lunes, 9 de abril de 2012

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 29)

Una tarde en la que había dejado la cómoda compañía del correo de postillón y cabalgaba solo, entre enormes bandadas de mugientes e infiernos de yerba sin fin, hacia una luz que declinaba más deprisa de lo normal, encontré lo que parecía ser una sucia taberna. Taberna que era poco más que una caja mal terminada de tablones sin encajar, sin ninguna luz y mucho ruido.
Al entrar, cuando los ojos se hubieron acostumbrado a las sombras, acodado en un  barril, vi a un tipo breve y enflaquecido, trazado sobre arrugas de rastrillo y con la piel marrón de lo puro curtida. Sabría después que se trataba de Gerchunoff el viejo. Tampoco lo sabía en aquel momento, pero era un gaucho judío. El auténtico hijo de Israel, sobreviviente de una larga estirpe que arrastraba alguna inquisición y cien diásporas. Era el jefe de los colonos de Entre Ríos, buenos jinetes que leían el Antiguo Testamento y guardaban los sábados.
Si hubiera tenido tiempo antes de entrar, habría podido ver que, en el mísero poblacho que se levantaba circundando la taberna, había carpinteros, marroquineros, caldereros, chapistas, changadores, carniceros e incluso, algún tejedor. La mayoría judíos, aunque no todos.
Todos traían sus tropillas de caballos en chalanas, con las que cruzaban Punta Chica siguiendo el Delta hasta las costas de Soriano, y establecían sus manchadas en márgenes navegables para facilitar los embarques de cuerambres y de gorduras y asegurarse así de las sorpresas de los estaqueaderos.
El grupo de Gerchunoff se componía de veinte o treinta individuos conchabados entre lo peor de los arrabales de las viejas ciudades españolas. Estaban perfectamente armados y, como disponían de buenos caballos, les era fácil ahuyentar las cuadrillas sueltas de indios.
Llevaban con ellos seis o siete muchachas de edad indefinida a las que llamaban siempre por el nombre de chinas o guainas, no importaba quienes fueran. No llegue a entender nunca el parentesco que había entre todos ellos y cuando llegué a conocerles algo mejor comprendí que carecía de importancia. Era un grupo tallado para la subsistencia. Y el resto era accesorio.
Me habían hablado de grupos parecidos que viajaban hasta la pampeana y más allá, hasta la Patagonia. Se me antojaba buena cosa la idea de poder hacer el viaje acompañado, pero seguro que viéndome no les habría parecido nada más que un estorbo.
El tal Gerchunoff me miraba sin quitarme ojo. Llevaba una especie de pantalones con lo que parecían crivados en la parte del tobillo. Una camisa holgada y una pañoleta que además del cuello cubría también la cabeza. Colgado del cuello y a su espalda un estrecho sombrero de cuero de los que llamaban de panza de burro. Pero sus hombres eran aún peores, parecían una mezcla extraña de turcos y vascos con aquellos pantalones bombachos, las boinas y las alpargatas.
Me miraban como se mira a un animal al que al hacerlo se pondera si merece el esfuerzo de alancearlo. Al cabo, tomada la que parecía la decisión de mi desgracia, abrió la boca podre y dejo caer tres palabras muertas.
Tú, ¿quien eres?
La verdad es que debía haber cambiado mucho desde que dejara Tacará. Pensamiento éste sin duda absurdo, pues ninguno de los presentes me había visto nunca antes y poco se les daría si había permanecido igual o no.
Cierto que estaba más flaco y con barba y el pelo largo, con la ropa sucia aunque se adivinaba de buen paño y bien cortada. Pero sobre todo me delataba aquel aire de estar permanentemente fuera de sitio desde que había abandonado la casa de mi madre en circunstancias tan desafortunadas.
Me llamo Simón. Simón Araujo.
Me paré ahí. Evitando el y Vergara, que previsiblemente además de no cuadrar en el entorno, adiviné con claridad que me traería problemas.
Vengo desde el Uruguay. Viajo hacia el Sur.
¿Solo?
Si.
Mala cosa.
Si. Pero no puedo hacerlo de otra manera.
Me miró de arriba abajo.
Todos los que vienen acá escapan de algo o buscan algo. O las dos cosas. Todos están seguros de ganar buen dinero y de olvidarse de la polenta. Que aquí se come buena carne, buen pan y buenas palomas. Al final, todo es mentira, ¿no, Bonesso?
El tal Bonesso, era un gordo sudoroso que llevaba la camisa más sucia que había visto nunca. Tartamudeó un poco al hablar. Debía ser el bufo de la partida.
Aquí, quí, quí, todos viven de carne, pan y minestra. To, to, todos los días.
La banda rio con ganas. Yo no.
Parecía absurdo haber llegado tan lejos, tan en el fin del mundo, para terminar degollado por una cuadrilla de gauchos locos. Muerto donde nadie sabría de mi final.
Comencé a creer que en verdad lo era. Mi final quiero decir. Y aquello me hizo ser algo audaz. Total, no tenía ya nada que perder y todos esperaban que me arrancase con algo.
Me gustaría poder viajar con vosotros.
Tras un breve silencio, las risotadas casi hicieron descoser la tablazón.
Al final, Gerchunoff, que no se había presentado aún, habló.
Y, ¿para que vales tú, gachupín?
Se leer y escribir. Callé un instante. Seguro que hace tiempo que no habéis escrito cartas a vuestras casas.
Alguno bufó e incluso sonrió con sorna, pero al final, esta vez si callaron todos. De pura suerte, debía de haber pinchado en hueso.
El viejo gaucho me miró, acabó su bebida y se marchó. Desde la puerta y sin mirarme, me habló.
Mañana hablaremos. Todos fuera. Al alba en pie.
Todos salieron y cuando quedé solo, me dejé caer en una silla y bebí el pucho abandonado en un vaso, mientras me sujetaba con una mano la otra que me temblaba como la de un azogado.