miércoles, 18 de octubre de 2006

Trascripción de la transmisión 7232 / 86 en VLF (25 Khz)

“Imagino que a nadie le importan demasiado las historias de los demás. Se escuchan en la mayoría de las ocasiones por respeto, por morbosidad o por que, sencillamente no hay más remedio. Pero ganas, curiosidad verdadera, deseo intenso solo se siente en unas pocas ocasiones. Supongo por tanto que si cuento mi historia o dejo de hacerlo carece de importancia real. Y parto de la hipótesis de que algo de lo que hacemos tenga una importancia real. Detrás de creer lo contrario está casi siempre una cierta vanidad.
Personalmente y salvo por curiosidad malsana siempre me ha dado lo mismo lo que opinen a mi alrededor. Pero por extraño que parezca esto ya no es completamente cierto aquí. Además, y es lo más importante, tal vez lo único importante, a estas alturas carece de importancia. La mayoría de las cosas que fueron parte de mí mismo en la Tierra ya no tienen demasiado sentido y me parecen ajenas, como contadas de otro. Es curioso y me sorprendo al oírme decirlo, pero es la realidad. De cualquier manera, probaré a entretenerme unos minutos. No tengo nada mejor que hacer y de cualquier modo ayuda a esperar.
Aunque recapitular es siempre una cierta obviedad, todas las historias tienen un principio y la mía podríamos decir que empezó a millones de kilómetros de aquí y hace bastantes décadas. Sabemos que las cosas habían empezado a ir mal para la humanidad antes de empezar a embarcar. En la escuela habíamos estudiado que en el año 1906 había en la Tierra algo menos de 1600 millones de personas y los recursos naturales parecían inagotables. El mundo era aún una gran frontera que aunque es cierto que se extendía cada año, aún escondía algún sendero sin explorar, puro, primigenio y eso era para el espíritu común como un símbolo, un estado de ánimo espiritualizado. Un siglo después ya éramos casi 7000 millones y el planeta era un territorio completamente ocupado, explorado, horadado y sondado hasta la náusea en el que los recursos se iban agotando de manera inexorable uno tras otro. El pesimismo comenzó a extenderse como un virus. Lenta pero implacablemente.
La segunda gran crisis del petróleo inició una reconversión energética e industrial masiva en una economía que de facto era asimétrica pero global. Se generaron millones de desempleados que no supieron o no quisieron adaptarse a nuevos tiempos y nuevas formas de producir. Otros, como siempre sucede, amasaron enormes fortunas y naciones enteras que apenas unos años atrás no aparecían apenas en los mapas políticos pasaron a ser capitales de nuevas vías de comercio y de nuevos centros de poder. Imagino que pasaría lo mismo cuando desapareció el carbón o unos humanos comenzaron a fabricar espadas y arados de bronce. Al final todo es incertidumbre. Cíclica, pero incertidumbre. Probabilidad estadística. Inferencia.
Muchos de los antiguos estados no fueron capaces a mediados del siglo XXI de superar las nuevas pruebas que se les planteaban: Emigraciones masivas, hambrunas, cambios climáticos aparentemente repentinos, guerras regionales fratricidas, nacionalismos exacerbados, índices crecientes de pobreza y desigualdad. Esos mismos poderosos estados nación que a lo largo de los dos siglos anteriores habían sido capaces de generar educaciones universales, de crear sólidos sistemas de pensiones y subsidios, de construir medios de transporte que unieron el mundo conocido, de regular las actividades económicas, de impulsar los avances de la ciencia y la tecnología, de reducir la mortandad infantil, de eliminar enfermedades endémicas, de multiplicar la esperanza de vida de cientos de millones no eran capaces de legitimar su existencia y sus propias competencias se pusieron en cuestión en un periodo sorprendentemente corto. Un periodo que ni los más agoreros habían podido prever acertadamente.
