miércoles, 26 de octubre de 2005

Un dia menos

- ! Avelina, baja por pan!
La vieja, embutida en la bata azul con lunares, levanta con el gancho de hierro la arandela grande de la bilbaína, que enroja por momentos. Echa una paladita de carbón y vuelve a ponerla en su sitio. Camina por la cocina diminuta con pasos cortos y vivos dentro de sus zapatillas de felpa deshechas. Está preparando en la mesa plegable de formica los ajos para el sofrito cuando la cabeza de una joven, casi una niña, asoma por el vano de la puerta. No aparenta más de quince años. Cuando aparece, sin mirarla siquiera, le espeta:
-Tráete dos de riche y un sobre pequeño de sal- La niña hace ademán de irse, pero la vieja gruñe - Toma dinero, pánfila, ¿Cómo vas a pagar si no?
La niña alarga la mano y la vieja le endilga un puñado de monedas pequeñas.
- ! Y no tardes!
La vieja vuelve a revolotear entre las cacerolas de su zaquizamí. La niña descuelga un tabardo y sale, cerrando quedo.
Fuera, el sol tiene la perfección de los días de la infancia. Pero solo es apariencia. Es un sol bobo. sin fuerza. Un sol figurín. La niña se arropa el embozo y juega privadamente con el vaho que espira. Camina junto a la pared de ladrillo, con las palmas en los bolsos, volteando en uno de ellos las monedas.
En la panadería hay una mujer gorda que ríe fuerte hablando de un bautizo. Gesticula mucho y mueve el belfo de continuo. Conoce a la niña y la saluda ruidosamente al marcharse.
- ! Avelina, cada día más moza; saluda a la señá Andrea! - La niña sonríe azorada pero no dice ni mú.
Ya en la calle, con las barras en la mano y un currusco en la boca, ve a dos hombres que bracean y discuten de fútbol o de política, que viene a ser lo mismo, pero la sangre no llega al río. Ramón, el hijo medio loco de la Crescencia, la del estanco, pasea el perro de su madre y se baba el pecho de popelín mientras, como siempre, alza la mano tontamente al verla.
Al llegar a casa el olor a patata cocida y a puerro lo tizna todo con la plasticidad del barro. Es casi como destapar un gran perol y meterse en él.
- Las barras y la sal, abuela.
- ¿Y las vueltas?- El ojo blanco de catarata espía el gesto
- Dentro- Contesta la niña. La vieja gira sin más explicaciones y ahoga el tiro del fogón en un gesto automático.
- Pon la mesa, que comemos. Y lávate las manos.
La niña retira el búcaro barato con las flores de tela, el paño de la mesa de madera y se retrasa un poco en poner el hule enrollado en el viejo palo de escoba mirando por la ventana a unos crios que juegan cerca de la tapia del Instituto. Se lanzan cantazos de contundente sonido y gritan obviamente desacompasados, pero furibundos y acanallados. El tejemaneje de la vieja en los fuegos saca a la niña del breve ensueño; abre el aparador y compone los platos de porcelana con flores desvaídas. Cuando llena de agua la jarra de la cocina, la vieja retira ya el pote de la lumbre y friega el espetón de las brasas.
- Recoge el carbón y trae la escoba mientras llevo la fuente. ¿Te lavaste ya las manos?
- Sí, abuela- La niña es como de lino, los ojos grandes y oscuros, las manos rápidas, el pelo fosco con melena sobre unos hombros breves que huyen hacia delante. Levanta más que la vieja, pero no suele mirar a los ojos. La vieja tampoco, pero algo más.
Comen sin hablar. La vieja sorbe a empellones la pitanza que humea. Sopla y sorbe. Sorbe y sopla. De vez en vez un bocado de pan. La niña come despacio y apenas aparta la mirada del plato. Se intuyen las dos mujeres por el oído. Parece por un instante que no se conozcan y se ignoren con la educación y el miedo de los desconocidos que coinciden en un vestíbulo. Al final, la vieja miga el sobrante del riche en el pocillo y pringa. El plato, al cabo, reluce.
