lunes, 14 de marzo de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 21)

Dormí tan profundamente que al despertar completamente desorientado tardé unos minutos en comprender donde estaba y todo lo que me había pasado hasta llegar a ese preciso momento.

La llaga en mi conciencia que me hablaba de ser un asesino, un fugado apátrida, dolía cada vez menos y últimamente lo que me pesaba era la nostalgia de lo desaparecido, la ausencia de mi vida tacareña, tranquila y frívola.

Descorrí las cortinas y miré hacia las colinas y tras ellas, hacia el sol en el cielo. Por la luz, debía ser bastante más tarde de mediodía.

Me levanté finalmente y fui hacia el bacín. Al primer repiqueteo del agua en el metal, tocaron suavemente en la madera de la puerta. El viejo de la noche anterior entró, me deseó un buen día y me señaló el armario. Al parecer, habían colgado algunas ropas del joven señor y esperaba que me sirvieran. Sin darme tiempo a decir nada se marchó dando entrada al que resultó ser el barbero de la hacienda.

Cuando finalmente quedé solo y me miré en el gran espejo ovalado no me reconocí en absoluto. Estaba todavía embutido en la camisola blanca que me había servido de ropa de cama y me acariciaba un mentón que debía ser mío y que no sentía tan suave desde hacía meses. Parecía un aparecido, tan flaco y atezado sobre la ropa blanca, que podía pasar por trasgo de cuarterón.

Miré los trajes del armario y aunque me quedaban flojos al menos no estaban tan llenas de brillos y deshiladas como las que llevaba puestas ayer, que de otra parte, también me quedaban amplias.

Elegí unos pantalones grises con listas, una camisa blanca y una chaqueta larga negra. Los zapatos me apretaban un poco, pero al mirar los míos me resultó difícil soportan la vergüenza de pensar que, el día anterior, me había conocido la familia del armador llevándoles puestos.

El viejo Dimas tocó la puerta de nuevo y me anunció que la cena se serviría en poco más de media hora y que el señor había preguntado por mí.

Bajé las escaleras y en una esquina del gran salón, vi al armador y a mi viejo conocido, el capitán Quiroga con un traje impoluto, fumando y bebiendo en unas pequeñas copas de licor. El capitán levantó el brazo con el que sujetaba el cigarro y me saludó riendo.

El joven Simón. Está irreconocible. Venga con nosotros.

Y como quién se acomoda con los habituales del club, se habló con total naturalidad británica de temas ajenos, dejando fuera de la conversación cualquier elemento personal.

Hablamos, o hablaron más bien, de un tal William Mac Cann, hombre de negocios inglés que había desaparecido tras haber sido acusado públicamente de espía, de su gran capacidad política y de sus maneras francas de tratar asuntos tan delicados como el bloqueo francés o la penetración inglesa en el Río de la Plata. Hablaron con cierto desdén de los resabios de usos y costumbres medievales de los ganaderos del interior, en cuyos comedores la pitanza se servía diariamente en grandes mesas para todos los que quisiesen participar de ella. Hablaron de los intelectuales, de los malos militares, de los falsos patriotas y de los poetas disconformes. Se cuchicheó de las algaradas de los mazorqueros y del alzado chusmaje que acompañaba cada nueva subida del pan. Se habló de la nueva inmigración, de las fiebres tifoideas que la gente atribuía a las barcadas de los inmigrantes, la fiebre de los gallegos que decían. Y más lo hubieran hecho si, finalmente, la señora no se hubiera acercado para reclamarnos en la mesa.

La gran mesa con mantel de lino, tenía candelabros dorados y piezas blancas de english-bone. Comimos magnífico asado de tira y verduras horneadas sin piel. Y continuamos hablando de política hasta que doña Mercedita cambió hábilmente el tercio.

Aburrís a nuestro invitado y seguro que todavía nadie le ha contado nada de la posesión en la que está, ni de las tierras que le rodean.

Lo que era completamente cierto.

Pero para don Juan aquello fue espuela suficiente para poder hablar el resto de la cena. Para contarnos profusamente como las primeras cabezas habían sido traídas por Hernandarias desde Asunción del Paraguay. De cómo los animales se habían multiplicado increíblemente en los campos abiertos favorecieron el desarrollo del ganado cimarrón y sin dueño. De cómo su abuelo había fundado la hacienda como una ampliación de la que ya tenía en el sur de Corrientes. Y de cómo mi padre y él mismo, amigos y primos lejanos, habían importado de Inglaterra barcos enteros cargados de vacas Shorthorn. Contó y bebió a partes iguales del mal paso que tuvieron que soportar en Curuzú Cuatiá y de cómo ahora muchos preferían por la facilidad de engorde el cruce con el cebú. Contó cómo la estancia de Punta Carretas estaba formada a su vez por diez cabañas menores y que a buen trote se necesitaba casi un día en cubrir completamente la distancia de amplias tierras todas ellas suavemente onduladas a excepción de las tierras que se conocían como cuchillas y que cortaban las torrenteras de primavera en las tierras del norte. Habló del viento que llamaban pampero, frío y ocasionalmente violento, que soplaba obviamente desde el norte de las pampas de la Argentina.

Yo escuchaba todo esto en silencio y miraba de reojo, caldeado por el vino, a las hijas de mi anfitrión, que aunque primas lejanas, eran además, las primeras mujeres bonitas que veía en meses, mientras en el bolsillo de mi chaqueta, acariciaba como quien busca conservar algo propio en un mundo de novedades, el pañuelo de encaje con la a y la ese que ya se había convertido en gesto acostumbrado.

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