Los nuevos decisores públicos, las grandes corporaciones, los poderosos grupos de interés buscaron o crearon nuevos sustitutos que prometiesen los resultados que se deseaban en un mundo que anhelaba la estabilidad de los periodos fértiles del siglo anterior. Fue el nacimiento de las poderosas agencias corporativas. Nacidas como una mezcla de grandes entramados industriales y sociedades públicas seudo estatales que llenaron ese espacio ambiguo de lo público y lo privado que se había creado años atrás con la obligación de reconvertir un sistema que de modo peligroso dependía energéticamente de productos que estrangulaban en cada nueva negociación tanto a los países productores como a los consumidores en aquella conocida maldición de las materias primas. Lo hicieron, para ser breve y poco riguroso, con una mezcla de eficacia republicana y discurso social demócrata. Era un tópico reafirmado, pero cuando manejas todos los medios de comunicación al tiempo, ya no te importa serlo. Para ser sincero, ya no necesitas serlo.
En aquellos años convulsos yo estaba terminando la universidad y francamente, nada de lo que veía fuera me resultaba atractivo. Al menos, dentro teníamos amplias posibilidades de evasión y como siempre sucede, existía esa extraña sensación de permanecer a una especie de contracultura que fundamentalmente se debe a la propia juventud y a la capacidad, a la mera posibilidad, de hacer cualquier cosa.
Tras algunos vaivenes decidí que la exploración y colonización de las nuevas fronteras marcadas por las agencias corporativas eran mi destino. Y si no, al menos parecía un buen pasatiempo. Pertenecer a una generación de pioneros era bastante mejor que sentarse frente a las enormes pantallas de televisión holográfica y malgastar el poco tiempo libre que dejaba un trabajo rutinario en los adosados de las inmensas ciudades dormitorio.
Me parece irreal, pero hace ya más de tres años que finalicé el proceso de selección en las oficinas del consorcio espacial europeo y pasé la batería de entrevistas de admisión. En aquel momento, lo más importante era que todos nosotros fuésemos individuos sanos y estables mentalmente. Simple pero eficaz. Sabían mejor que nosotros que no habría demasiado espacio para problemas emocionales en lo que llamaban eufemísticamente los nuevos hábitats y tampoco podríamos permitirnos el lujo de abandonar demasiado tiempo nuestras ocupaciones habituales. Esto nunca lo entendí demasiado bien porque todos sabíamos que sin nosotros y en muchas ocasiones, a pesar de nosotros, casi todo estaba controlado por computadoras y éramos totalmente innecesarios salvo para aquellos trabajos que exigían una destreza manual o una versatilidad de funciones que todavía no se había alcanzado en los brazos mecánicos y en los cerebros artificiales.
Llegamos finalmente tras los tres meses de preparación intensiva, en cientos de autobuses de color oscuro a la central de lanzamiento de la Guayana una mañana cálida de otoño y no se me ocurrió pensar que tal vez fuera la última vez que respiraba aire sin filtrar. Nunca es bueno pensar esas cosas cuando estás a punto de subir a una bestia de metal de medio millón de caballos de empuje. Lo que sí me llamó la atención era que todos los autocares eran negros o azul marino.
Embarqué a bordo del trasbordador “Decca” junto con otros seiscientos cincuenta seleccionados más. Apenas hablamos entre nosotros en el inmenso vehículo de unifase. Estábamos todos tan nerviosos que solo podíamos concentrarnos en nuestros propios temores, en nuestras familias ya casi inexistentes y en algún despecho que había sido el acicate para acudir a la selección y que ahora se veía como algo superfluo e infantil. Pero todos aparentábamos seriedad y determinación. Todos parecíamos recién salidos de un envoltorio de plexiglás con nuestros monos grises de trabajo inmaculados.
La puesta en órbita sólo duró unos veinte minutos, al cabo de los cuales todos experimentamos algo diferente y que, aunque se parecía a los entrenamientos en las piscinas era en lo sustancial completamente distinto: La ingravidez. El viaje de tres semanas sirvió para eliminar a aquellos candidatos excesivamente sensibles al mareo o para determinar errores en el proceso de selección. Al principio era difícil adaptarse a la variación diaria entre la gravedad normal y nula. Por las noches teníamos un terrible mal de mar y algunos vomitaban en el silencio de la noche entre los ecos metálicos de los baños que vibraban con el enorme diapasón de los motores de hidrógeno. Todo esto era importante porque los nuevos hogares de nuestro destino, la estación “Distress” tenían gravedad artificial por causa de la rotación, y muchos de nosotros trabajaríamos en la industria de la construcción o de la extracción de mineral o de gas donde la gravedad no existe en absoluto. Aquellos de nosotros que físicamente pudimos adaptarnos mejor a una alternancia rápida obtuvimos puestos de trabajo mejor pagados. Yo fui uno de estos últimos, pero en aquel momento todavía no estaba muy seguro de ello y pasaba buena parte del día medio sedado para soportar los cambios repentinos y el mareo.