La niña recoge la vajilla y la deja en el fregadero inundado de agua. Cuando regresa, la vieja ha retirado de la mesa el mantel.
- Saca las cartas, Avelina - Como cada sobremesa juegan una brisca o un julepe, atropellado y salobre; por cortos momentos chispas iluminan el rostro terroso de la vieja. La niña juega bien pero sin ganas. Tras una jugada de fortuna para la vieja, se decide a hablar.
- Anoche llamó Eusebio, abuela - No hay un gesto, como si la vieja fuese un pedernal de trillo. Mira las cartas y reparte por arriba con fluidez inusual para sus dedos callosos y artríticos.
- A ese ni mentarlo - Pausa seca. - Y al juego - La niña recibe el naipe y varea los plomos que hacen de amarracos, disimulando. De cualquier modo, se atreve de nuevo, como si nada, aparentemente.
- Le manda recuerdos - Calla durante un suspiro y trata de arreglar- Dijo también que mandaría dinero.
La vieja no levanta la cabeza, sólo la pupila. Es un gesto automático, repetido millares de veces, millones de veces, desde la noche cavernaria en que el ojo se cubrió de bruma glauca. La vieja es inteligente y no debió ser mala moza. Lo que ahora vemos son los restos de un apaleamiento moral que duró una vida. La vieja es de adobe centenario, de piedra pómez de pulir perolas, sin fisuras para la compasión ni el lamento. Ni propio ni ajeno. - A buenas horas lo uno y lo otro. Pronto se acordó cuando debía - Hay otro silencio, algo más largo, acuoso y molesto. La niña se arriesga de nuevo al colocar una sota, se ve que por eso de pintar bastos.
- Dijo que quería venir por la Purísima. - A la vieja le tiembla la sotabarba, pero no dice nada hasta que hace dos o tres jugadas más. - No seré yo quien le abra la puerta. En mi casa no entra ese mal parido, bien lo sabe él, que siempre habla contigo.
La niña mira la tiritona del moño e intuye que miente un poco, pero no sabe cuánto y duda si alegrarse.
- Eusebio no es malo, abuela, a lo más caprichoso y ... - La vieja corta con un golpe de la palma en la mesa con tapete de hule verde que amortigua algo. - !Al juego, demonio! Y basta de hablar de ese. No quiero verlo y punto. Tú puedes hacer lo que quieras, es tu hermano y sabrás lo que te conviene. Aunque no lo creo. - Recoge la baraja mientras habla. - Pero en mi casa no. - Hay una breve pausa, muy, muy breve. - Guárdalo todo, me has quitado la gana de juego.
La vieja renquea hasta la pieza del final del pasillo, que de puro pequeño ni lo parece. Se recuesta vestida sobre una cama con colcha de encaje que parece suya, por lo descolorida. Cierra los párpados pero no duerme, repasa las cuentas de pasta de un rosario que fue negro y mueve los labios muy deprisa sin pronunciar sonido. Parece rezar, pero quién sabe si maldice los muertos de todos aquellos que conoció.
La niña enrolla el hule y guarda fichas y cartas en una caja que tuvo galletas. Finalmente acaba sentándose en la banca de la cocina y enciende la vieja radio de válvulas con transformador, (- Para qué comprar otra si todavía suena). La radio de madera y metal no sabe de lógicas humanas. En ella suenan voces en árabe y se habla de sucesos en lugares que no conoce. Parece no darse cuenta de nació en Baviera, pero ahora es un artefacto mesetario. Al poco, escucha cantar a un hombre en un idioma que no termina de reconocer. La niña, evidentemente no le conoce, pero le gusta su voz áspera que se arrastra. Lo deja sonar, muy bajito. Mira hacia el gran patio interior y ve las coladas del vecindario que siempre le parecen obscenos secretos, confesiones públicas que desmientes las ostentaciones de las fiestas de guardar; son la otra cara del barrio; de todos los barrios: macetas de geranios hacia la calle y combinaciones húmedas dentro. A la niña le parece difícil mantener la dignidad frente al paño de cocina o al calzón colgado.
