejor, soterrado a todo ello, actuando como un zócalo que cimenta todo lo demás, la vida en sus necesidades elementales se impone en una simple pureza que no necesita de interpretación. Había matado a un hombre de las familias más poderosas de Tacará. Probablemente, en este mismo momento, estaría condenado a muerte o, en el mejor de los casos y usando de las influencias de mi familia, tal vez penado por veinte o treinta años a forzados. Punto este que daría lo mismo, porque el viejo Bedia ya pagaría en el penal a alguien que hiciera por él su trabajo. A pesar de ello, era un huido. Y yo, que hasta hacía unas horas tenía la vida tan trazada como si viajara en railes y arrastraba apaciblemente una existencia narcotizada, vivía en su lugar una sensación de incógnita que me laceraba las entrañas, pero al tiempo me hacía sentir un miedo y una excitación que aun siendo incómoda no podía dejar de reconocer que tenía algo de adictiva.
Pero sobre todo ello la realidad de la vida, la urgencia de lo inevitable. El hambre, la sed, la comezón por vivir un día más, al margen de la moral, de las leyes, de las normas, de la convención en la que me había arrullado desde siempre como un niño en el vientre de su madre.
En ensoñaciones como esta u otras parecidas, vimos lentamente abrirse frente a nosotros el mar y enfilamos lentamente hacia el sur justo cuando la marea empezaba a anegar las raíces de los árboles.

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