Fueron tres semanas sin nada demasiado digno de destacar. Hacíamos interminables colas para asomarnos a las pocas claraboyas que tenía la nave y aunque al final siempre quedábamos decepcionados y un poco desamparados ante la visión del vacío espacial, siempre volvíamos a hacer la cola un tiempo después para experimentarlo nuevamente. Lo más digno de destacar, tal vez por ser lo más grande que vimos, fueron las estaciones de energía, nuevos satélites solares, en fase de montaje para el suministro de helio a la Tierra. Las estaciones eran unas diez veces mayores que los propios hábitats hacia los que viajábamos y que aún no conocíamos. No percibí gran detalle desde el exterior porque se hallan protegidos de los rayos cósmicos y las erupciones solares por una gruesa capa de material heterogéneo, principalmente escorias de las industrias elaboradoras que les otorgan una forma indefinida de tubérculo oscuro. Grandes patatas viejas flotando en el negro espacial.
Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, la “Distress”, tuvimos dos sorpresas. Al menos yo las tuve. La primera era que nuestro hábitat eran en realidad muchos. Comprendí claramente porque en los cursos hablaban de poli estación. La segunda, era que lo que veíamos en principio distaba mucho de ser el nuevo hogar pleno de maravillas y comodidades que nos anunciaban en la publicidad de los enganches.
Todas las estaciones que conformaban la “Distress” eran variaciones de una misma forma esférica, cilíndrica o anular básica. A las pocas horas comencé a vivir en el lugar desde el que dicto estas palabras que es probable que sean las últimas y en el que he languidecido desde hace bastantes meses. Suena un poco frívolo en su propio tinte trágico, pero no se expresarlo de otro modo. Y la verdad es que mirando hacia atrás no debiera tener esta sensación. En teoría todo tenía que haber funcionado de otra manera, pero ya no tiene solución.
Mi estación particular, la “Distress 017” era una esfera de unos quinientos metros de diámetro, con una circunferencia interior, a modo de ecuador, de casi dos kilómetros. En realidad digo era y sería más correcto decir es, porque aún tiene esa forma. En la vía anular se celebran carreras de bicicletas y patines en línea. El camino completa un círculo, siguiendo el ecuador y en sus proximidades se encuentra un pequeño río con musgo en el fondo y piedras artificiales talladas al láser imitando la erosión. Reconozco que me sorprendió agradablemente y pensé que mi pesimismo inicial se debía a las semanas de viaje y a la fealdad de los accesos de comunicación con los hangares. Es verdad que el tamaño no era muy grande y era un poco extraño mirar hacia donde se supone que tenía que estar el cielo y ver tierra y casas y gente boca abajo, pero en conjunto resultaba agradable.
La esfera gira sobre si misma una vez cada treinta y dos segundos, de manera que se consigue en su ecuador una gravedad prácticamente igual a la terrestre. El resto de esa extraña tierra interior forma un vasto valle curvado, que asciende desde el ecuador hasta las llamadas líneas de latitud de aproximadamente cuarenta y cinco grados a cada lado. La zona de viviendas estaban dispone en forma de apartamentos escalonados de escasa altura, vías peatonales destinadas al pequeño comercio y algún pequeño parque con palmeras y plataneros que cuidamos más que a nosotros mismos porque aquí hemos aprendido a amar extraordinariamente las cosas que crecen y tienen vida. Supongo que en cierta manera las vemos como compañeras de viaje. Una de las ventajas, es que no hay ningún tipo de plaga y eso favorece que hasta los torpes como yo pudiesen tener un cierto éxito con el cultivo. En realidad había otra finalidad a la simplemente estética y era la producción de oxígeno nuevo, sin reciclar. En los ciclos nocturnos se aspiraba el anhídrido sobrante para mantener el equilibrio y el problema quedaba parcialmente resuelto. Por mi parte, solo por la compañía estética que hacían hubiese tenido aún más, pero el cálculo de las estructuras del hábitat imponía un estricto control de los pesos para mantener la rotación constante con el menor consumo energético.
Los servicios sanitarios, administrativos, las industrias ligeras y todas las tiendas estaban instalados en el subsuelo o en la esfera central de baja gravedad, cuando no escalonadamente con mucha inclinación, ya que se prefería destinar la mayor parte de la zona habitable a césped de grama y jardines o pequeños huertos. Cuando llevabas tan solo unos días viviendo estabas completamente de acuerdo.
Al segundo día de mi llegada me di cuenta de que la luz del sol nos llegaba con menos fuerza que en casa y con un ángulo de unos treinta y cinco grados, es decir, como lo haría en la Tierra al inicio de la mañana o al finalizar la tarde. La duración del día y, por consiguiente, el clima se regulaba conforme a nuestra mayor o menor admisión de luz solar por una batería de computadoras de base neural que aprendían a establecer los ciclos que mejor se adaptan a nuestra producción y a los estados de ánimo. Estaba conectada a las bases de datos industriales y sanitarios con lo que los propios indicadores de minería de datos selectiva están autodefinidos y cruzaban la información de las enfermedades y de los índices de producción. Al parecer decidían que es bueno para nosotros que el tiempo no sea siempre excelente. Imagino que por el tedio que provoca y que puede ser predecesor de la depresión espacial. Nuestros ordenadores como pequeños dioses rurales nos traen el clima que les parece oportuno. Las ofrendas no les afectan, aunque para ser sincero nunca hace granizo o niebla o lluvia que no sea fruto de aspersores con gravedad controlada.
En la “Distress 017” nos regimos por tiempo horario GMT + 1, pero el resto de los hábitats tienen zonas horarias diferentes lo que resultaba bastante práctico ya que como todos servimos a las mismas industrias las operaciones de producción proseguían ininterrumpidamente durante veinticuatro horas cada día, en tres turnos, sin que nadie tuviese que trabajar por ello en los turnos de noche.
Mi apartamento es de unas dimensiones semejantes a la vieja casa en la que había vivido en Madrid durante mi periodo de estudios, unos treinta metros cuadrados y cuenta además, con un pequeño jardín donde prefiero cultivar tomates y patatas. A pesar de la porquería del seudo huevo liofilizado que podemos conseguir y como si que se puede encontrara aceite de oliva, mis tortillas españolas (“espanisomelet” como decían todos en ese inglés internacional de cien acentos que hacía las veces de esperanto o de interlingua) tenían una cierta fama.
Como al parecer, los hábitats “Distress” del uno al veinte fueron de los primeros construidos, los árboles han tenido tiempo de desarrollarse y de alcanzar buen tamaño. En el jardín de los vecinos hay un par de cipreses que pasan de los tres metros. He pasado muchas horas de mi tiempo libre mirando el ciprés estático, absolutamente impávido, como de plástico. Tal vez, la ausencia de viento haya sido una de las cosas más desquiciantes con el paso del tiempo. Todo está siempre igual, nada se mueve, como en un museo. Nada se erosiona.
Todo está construido a pequeña escala y sin embargo, para tratarse de una comunidad con capacidad para más de ocho mil personas a pleno potencial nunca me he quejado de las posibilidades de distracción. Hay que tratar de cuidar esos pequeños aspectos de civilización que nos mantiene en la ilusión de ser humanos en el sentido más estricto. Tenemos cuatro pequeños cines, unos cuantos restaurantes, una docena de bares, dos piscinas de baja gravedad y un gran gimnasio de gravedad variable.
El agua para los hábitats se obtiene combinando hidrógeno traído de la Tierra en grandes contenedores con ocho veces su peso en oxígeno lunar. Aquí, en la industria de baja gravedad de la “Distress” el oxígeno es un subproducto de los procesos industriales productores de metales y vidrio. Nuestro suelo, nuestra tierra, proviene del cinturón de asteroides que no está demasiado lejano y es fértil una vez se le han incorporado nitratos y agua. Dada nuestra ilimitada energía, de coste irrisorio, nos hallamos libres de toda clase de contaminación. La energía apenas cuesta nada y las materias primas son, en cambio, relativamente caras. Por eso nos sale muy a cuenta el descomponer los productos de desecho en sus elementos componentes.