Hace frió y los cristales hace rato que están empañados. Mira en la pared el plato que alguien trajo de recuerdo de algún viaje a Mallorca. Y piensa en su hermano. Comprende su opresión y aún hoy, le salva en su interior, pero también le odia un poco por dejarla sola. Oye el arrullo de la vieja y a pesar de ello se siente sola. La vieja casa, con dos mujeres que a su modo son ancianas, tiene voz propia. Piensa que debe ser como la de la radio, de caverna, de hogar frío y desangelado; pero a la postre, el único que conocen.
En su dormitorio la vieja tose secamente y escupe en la bacinilla. Sobre ella pende un crucifijo de madera y bronce con los brazos muy largos y muy rectos. Parece un Cristo aficionado que no sufre como debiera; pero la vieja reza a éste y a cualquiera. Tanto da. Para ella la religión es un trocar, tú me concedes y yo te doy. Estamos en paz, es lo justo. Y no se hable más que es tiempo perdido.
La niña bebe agua del grifo en un vaso de cristal ámbar. Lo hace con ansia y hace ruido al tragar. Tiene la sequedad de las digestiones pesadas, pero piensa que no ha comido tanto y no debe ser eso. Afuera, las nubes oscurecen por un momento las losetas de terrazo del suelo. La vieja respira fuerte haciendo ruido y la niña sabe que ya duerme. Se acerca a mirar y cierra la puerta del dormitorio, que tenía abierta. La niña se deja luego caer en uno de los sofás de tela verde del cuartito de estar, frente a un viejo aparato de televisión que permanece apagado por siempre, pues está roto y a nadie se le da un carajo arreglarlo. La habitación es pequeña pero tiene un algo de acogedora y amable, huele un poco a alcanfor y a dulce de membrillo. El gran cuadro de una campiña que quiere ser inglesa preside la pared empapelada de florones verdinegros. La niña mira hacia la puerta abierta al pasillo y piensa que tiene frío. Se acerca a la estufa de butano, saca una cerilla de la caja que reposa encima y la enciende. El olor a gas le llena la nariz mientras contempla el fogonazo sordo y como de broma que siendo muy azul levanta destellos naranjas. Siente el calor y se retira de nuevo al sillón. Pronto tendrá mucho más, es lo malo del butano.
De pronto, el timbrazo del teléfono de pared la asusta y da un bote para descolgarlo. No quiere que la vieja se despierte. Sabe quién llama, pero aun así pregunta:
- ¿Quién es? - Alarga el cable y se sienta en el brazo de un sillón de orejas próximo.
- Avelina, soy Eusebio.- La voz suena menos habitual, algo aguda y lejana, como de una persona desconocida. - ¿Qué tal estás?
- Bien, ¿Y tú?
- Tirando. - Hace un silencio- No creo que me den el trabajo que te dije. - La niña calla y juega con el cordón color crema, enrollándoselo en un dedo. - Por lo demás, bien. - Hace una pausa más teatral que necesaria. - El domingo que viene conoceré a los padres de Isabel. Me han invitado a comer.
-Ya- La niña no sabe si debe alegrarse y va a decir algo más, pero el hermano al seguir la ayuda sin querer.
- La abuela, ¿sigue sin ganas de verme?
- Sí, eso no creo que cambie. - El hombre suspira. Bajo su voz se escuchan ruidos de tráfico y una televisión, pero todo un poco apagado, como con sordina. La niña, no sabe el motivo, hace rato que mira sobre la mesa del fondo el retrato de la comunión del hermano. Con traje de marinerito. Es una fotografía un poco cargante y él está ridículo.
