domingo, 18 de marzo de 2012

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 28)

Seguí viajando hacia el sur durante semanas. Recorrí a lomos de carruaje, aun más que sobre tierras, sobre los pintorescos prejuicios de los hijos del país. Conocí en una pequeña posta cuyo nombre no recuerdo a un gringo muy alto que montaba a caballo a lo criollo, con pasadores y argollas de plata, que usaba espuelas y tomaba mate como un gaucho. Un extranjero decían, pero muy civilizado. 

La civilización consistía en esta parte del mundo en lo que ya dejamos enumerado; usar espuela grande y sentarse bien a caballo. Pautas culturales. Hábitos, pequeños detalles de la vida cotidiana que a la postre tienen una importancia superlativa. El grupo debía integrarse y, al menos por un tiempo, cerrarse en lo suyo, defenderse. El extranjero era lo distinto, lo hostil. Al hijo de gringo se lo menoscaba diciéndole: "Tu madre toma café". O, como lo testificaba una copla que escuché varias veces: "Toma mate, che/ toma mate y avívate, / que en el Río de la Plata/ no se toma chocolate".
Creo que lo despectivo para referirse a todo lo extraño, entre lo que me encontraba, tenía una connotación más amplia que la mera burla y se refería, en todo caso, a personas que por su condición y dinero podían ostentar el don que los separa de la mayoría. Franchute, para el hombre del pueblo, no era cualquier francés sino un señor, un doctor, un cajetilla. El otro, era un compañero de liendres que tragaba sables como cualquier hijo de vecino, pero que había visto la luz al final del poto en un sitio diferente.
Pasaron muchas semanas de viaje y llegó un tiempo en que no ya decía más: Dios mío. Eran tiempos de depuración absoluta. Tiempo en que ya no se dice más: amor mío. Porque el amor resulta inútil. Y el corazón está seco. Quedé solo, pero en las sombras mis ojos resplandecían enormes. Eran todo certezas. Comencé a no esperar nada del mundo. Salvo, tal vez, encontrar a la dueña de aquel pañuelo sobado, que no me atrevía a lavar para no extraviarlo.
Hacía un año largo que había dejado Tacará y había iniciado mi solitaria ruta hacia el perdón de mí mismo, hacia la catarsis con el mundo, con los montes, con las aguas todas.
Algunas noches, al volverse mudo el mundo, ya no pensaba en el muerto y en mis manos tintas. Todo lo que buscaba era probarme que apenas la vida prosigue. Había llegado a ese tiempo en que resultaba inútil e ingenuo morir. 
En aquellos días empecé a vivir con la gauchada.

0 comentarios: