lunes, 2 de enero de 2006

Generalidad VII

Cuando naciste, creo que recordar que era invierno. Pero no estoy seguro, porque para ser totalmente sincero no estuve presente y lo tuve que vivir todo mucho después por recuerdos ajenos, vicarios y mercenarios como los saperos. A pesar de todo ello, quiero imaginar que sería uno de esos inviernos de Pincia de los que ya son difíciles de encontrar, de esos en los que la niebla apenas levantaba al mediodía y en los que costaba ver al otro lado de las estrechas calles y daba un poco de miedo efervescente cruzar por aquello que decían las abuelas de los coches que venían como locos.
Pero yo prefería estos días sobre todos los demás del año porque me permitía, ser miserable e inseguro, enmascararme y pasar un poco como trasgo o fantasma o cosa pareja. Siempre hemos preferido el invierno porque todo en él nos permite ocultarnos y desaparecer, como escondidos entre algodones de niebla. Escribir nunca ha dejado de ser una máscara más.
Acababa de comenzar como decía diciembre y los geranios de mi madre recién terminaban de helarse. Más tarde aprendería que si los cubría con aquellos plásticos transparentes, pobre y doméstico remedo de invernadero, aguantaban bien hasta la primavera tardía. Pero sería más tarde como digo. En casa todos esperábamos que nacieses cerca del día de la lotería. Suponíamos que algo así traería suerte a toda la familia, pero al parecer tú ya intuías que no serías apasionada del juego y decidiste, sin encomendarte a nadie, adelantar la fecha en una de esas decisiones tuyas tan particulares en las que no comentabas con ninguno tus decisiones. Por joder un poco, vamos.
Es verdad, decías, que cuando se está de rodillas, las cosas parecen más cercanas. Es cierto también, que tras de mi hay hoy una joven comiendo un bocadillo de aspecto nada apetitoso. Pero nada de eso tiene que ver con lo que estaba contando y al parecer me aleja de lo que quiero decir si es que no pretendo simplemente llenar el folio en blanco y desprender la costra que presiona la vena cava de esta nostalgia no siempre bien entendida.
O tal vez sí tenga que ver porque forma parte de la misma realidad que me ha impulsado a escribir sobre ti en este momento concreto. - Los aparatos de aire caliente están estropeados- dice el encargado y el joven mellado que ríe tontamente y lleva un delantal que debió de ser blanco dice que no pasa nada, que es normal y que ya se arreglarán solos. Mira que me extraña eso de que se arreglen solos, pero nadie quiere discutir en un día como hoy. Y yo menos que nadie, la verdad.
Y el folio se puebla otro tanto sin que a casi nadie importe o aproveche.
Al pensar en aquellos días en los que nos reuníamos todos cerca del Ángela me parece recordar que ya me sucedía un poco lo que con el paso de los años se acrecentaría aún más: Este tonto afecto hacia lo triste, hacia lo mórbido, hacia lo desangelado. La música, el cine, los libros potentes, tonantes y profundamente sombríos, descarnados, solitarios, me gustan de manera inevitable. Me mesmerizan y aunque me sonroje, me río al constatar que me gusta. Flipante. Es más, el resto me produce vergüenza ajena y ganas de lanzar algo al altavoz o al escenario de turno. Como dicen los clochards de Astrud el resto me parece una mierda. Es verdad que algunas comedias me entretienen, pero en el mejor de los casos suelen dejarme indiferente, salvo que tengan algo de ese humor corrosivo, de vinagre. Humor módena podríamos decir a vuelapié medio snob medio bobo-cool. Que diferente todo esto de aquella última melodía increíble, cuando arrancaba lo de “non prestare orecchio alle menzogne, non farti soffocare dai maligni, non ti nutrire di invidie e gelosie”. Toma nota y persigue las referencias del laberinto.
Aquella protección invisible que guió mis pasos en los últimos años se había acabado definitivamente. Lo que vendría, el porvenir, permanecía en la penumbra de los cuartos cerrados durante años, plena de polvo en suspensión y de olor a moho. Así iban las cosas mientras tanto. Tirando en el mejor de los casos.
En ello andabas cuando cumpliste los treinta y cuatro o treinta y cinco sin enterarte. ¡¡Catapún!! Con el estruendo de las cosas que se derrumban. Hacía años que no sabíamos el uno del otro. Estabas estudiando en Bruselas aquel extraño curso o postgrado o master o cosa similar que nadie entendía pero que todos sabíamos que era una forma como otra cualquiera de escapar de una realidad que no dominabas o que no querías hacerlo. Nunca quisiste en cierto modo. ¿No es verdad Galipolli?
Cuando nos vimos finalmente habías cambiado de piso varias veces desde que llegaste. Vivías al lado de la estación de Alma. Me encantaba aquella estación y más aún que la estación, su nombre, que para los no iniciados en el castellano y sus misterios seguramente pasase desapercibido. Seguro que eso te hacía sentir algo especial y estreptocoquiana y todas esas cosas que decías odiar, pero que te pasabas la vida buscando.
Recuerdo que compartías un piso enorme en el que tenías una habitación minúscula de techos altos con otras tres personas: Lía, la brasileña rubia que desconocía que era una samba y que vivía fascinada por una Europa inexistente o más en concreto por el lujo inexistente de las marcas europeas; Félicie, una francesa kilométrica blanca como la leche, delgada como un junco, etérea como una mentira que todavía no ha sido descubierta. Y aquel chico galés de aspecto triste que masticaba tabaco como si acabara de salir de una película de Leone y que aporreaba una fender por las noches como si dependiese de ello el pago de su alquiler. Trash jazz lo llamaba él. No digo que no, tampoco entiendo tanto, la verdad.
Y en medio del marasmo, del naufragio, estabas tú, tan frágil y tan terrible. Con tu palidez hecha de noches insomnes.
La casa era un tremendo maremoto en el que la gente entraba y salía, entraba y salía, entraba y salía. Pero parecía que nadie, salvo tú, viviese en ella de continuo. Por los pasillos una muchacha que vendía puzzles de madera en puestos callejeros tomaba café de sobre con un doblador de series al valón para una televisión local; en las salitas infinitas un profesor de inglés que escribía pequeñas obras infames de teatro hiper realista conocía a una veterinaria con miedo, como tú, a los gatos y algo más lejos un consultor con vergüenza a hablar en público, un operador de turismo que no había salido jamás de Bélgica y un estudiante de económicas ácrata y aficionado a jugar en bolsa que repudiaba el capitalismo los miércoles, compartían una película subtitulada que ninguno entendía demasiado.
Me preguntaba cuantos de esos sueños compartías y forzabas tú misma a crear con tu sola presencia.
Tu vida se reducía a la clase de literatura medieval comparada, a preparar la comida en la enorme cocina de aquella enorme casa, a fumar algún que otro porro de la hierba suiza que traía Lía envuelta en sus bragas para lavar y a escuchar la absurda música (trash jazz) que componía el no tan absurdo galés.
Al ir a escribir sobre estos días que aún no han llegado, pero que espero sean como los describo, para cerrar este círculo en el que temo o no sé si temo realmente que pasaré lo que reste, medio feliz, medio triste. Considero que dar vueltas por los caminos vacíos de la memoria no es cosa saludable para el pecho y que el falso y frágil equilibrio que se percibe no es cierto y trae a mi pensamiento un deseo de ayer que daba ya hoy por muerto o al menos mudo y ciego. Se percibe como siempre, al fondo del proscenio, la eterna lucha entre el sexo y la castidad de la que habla Manlio y canta Franco. Dejaré escapar el tiempo actual con las excusas de siempre y las cómodas condiciones del rigor indolente para levantarme y para caer de nuevo entre la vida y el sueño. Viviendo.

