martes, 4 de enero de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 16)

Al día siguiente, bien de mañana, partimos los distintos grupos. La partida exploradora estaba formada por mi viejo conocido, el medio inglés Juan Williams, primer oficial que conocí al llegar a la Misericordia que seguía tan poco hablador como el primer día, dos marineros mestizos y yo mismo.
Al llegar a tierra enfilamos rápidamente los arbustos en los que habíamos encontrado el extraño ajuar y desde allí decidimos bordear la costa este por los caminos más sencillos, en la idea de que nadie se esfuerza gratuitamente pudiendo no hacerlo.
El clima era muy húmedo, como podíamos ver claramente por el gran verdor de los bosques de guindos. El viento era helado y todos caminábamos callados y los embozos subidos. Había que tener cuidado al avanzar, porque donde la vegetación boscosa raleaba un poco y lograba penetraba tenuemente el sol, abundaban los calafates, arbustos enormes llenos de espinas, como pronto comprobamos para nuestra desgracia cuando uno de los marinos tropezó y fue a caer en uno. Por lo demás, pequeños helechos, líquenes ralos y musgos daban a la caminata una apariencia de exuberancia con pobres elementos que me tenía fascinado no solo por los cientos de millas de agua que llevaba encima, sino por tratarse de una vegetación totalmente desacostumbrada para mí.
La línea costera, llena de prados y turberas, estaba llena de pequeños fiordos, caletas y bahías. Y por todas partes, pingüinos, lobos de mar de dos pelos, gaviotas, cormoranes y petreles. A pesar de que al respirar, me dolía la garganta por el frío, me sentía muy bien, sorprendentemente bien, con una sensación de novedad y posibilidades sin límite.
Caminamos durante horas, hasta bien entrado el mediodía imagino, sin encontrar señal de nada que pudiera pertenecer a los supuestos náufragos. Finalmente y tras un breve alto para calentar algo de comida y repartir unos trozos de queso duro y galleta, resolvimos volver deshaciendo el camino por el interior. Con ello, esperábamos haber cubierto casi veinte kilómetros en una pequeña elipse y dar por finalizada, con cierta dignidad, la búsqueda. Lo cierto es que no sé muy bien que pretendíamos encontrar, más allá de una coartada que de otra parte no necesitábamos para llevarnos el barco.
La verdad, la que finalmente fuera, estaba cerca, acechando como un animal en la noche del desierto patagón. Finalmente, entre todos, construiríamos nuevos símbolos y nos iríamos olvidando de la auténtica historia. Cambiando el pasado, esa línea que serpentea por el suelo y de repente se hace tenue, se transforma y, finalmente, se pierde.
El futuro, en cambio, brillaba, refulgía como una gema. Nos miraba desde su pedestal acerado, era tan concreto que podía aferrarse. Hasta los indecisos quedaban sin voz ante la evidencia. Volveremos todos más ricos y más sabios. Cierto, pero y, ¿quién quiere volver?
Cuando llegamos a la costa, el equipo que reparaba la Cazadora ya habían encendido varios fanales y un par de hogueras.

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