- Me gustaría que la conocieseis. - La niña calla. - Sobre todo tú; te gustaría. La Isa, quiero decir.
La niña, cuando habla, tiene los ojos como de terciopelo y al mirar parece que se excusase de hacerlo tan fijo. La mano ya no juega con el teléfono y se entretiene en colocar bien plisadas las tablas de la falda sobre sus muslos. Tiene algo, además, entre las muelas y hace girar nerviosamente la lengua para extraerlo. Al fin, lo traga, pero han pasado unos segundos. El hombre, que no sabe nada de todo esto, se impacienta por sus cosas. De repente, lo suelta de improviso, como cada vez.
- Avelina, vente a vivir conmigo. Sabes que puedes hacerlo cuando quieras. No me gusta que estés todo el día encerrada en esa casa que... - La niña le corta, pero dulcemente, como el topetazo de un niño chico que no jugase de veras.
- Déjalo, Eusebio. No dejaré sola a la abuela. No puedo.
- No te lo agradece. - El hombre se arrepiente un poco de haber dicho eso, inmediatamente después de hacerlo. Pero la niña no lo sabe y explica, como siempre también:
- A su modo, sí. - Callan ambos esta vez.
- Te vas a consumir en ese poblacho. Sabes que me gustaría que estuvieses con nosotros
- Lo sé. - La niña parece menos niña por momentos. Algo en su frente y en su mentón se crispa dándola un aire adusto que le favorece con la serenidad fingida de las heroínas de los cuadernos de cordel. Es, en la infinitud del segundo, todas las mujeres que se niegan a sí, por los otros. Es la madre coraje, su cicatriz, su caricatura, pero con su esencia, vívida y entera.
- Te seguiré llamando hasta que cambies de opinión. - Por primera vez, ambos sonríen respirando por la nariz con ruido. Es sólo un golpe, pero así es la felicidad en el fondo, como un soplido. La niña lo sabe desde hace mucho.
- Si puedes, saluda a la abuela. - El hombre habla un poco atropellado. Quiere despedirse con este pequeño buen sabor. La niña también.
- Lo haré.
- Te mandaré dinero. - Sabe que es algo que no puede permitirse, pero lo dice de todos modos.
- No hace falta. - Miente sin gran vehemencia.
- Lo haré de todas maneras, para que te compres algo. - La niña calla. - Un beso, Avelina. - El hombre parece emocionado; la niña lo está un poco, pero se le nota menos.
- Otro para ti. - Un momento de lapso. - Y suerte con sus padres. - Lo último él ya no lo puede oír. Ha colgado antes y sólo contesta el sonido de metal que irrita por agudo y tonto.
La niña cuelga morosamente, como si le costase o no quisiera hacer ruido. Se incorpora despacio y va a la cocina. Acaba de recordar que los platos siguen en el fregadero. Antes de nada, vuelve y apaga la estufa. Hace mucho calor en la habitación, pero no se ha dado cuenta hasta ahora. Regresa a la cocina remangándose las mangas de la blusa. Busca el estropajo en la despensa. El sol tibio se filtra por la rejilla diminuta y colorea los periódicos amarillos donde reposan manzanas de olor dulzón, latas de espárragos blancos y cestos de mimbre llenos de tomates verdes para ensalada. A la niña se le aclaran los ojos al pensar en su hermano, tan lejos, y se siente un poco boba. Al fin y al cabo, solo es un día más.

martes, 11 de octubre de 2005

Antecedente XII (Tesela)

El faro de la razón,
solícito, impertinente,
nos guía sin requerirlo.

La lucidez que despereza
nos duele con estruendo de guadaña,
con el brillo de cien soles derrumbados sobre espejos.

Y al tiempo, el destello que alumbra, ciega
La luz que nos ilumina, nos extravía.