7 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Bueno, Fernando, con este texto, en alguna ocasión irregular y en la mayoría magnífico en todas sus sugerencias, te haces perdonar sobradamente tu obligada ausencia en la cena de unos días atrás.
Qué bien apuntas, ladrón.

Fernando Díaz dijo...

Bien que lamenté no poder hacerlo. Me avisaron la misma mañana de que tenía al día siguiente una reunión en Madrid y tuvimos que marchar de estampida.
Y lo lamento aún más, al juzgar lo treméndamente jugosa que debió ser. La verdad es que buena parte de los mails de estos días pasados se me escapan porque imagino que serían temas de los que hablásteis.
Gracias por el ánimo. Un fuerte abrazo.
P.D.: Lo de ladrón me ha gustado. Es bueno siempre el sentido del humor y menos mal, que tú tienes para todos.

GVG dijo...

Texto de calidad, para recordarle al año recién estrenado que conocerá textos maravillosos para leer, como lo son algunos párrafos de este. Me recuerda un poco al estilo de Proust este texto, alejado del texto barroco del grumete, o del texto delicado y conciso anterior. Es bueno sacar muchas voces, saber dominarlas. Claro que habrá que darte el perdón, o pensar para el año que viene que con nuestras vidas no es posible una tradición de ese tipo, y nuestras relaciones se tejen y entretejen a retazos. Quien sabe, hay nuevos modos en nuevos mundos.

Caque dijo...

Es fantástico leerle este nuevo año. Sigue usted asimilando carámbanos incandescentes. Le deseo lo mejor para este nuevo año, siga usted por esta línea que yo me atrevería a calificar de paroxismo del rubor.

Anónimo dijo...

Es que la banda dice lo que le da la gana. ¿Me puede alguien explicar que coño es eso del paroxismo del rubor?

Anónimo dijo...

Cada día que pasa te vas superando.

¡¡¡¡¡¿2006?????

Enhorabuena y suerte!!!!!!!!!!!!!!!!!!


Soledades con gabardina

Félix H. de Rojas / Félix Hernández de Rojas dijo...

Oye, que me gusta, cojonudo, sobre todo la parte inicial (la de Pincia) y la final. Tiene un ritmo bien diseñado, quizás, lo único le faltaría más diálogo, después de presentar a tus personajes me muero de ganas por oirles hablar.

Pero claro... es que sino hermano, no tendrías en que mejorar. Y no habría gracia.