viernes, 7 de enero de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 17)

La semana siguiente transcurrió rápida y llena de actividad. La Cazadora, afortunadamente, se encontraba en un estado aún mejor del que apuntaba inicialmente y resultó sencillo prepararla para navegar. El casco casi no estaba dañado y las pocas vías resultaron muy superficiales.
Más delicado fue el proceso de reflote. Desarbolamos, vaciamos y casi despellejamos todo el barco, dejando solo lo imprescindible o lo que temíamos más tener que montar posteriormente.
Para elevar el barco, hubo que hacer palanca con decenas de troncos, que resultaron muy difíciles de encontrar, con toda la tripulación a la faena, aprovechando la marea de luna de llena que coincidió, para nuestra fortuna, por aquellos días.
Cuando el casco finalmente flotó libremente, lo abarloamos al Misericordia y nos dedicamos a calafatear lo imprescindible, a reconstruir el peso eliminado, trayendo el material de tierra en continuas idas y venidas de las chalupas.
Se cedió parte del velamen y del cordaje de reserva del Misericordia y se comprobó que ambos barcos tuviesen todo el material necesario para poder finalizar la navegación hasta nuestro destino que calculábamos en seis u ocho semanas. O al menos, el imprescindible.
Llenamos las sentinas con la carne y el aceite de los pingüinos que se habían cazado, los odres con agua dulce, hicimos acopio de madera y de algas que parecían comestibles una vez hervidas. Comprobamos los instrumentos y las cartas, e incluso se copió alguna más actualizada. Uno de los relojes se llevó a la Cazadora.
Pero dotar el nuevo barco de tripulación suficiente fue lo realmente complicado. Desde Puerto Reyes en el que tuvimos dos deserciones y una sola leva forzosa, habíamos sufrido varias bajas por enfermedad y los oficiales y yo mismo, veníamos haciendo trabajos de simple marinería. De cualquier forma, las dos naves estarían muy infradotadas y deberían navegar lo más cerca posible la una de la otra en previsión de problemas.
Se me destinó a la nueva tripulación de la Cazadora, junto con Williams, Hidalgo y Didi, entre los conocidos. Ya no se discutía nada. Estábamos demasiado cansados del viaje. Personalmente, solo lamenté perder la compañía del capitán.
Finalmente nos hicimos a la mar la segunda quincena de julio, aprovechando el levecillo terral que se orquestaba a primera hora. La tierra estaba más fría que el mar. Aún.
Hacía medio año que había dejado Tacará y con ello, en cierto modo, toda mi vida. Comenzaba, no solo a acostumbrarme a la nueva, sino a olvidar muchos de los referentes anteriores.
Hacía un menos de un año que el vulgar temor a la propia vulgaridad me llevaba, como a tantos, a copiar servilmente gustos, usos y modos, que la moda y las formas que se consideraban de buen tono se encargan de imponer, generalmente llegadas de Londres o París. El estilo sofisticado de los trajes, el culto por las relaciones públicas y privadas, las modas en la mesa o en el café, en los lugares de diversión o las simples jergas para iniciados, transformadas en jerigonzas incomprensibles y de buen gusto, ocupaban buena parte del tiempo ocioso. Y no solo eso, a mis naturales prejuicios, había agregado muchos otros, como la importancia de pertenecer a un país de raza blanca u otras ambigüedades parecidas.
Ahora, dejando atrás lentamente la isla de los Estados, asesino, previsiblemente prófugo de la justicia tacareña, manteniendo con dificultad la poca ropa y el menos dinero con el que dejé mi casa, sin casi sentido del ridículo y de la dignidad, pasando frío y hambre, todo aquello no solo parecía lejano e irreal, sino, en parte, absurdo.
En el mudo cierto, lejos de mis pensamientos apesadumbrados, nos alejábamos por la rada y veíamos claramente como la costa se mostraba alta y nevada, ocultando valles y llanuras coloreadas por una vegetación multicolor que se ocultaba, a veces, por una pequeña capa de nieve.
Hacía un frio intenso. Excesivo incluso para los instrumentos. El invierno estaba en su apogeo. Comenzamos a calentar el aire próximo de los relojes con velas y faroles día y noche. Y aunque la ración de pan, coles y vino se había aumentado en los últimos días por el sobreesfuerzo de la puesta a flote, teníamos la sensación de que el frío se sentía por igual.
Abandonamos muy despacio, siguiendo a la Misericordia a unos cincuenta metros, la ría de aproximadamente ocho leguas de largo con numerosos islotes y frecuentes bajos. Depósitos de arena y piedra que aumentaban abruptamente la posibilidad de encallar. Templanza, navegación lenta y echar la sonda continuamente. Abriendo la pequeña expedición iba una de las chalupas con ese fin. En la costa, lobos marinos que hacían más ruido del habitual, celebrando, imagino, nuestra marcha.
Antes de librar el pequeño cabo, se izó la barca y encaramos mar abierto virando hacia el norte. Y mientras imaginaba cual sería la estampa que dejaríamos en tierra de nosotros mismos, una goleta y una pequeña corbeta a media vela, acariciaba continuamente entre los dedos un pañuelo de encaje que había guardado como recuerdo del extraño episodio del ajuar.
Sobre las yemas sentía el contorno levemente abultado de un bordado que imaginaba de memoria. En azul cielo sobre crema, una a y una ese en mayúsculas capitales.

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