Antes del accidente ya se hablaba de transferir las bases mineras de la Luna a los asteroides, donde contaríamos con una gama completa de elementos, inclusive carbono, nitrógeno e hidrógeno. En cuanto a energía no nos había de costar más que el obtener materiales de los asteroides en vez de procurárnoslos de la Tierra, y además tendría que resultarnos mucho más barato porque el sistema de transporte no habría de requerir fuerzas de propulsión elevadas.
La vida, si lo pensabas fríamente, era en general cómoda. Había verduras y frutas en sazón en todo momento, pues disponíamos de cilindros agrícolas para cada mes del año, cada uno de los cuales contaba con su propia regulación de ciclos de luz y noche. Ahora ya es difícil pensar en estas cosas si no es haciendo un esfuerzo.

Cuando se localizó el escape se dieron diversas explicaciones, pero ninguna nos convenció. La filtración o lo que todo el mundo empezó a llamar la filtración, más por reverberación de diapasón que por comprobación, provocó en muchos de nosotros la sensación de estar bajo los efectos de un tremendo impacto y sentirnos al tiempo, aturdidos y confusos. Parecía como si estuviéramos viendo una película o teniendo una pesadilla interminable. En parte este aturdimiento nos protegió durante los primeros días de sentir de golpe el efecto pleno de todo lo que había ocurrido.
Algunos comenzaron a sentirse poco después abrumados por el dolor, por un dolor sordo que eran incapaces de describir e incluso de localizar y por una extraña e indefinida sensación de pena. Recuerdo haber visto a compañeros de la sección llorar incontrolablemente por una pequeña incorrección en los procedimientos de barrenado. Otros se sobresaltaban con facilidad, se sentían extremadamente ansiosos al salir de los habitáculos o al estar solo, o experimentaban oleadas de pánico y se culpaban de situaciones no tenían nada que ver con ellos. Algunos reían sin saber bien porque razón. La depresión y la búsqueda de la soledad parecía que duraría para siempre decían muchos y al rato no querían estar solos para evitar pensar tan frecuentemente en las ideas de suicidio que se habían extendido enormemente desde que se comenzó a hablar de la filtración.
Por mi parte, no podía hablar con los demás sobre mis sentimientos, no podía dormir, tomaba demasiados estimulantes e incluso alcohol y subía y bajaba de peso en cuestión de días. Además, había empezado a pensar en minucias de mi adolescencia que creía superadas hacía años y que ahora me torturaban absurdamente como caminos iniciados y no terminados que me recriminaban continuamente por mi endémica falta de carácter.
Los siquiatras diagnosticaron muchos pequeños brotes de lo que empezaron a llamar eufemísticamente la enfermedad psicógena masiva y buscaban sin encontrarlo los desencadenantes, los factores ambientales. Todos sabíamos que había sido la filtración. Lo pensábamos hasta aquellos que no terminábamos de entender muy bien de lo que estábamos hablando. Que éramos la mayoría.
Decían que todo parecía haber comenzado con un mal olor en la zona de hangares. Muchos empezaron a creer que habían podido estar expuestos a algo peligroso y comenzaron a experimentar señas de enfermedad al mismo tiempo de creerlo.
Los cuadros médicos y los gerentes estaban desconcertados. La gente enfermaba al mismo tiempo. Por docenas, por cuadros enteros de producción, por equipos enteros. A la vez, como en una explosión geométrica. Al tiempo y era lo más desconcertante, los exámenes físicos y los análisis demostraban resultados normales. No se podía encontrar nada en el entorno que podría hacer que la gente enfermara. Nada que demostrase ninguna anomalía en los propios enfermos. Y sin embargo, teníamos fiebre, espasmos musculares, lagrimábamos continuamente y sentíamos la piel ardiendo.
Así pasaron unos cuantos días angustiosos en los que las fábricas dejaron de producir, los sistemas se mantenían gracias a su autonomía. La gente inundaba las clínicas o se quedaba en casa.
De pronto y sin sorprendernos demasiado, una mañana encontraron a un trabajador muerto en su ducha. Fue el primero. No tenía marcas, no tenía ninguna señal. Aparentemente parecía un fallo cardiaco. El siguiente fue una mujer y siguió el mismo patrón. Los que vinieron después ya no eran tan evidentes. Muchos habían preferido quitarse la vida y aparecían en lugares sorprendentes. La baja gravedad presta un mundo de nuevas posibilidades para la tarea de poner fin al sufrimiento y dejar de hacer frente al piélago de calamidades que decía el poeta. No quiero hacer una trivialidad de algo tan macabro pero es así.
Poco a poco, fuimos quedando menos, las lanzaderas fueron utilizadas por los que pudieron hacerlo. En el centro de la esfera una pequeña masa de cadáveres flotaba en la gravedad cero haciendo las veces de núcleo sin que nadie se preocupe de retirarlos. Hace mucho que el número de los fallecidos supera el de los vivos. Los sistemas se han mantenido de modo automático desde hace semanas y sé que cada vez quedamos menos porque hace días que no veo a nadie y no escucho voces o sonidos humanos.
Los ojos me arden y no consigo que me abandone el dolor de cabeza. Estoy cansado de tomar pastillas y creo que, sinceramente, no valen de nada. Imagino que queda poco tiempo y quisiera dejar algo detrás de mí. Supongo que siempre se tiene la tentación al final de hacer que algo perdure. Aunque solo sean unas palabras lanzadas al éter. Lo más triste de todo es que salvo lo que he contado no sé que más decir.
No sé que ha sucedido y tengo la sensación de no haber hecho mucho que haya valido la pena ni para aclararlo ni para nada en concreto. En estos momentos es quizás lo que no he hecho lo que más importe. Lo que no hice y me hubiera gustado hacer. No he creado, no he destruido, no he sostenido, no he derribado, no he enaltecido. Y da lo mismo. Sinceramente da lo mismo.

Fin de transmisión.
Kilo, kilo, kilo.”

lunes, 9 de octubre de 2006

Generalidad XVI

“Deus ex machina” es una expresión latina, traducción a su vez de la locución griega “apo mikhanis theos” que vendría a significar la aparición de un dios como por arte de magia. En el teatro clásico la súbita aparición en escena de una deidad, que venía literalmente volando a rescatar prodigiosamente a los protagonistas de alguna situación desesperada. Los Dioses (Deus) que aparecían desde fuera (ex) de la acción teatral accionados por poleas o artilugio mecánico parecido y propio del atrezzo o aparejo teatral (machina).
Dicho recurso escénico se atribuye a una invención de Eurípides y el artefacto, llamado mékhane, que permitía al figurante que hacía las veces del dios de turno mantenerse en el aire sobre el escenario, no era sino una rudimentaria grúa de tramoya de la que pendía el actor sujeto por una cuerda.
Virgilio es uno de los primeros en utilizar el concepto en “La Eneida”. Horacio, más tarde, recomendará en su “Arte Poética” ser prudente al urdir el desenlace y recurrir a un poder sobrenatural sólo cuando lo requiera la índole de la obra: “Nec deus intersit, nisi dignus vindice modus” (No hagáis intervenir a un dios, sino cuando el drama es digno de ser desenredado por una divinidad).
En la actualidad, la frase se aplica, ya fuera muchas veces de la realidad teatral, para designar lo que inesperadamente surge para resolver una situación aparentemente imposible. A lo Marvel, para entendernos.
Cuando se añade que vivimos en una era que revisa permanentemente la fe religiosa, Henri Bergson nos recuerda una verdad poco halagüeña para la naturaleza humana: “El mundo es una máquina para fabricar dioses”.
Todos sentimos la tentadora necesidad de que se solucionen los acuciantes problemas de este desdichado mundo con una intervención externa que provoque repentinamente un desenlace feliz, al margen de lo que consideremos conformante de esto último.
“Deus ex machina”, incluso para los no familiarizados por la expresión, adopta miles de formas variadas de soluciones providenciales que lo arreglan todo. Todos queremos el nuestro. Todos anhelamos la infantilización que nos provoca esa figura paterna que solventa y arregla todo lo que nos angustia de lo desconocido, origen evidente de toda incertidumbre. Es el propio azar que nos libra de lo azaroso.

Corro por todo ello a jugar a la bonoloto del jueves, a la lotería primitiva, a los ciegos, al décimo de navidad que ya se acerca… “Deus ex machina”