jueves, 22 de julio de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 11)

Debía haber pasado algo más de una hora cuando entró el capitán. No tenía modo de saberlo con exactitud sin ver el exterior y no me había parecido oportuno salir a pasear por la cubierta.
El hombre en cuestión debía tener unos cincuenta años y aunque hablaba un español con un fuerte acento que parecía luso, luego sabría que era gallego, de la villa de Betanzos para mejor seña.
Más avejentado por la mar que ciertamente viejo, tenía aspecto de hombre pacífico y de joven, a buen seguro, sin las abolladuras del tiempo y sin la tripa abultada que le afeaba el perfil, seguro que había sido buen parroquiano de farras. Aún conservaba un aire de guapote a lo antiguo como esas viejas tablas de iglesia con sansebastianes que despiertan malos pensamientos a las parroquianas viejas y, sin embargo, virgos.
En los meses que finalmente terminaríamos navegando juntos, llegué a conocerle razonablemente bien como el tipo sereno que era, amante de los buenos cortes en la ropa y de las copas de calvados tras las comidas o entre las mismas, si se terciaban.
Un tanto más astuto que inteligente, marino probado en cien latitudes y en otras tantas luchas de una vida que había sido para él casi siempre, batallar pleno de derrotas y que, en un impreciso momento, harto de defenderse ya solo con la paciencia, había reparado en ser capitán de una goleta de mercadeo que hacía dos o tres veces por año la ruta entre Tacará y Cádiz con posta en los muelles de Santos, Porto Seguro y Lisboa.
Luis Quiroga, capitán del Misericordia, encantado de conocerle.
El apretón fue duro, contundente, de manos ásperas y grandes.
Simón Araujo y Vergara. Lo mismo digo… aunque sea en estas circunstancias.
El hombre río abiertamente y con ganas, lo que me dejó un poco amoscado.
No se preocupe, joven. Su mayor problema es que es usted aún mozo, pero eso se pasa siempre. Rió de nuevo. ¿Quién no tenido un lance de sangre en la vida? De cualquier manera, el primer muerto, siempre es el peor. Yo todavía veo la cara del mío por las noches. Y vamos por los cuarenta años. Pero dejemos todo eso y vamos a cenar que tendrá hambre y yo también.
Me palmeó el hombro confianzudamente y me sacó a la cubierta. Estaba atónito, no solo por no hacer tampoco, como mi madre, un drama de mi desventura sino que siquiera preguntaba razones, simplemente lo trataba con la normalidad de soportar una gripe fuera de fecha o comprase un gabán.
Fuimos charlando hasta la caseta de popa donde el capitán tenía su camarote y donde, por lo visto, organizaba las cenas. Abrió un par de portillos y mandó abrir otro en el pañol de víveres y otro más mirando a la proa.
Se forma una corriente de aire que viene muy bien a esta hora, dijo, los mosquitos llegan atontados a esta distancia de la costa y molestan lo justo. Y mirando a uno que parecía un grumete, añadió, aparta esas lonas y saca otro banco.
A la mesa nos sentamos el capitán, el oficial inglés que me había acompañado al llegar y un par más que me presentaron como al segundo, al oficial de derrota y al artillero. Gente de agua, seria y por lo que podía ver y certifiqué después, no demasiado habladora. Dos ingleses y el resto españoles. Juan Williams, John Mabón, Eusebio Pizarro y Manuel Hidalgo, el cañonero. Comimos cerdo en salazón y tortillas en salsa con pan blanco, que al parecer, era un lujo.
Ventajas de estar fondeados. No comeremos pan en tres semanas cuando levemos y huevos frescos aún menos. Lo normal será el bizcocho de harina sin levadura mojado en vino o cerveza. Ya verá, ya.
Cuando terminamos de comer, el capitán se sirvió una copa de licor y salimos al jardín de popa. La selva, a lo lejos, era una masa oscura de la que solo salían graznidos y siseos. La mezcla con el golpeo del agua en el tablazón creaba un sonido sedante y don Luis notó que se me cerraban los ojos.
Vaya a dormir, Simón, mañana saldremos de amanecida y no volverá a dormir tranquilo durante muchos días. Ya habrá tiempo de hablar.

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