lunes, 19 de julio de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 10)

Al doblar un pequeño cabo, vimos finalmente el barco. Era una hermosa goleta de velacho de dos mástiles. En la cofa del de mesana, la que parecía de lejos la bandera portuguesa. Estaba atardeciendo cuando arribamos a la amura de babor y pudimos ver claramente el nombre en la proa en grandes letras doradas, “O Misericórdia”. Apropiado pensé, pero inútil en mí caso.
Varios marineros se movían por cubierta y al fin, nos lanzaron un cabo con un nudo abierto al final. Los indios, más hábiles que yo, me explicaron por señas que metiese uno de los pies dentro y me agarrase con las dos manos al resto del cordaje. Mientras me izaban, se alejaron sin despedirse, sin mirar atrás. Como era lógico que hiciesen, por otra parte.
Al llegar a la cubierta, varios hombres con barbas oscuras me rodearon con franca curiosidad pero sin decir palabra. Supongo que mi aspecto de gachupín con ropas elegantes y sucias les llamaría la atención. O simplemente el aspecto de lechuguino fuera de sitio. Un hombre flaco y pálido que parecía ser oficial se abrió paso entre ellos y me habló en perfecto inglés.
Mr. Araujo y Vergara, I guess.
Yes, acerté a decir.
My name is Stuart, second officer of this schooner. Please, join me to your cabin, sir. Later, the captain will visit you.
Le seguí penosamente hasta una pequeña cabina mientras disimulaba las miradas observando partes del navío. La tablazón de la cubierta estaba formada por maderos unidos a un marco central. Los tablones se encorvaban en un corte transversal como si fueran bastones de un barril. Estaban unidos por remaches de cobre que debían haber brillado como soles días atrás.
Le seguí, bajando la cabeza para atravesar la sobrecubierta de marcos de madera doblados a vapor dentro del casco. Se paró frente a una pequeña puerta de marcos redondeados y tirador de bronce.
That’s your cabin, sir.
Y se giró sobre sus talones sin más, dejándome solo frente a la puerta que había dejado entreabierta. Nunca había podido soportar esa flema isleña. Siempre pensé que tras el hieratismo británico había una falta de sangre y de otras cosas menos reconocibles frente a señoras.
Entré en lo que parecía una pequeña pieza sin ni siquiera ojo de buey. La pobre luz que iluminaba débilmente la estancia venía de un pequeño farol de aceite que habían encendido, sin duda, previendo mi llegada y se cimbreaba levemente. Sobre una tablazón que colgaba de dos pequeñas sogas había un colchón que parecía de esparto y hacía las veces de cama. Una mesa baja, un taburete y un anaquel demasiado alto. Nada más. Me senté en la mesa tristemente y derrumbé la bolsa en el suelo.
Me quedé mirando fijamente un nudo en la madera del suelo. Parecía la cabeza de una vaca. Concretamente de una que había conocido de niño en una lechería próxima a la plaza del Carmen, Romera se llamaba, y siempre me miraba con ojos glaucos e inexpresivos mientras acariciaba su cabezón durante unos breves segundos en una prueba de virilidad temprana, hasta que la mucama de turno me arreaba un pescozón y me regresaba a la casa. Era una tontería y me avergoncé de pensar en cosas así en mi situación. Pero a lo peor pensaba en ellas precisamente por eso.
Me acordé del zurrón que llevaba conmigo desde ayer y por alejar la sandez, lo abrí sin muchas ganas. Dentro me esperaban tres camisas, un par de pantalones, unos zapatos flexibles, muda blanca, una navaja de afeitar y varias pastillas de jabón. Cuando iba a enhebrar de nuevo la trabilla de cuero en el botón, vi la carta que descansaba en el fondo. Era, sin duda, la carta de mi madre de la que me había hablado el amigo Carmona. La cogí nervioso y ya iba a rasgarla cuando reparé en el olor. Era sin duda el papel francés perfumado de mi madre. Sonreí un poco, la primera vez en casi dos días, imaginando a mi señora madre, doña Purificación de Araujo y Vergara, eligiendo el papel de arroz de su escritorio particular. No había, obviamente, ni destinatario ni remitente. Tan solo un sobre marfileño con olor a lilas. Lo abrí.
Mi querido Cuchito, me cuenta tu amigo, Pedro Carmona, de tu desgracia de anoche. No hay que hacer cuestión. Debes ocultarte y a poder ser, salir del país. He hablado con Juan Doñoro, el armador vasco y me participa que tiene un barco de bandera portuguesa fondeado en el sur del delta que podría resultar apropiado para este fin. Es un hombre encantador y recordarás cuanto quería a tu padre. No olvides el favor que nos hace. Te llevarán hasta la posesión de Punta Carretas. Escribiré a tus primos y les pondré al corriente de tu llegada. Mientras tanto veré de templar los ánimos por acá tanto como sea posible aunque imaginarás lo difícil que puede ser. No esperes demasiado. Cuídate mucho Simón. Tu madre que te quiere.
Era su estilo sin dudarlo, ni una recriminación, ni una explicación pedida. Mi madre escribía como hablaba. Y hablaba como era. Mujer de lezna y pedernal sin grietas, como un farallón tacarano. Las cosas pasaban y punto. Ni siquiera eso. Las cosas son. Lamentarse no lleva a nada. No es más que pérdida de tiempo y autocomplacencia.
Y sin embargo, había usado el apelativo familiar y vergonzante que solo empleaba cuando quería ser cariñosa, Cuchito. Cuchito era como me había conocido la familia desde que trepaba a las rodillas de mis tíos. Como me conocían los sirvientes más viejos y queridos de la casa. Como nadie, por cierto, me conocía en este barco.

0 comentarios: