Siempre
me han gustado las visiones idealizadas sobre el futuro. Reconozco el encanto
de la utopía. Y lo digo sin ninguna ironía, como lo haría con la demagogia. Es difícil
no sucumbir a las visiones que solucionan problemas globales, complejos y, a
menudo, enquistados por largo tiempo. Tienen además la ventaja imbatible de la
frescura, de la novedad libre de deudas y compromisos y de apelar, a menudo, a
aspectos nobles y elevados. Meter las manos en el barro es siempre menos estético.
Aparentemente.
Es
la vieja dicotomía de los grandes-meta relatos liberadores, del espíritu de Rousseau
frente a la visión triste de Hobbes. Probablemente falsos ambos si se analizan
de manera excluyente. Pero reconozco, eso desde luego, como decía Sampedro, la
utilidad utópica como norte estelar, como marca en el camino a seguir más que
como destino realmente alcanzable.
Creo,
y por tanto lamento en consonancia con lo anterior, que desde hace años, muchos
de los líderes políticos occidentales y de sus legiones de asesores han optado
por asumir un entorno posmoderno donde la fuerza queda arrinconada en algún
poco digno rincón del baúl de la historia para dar paso a un juego de
influencias culturales, de alianzas bienintencionadas y básicamente, de redes
de intereses económicos. Y el problema de la ausencia de estrategia frente a
los problemas reales queda patente una y otra vez.
Y creo,
desafortunadamente también, que aún no estamos preparados para la utopía y
muchos focos actuales de conflicto internacional, así nos lo demuestran con tozudez.
Podíamos hablar de Siria, de Gaza, de Irak, pero quiero detenerme en el
conflicto entre Rusia y Ucrania y todo lo que desvela la respuesta occidental
al mismo.
Es
claro que Europa no sabe qué hacer ante la campaña que Rusia ha desatado contra
Ucrania. Primero segregando la Península de Crimea y ahora animando un
movimiento secesionista en los territorios del este y sur del país, que tienen
una considerable proporción de población rusófila.
Lo
que está ocurriendo no deja de ser un movimiento más de lo que Putin venía
anunciando con claridad desde hace años y que tenía el precedente de lo
ocurrido en Georgia. Rusia tiene un problema crónico de imposible solución: una
desproporción entre población y territorio agravada por la ausencia de
fronteras naturales seguras (situación está que comparte, por cierto, con la
expansionista Alemania y obviamente le diferencia con claridad de los Estados
Unidos).
Este
hecho les ha impulsado a tratar de adelantar las fronteras como medida
preventiva de seguridad. Siempre lo han hecho así. Podemos acusarles de neuróticos,
de imperialistas o de los que nos parezca más adecuado en base a nuestro estado
de ánimo, pero tras las experiencias de Napoleón y de Hitler en los dos últimos
siglos, conviene ser algo más respetuosos con el sustrato emocional colectivo ruso
y desde luego, no eliminarlo de un golpe con un adjetivo simplificador.
El
eje formado por los territorios comprendidos entre el mar Báltico y el mar
Negro podría ser considerado como el istmo que une la península Europa al continente
asiático. Una franja de terreno que actuaría como el foso que ayuda a contener
al hipotético enemigo, pero también como el puente que permite a Rusia
reivindicar su condición de potencia europea y por tanto, su derecho a
participar en los grandes debates del Viejo Continente.
El
eje Báltico-Mar Negro fue parte del Imperio de los zares. La Unión Soviética lo
perdió tras el fin de la Primera Guerra Mundial, pero lo recuperó ampliamente
tras la Segunda Gran guerra añadiendo un nuevo margen de seguridad que
adelantaba sus líneas hasta el corazón mismo de la Europa continental.
La
descomposición de la URSS devolvió la libertad política a estos países y aquella
perdió estos territorios o al menos su control sobre ellos. Y lo que está
sucediendo frente a nosotros de manera evidente es que, una vez más, Rusia
trata de recuperarlas mediante la intimidación y la fuerza. No hay nada nuevo
ni sorprendente, salvo quizás, la ceguera de Occidente.
Putin
no deja de ser fiel a sí mismo y a la historia de su país. Es un nacionalista convencido
que se resiente de la humillación de la derrota y de la perdida de una parte
importante de lo que él y muchos otros rusos consideran suyo. Se siente dolido
porque Estados Unidos y sus socios europeos no cumplieran el compromiso verbal
del primer Bush de no avanzar sus líneas hacía el Este y acogió con lógica ironía
el precedente de Kosovo como ejemplo de lo que se podía hacer con las fronteras
de un tercero cuando conviene a una gran potencia. Y en ello están.
El Gobierno
ruso ensayó una nueva política de acoso en Georgia y le salió gratis. Y ahora lo
repite en Ucrania con más decisión, porque sabe que Estados Unidos carece de
estrategia. Trata de evitar verse comprometido en nuevos conflictos y lo
necesita en Siria e Irán.
En
cuanto a los europeos, están más divididos que nunca antes desde el tratado fundacional
de Roma. La implantación del euro ha dividido en dos (por ser optimista) al viejo
continente. La desconfianza ha impedido su pleno desarrollo institucional y la
suma de déficits, de deuda y el estancamiento que ha producido la actual crisis
crea fundadas dudas sobre el futuro de la eurozona. ¿Cómo no va aprovechar Rusia
una oportunidad como esta?
Lo
realmente grave es la evidencia de que ni Estados Unidos ni Europa tienen algo
parecido a una estrategia común. Por el contrario, lo que estamos viendo es una
re-nacionalización de sus políticas, cada uno por su lado de modo descoordinado.
Y Rusia
juega fuerte aunque es débil. Su economía depende de los hidrocarburos que previsiblemente
van a sufrir una caída constante de demanda y precios los próximos años (sus
clientes a medio plazo pueden cambiar de fuente de suministro). La corrupción y
la ineficacia son características estructurales de un estado que se presenta
como democrático, pero que está lejos de serlo. Su sociedad no se siente
satisfecha, pero disfruta de estos actos de prepotencia, de estos ejercicios de
humillación a Occidente. Y así, Putin, maneja la política exterior con fines
domésticos, populistas y demagógicos que refuerzan su posición. Y está lejos de
estar loco, como a veces se dice, buscando dar una respuesta de nuevo completa y
simplista a un problema mucho más complejo. Mide sus pasos, calcula riesgos,
evita acciones puramente militares y trata de disfrazar sus maniobras como
respuesta ante el clamor de poblaciones maltratadas. Lo hizo, como digo, en
Georgia y lo está practicando de nuevo en Moldavia y Ucrania.
Europa
despierta a disgusto de su letargo de “laissez faire” utópico, reconociendo que
la inacción en Georgia dio alas a Rusia y que el riesgo de que continúe en los
estados bálticos es real. Son la pieza más septentrional del eje Báltico-Negro,
con importantes poblaciones rusófilas en su interior (incrementadas los últimos
años de manera claramente interesada).
Y si
eso llegara a suceder ya nada podría ser igual, porque los tres estados forman
parte de la Unión Europea y la Alianza Atlántica. Ya nadie podrá decir que no
estamos obligados a actuar porque son nuestros aliados. Y aunque algunos
analistas se han apresurado a reconocer quenas países no irán a la guerra con
Rusia por Estonia, es mucho más fácil decir que asumir sus posibles consecuencias.
Rusia
está poniendo a prueba la propia existencia tanto de la Alianza Atlántica como
de la Unión Europea. La recomposición de un consenso estratégico en el seno de
ambas organizaciones es uno de los grandes retos van a determinar nuestro
futuro inmediato.
Fijar
una política real común y mantenida que disuada a Rusia de seguir adelante y
que, al tiempo ayude a dotarnos de un necesario proyecto común, económico y de
seguridad es condición sin la cual el actual entramado institucional se vendrá
abajo y es un lujo que no deberíamos permitirnos.