viernes, 27 de agosto de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 12)

Durante las siguientes tres semanas, efectivamente no volví a dormir tan profunda y tranquilamente. Navegamos durante este tiempo sin alejarnos demasiado de la costa, que no perdíamos nunca de vista. Pero nunca atracábamos en ningún puerto, aunque tampoco vi ninguno a decir verdad, ni efectivamente como me anticipó el capitán, fondeamos en ninguna resguardo.
Los primeros tres días los pasé mareado de continuo, con la cabeza y el estómago pesados como piedras y el orgullo malherido por la sorna que, aunque discreta, era generalizada. Para ser completamente sincero, nadie me hacía demasiado caso, dejándome claro que un pasajero en el Misericordia era cosa rara y nada muy diferente de una molestia.
De otra parte, la vida a bordo era bastante aburrida y reglada, lo que en mi carácter venía a ser casi lo mismo. En alguna rara ocasión enmendábamos rumbo cuando avistábamos otro barco y era motivo de distracción porque cualquier encuentro constituía una excelente ocasión de romper la monotonía. Pero tampoco, como digo, esto era cosa común y en más de veinte días nos habíamos cruzado solo con un bergantín español, el Virgen de los Remedios, con el que intercambiamos breves noticias a voces con grandes megáfonos de latón.
Nuestro barco, del que he hablado poco aún, era una goleta de dos mástiles que desplazaba casi cuarenta toneladas y estaba armada con cuatro cañones de cuarenta libras. Casi todos los mercantes que se lo podían permitir estaban artillados porque la mar no solo no era tierra como dicen los que no entienden y no deja de ser una perogrullada; sino que, casi siempre, de ser tierra de alguien, lo era de corsarios y hermandades de piratería.
Nave rápida, a decir de la marinería, tendría unos veinte metros de eslora y algo más de cuatro de manga. Sorprendentemente, para mi ignorancia, llevaba como instrumento de navegación tan sola brújula. El resto debía estar en las testas de la tripulación, que para más dato era de veintiséis almas, de las cuales, más de la mitad habían embarcado en el último viaje. El resto eran viejos compañeros y se notaba en la camaradería del trato.
Por lo que había aprendido en las breves charlas de las cenas, en los navíos de línea y en general en todas las armadas, la vida embarcada y la comida que se consumía, por decir algo concreto, era muy parecida, al margen de las banderas y las procedencias de sus tripulaciones.
Hacia solo unas pocas décadas en que se habían dado cuenta, por ejemplo, de que el escorbuto que sufrían los marineros durante las travesías largas se relacionaba con la falta de frutas y verduras frescas. Los primeros en darse cuenta habían sido los ingleses y desde entonces, todos, estibaban en sus bodegas toda la cantidad de cítricos que pudieran conseguir, extrayendo el zumo que envasaban en botellas utilizando la misma técnica que se acostumbraba con las conservas.
Pude ver, también, que se consumían no menos de cuatro litros de cerveza por persona y día. Por lo demás, guisantes secos, tasajo de cerdo y buey, harina de avena, manteca en vez de mantequilla, que casi siempre llegaba a bordo y aún en tierra, rancia y luego era muy difícil de digerir y como bebida especial para los oficiales, vino.
El agua que era envasada en los pipotes más grandes, se estibaba en la parte más baja de la sentina. Llevábamos también, y lo cuento como curiosidad, un enorme queso, tan duro que vi que los marinos confeccionaban botones para sus camisas con él.
Había, además, una pequeña granja a bordo con media docena de gallinas, un cerdo y un par de cabras. Estas últimas con la misión de proveer de leche a la tripulación. Como al parecen representaban una seria amenaza para la higiene, lo que era de otra parte, evidente, estaban generalmente en cubierta y en muy raras ocasiones les bajaban a la cocina. Y solo a las gallinas.
Esta mínima arca de Noé, solo disponía de dos baños situados en el jardín de los oficiales y que afortunadamente me habían permitido usar, aunque lo hiciese de muy mala gana y evitándolo al máximo por razones obvias sobre las que prefiero no ahondar. El resto de la tripulación, o sea, casi todos los hombres, tenían que hacer sus necesidades en baldes y arrojar al mar su contenido, lo que provocaba, por lo que me decían, infestación de la comida almacenada en las bodegas cuando el barco sufría calma chicha.
Para comer, los tripulantes se organizaban en ranchos conformados por un pequeño grupo de marineros, quienes se agrupaban por procedencia.
El cocinero de todos nosotros era un marino cojo irlandés de anchas espaldas y grandes brazos al que llamaban Didi por no llamarle Frederic Miller que tan difícil era de pronunciar. Tiempo atrás había sido cazador de chungungos y antes aún. práctico de canales y proxeneta en Curaçao de Vélez. Era contador de historias magníficas en las que siempre acababa hablando de mujeres con grandes grupas y más grandes tetas, que al parecer eran su debilidad. Y la de muchos marineros a juzgar por la parroquia que congregaba con ellas.
Otro punto era el mantenimiento del orden. Las leyes de a bordo eran sumamente severas, tal como se necesitaba para mantener tranquilos a un conglomerado de hombres semisalvajes, sin instrucción, violentos y con vidas a veces desesperadas. Bien lo entendía por mí mismo. Estaban previstas sanciones terribles para quien robara comida o quien desobedeciera una orden de un oficial. Obvio decir, cualquier intento de amotinamiento. Hacer, como decían, una camisa a cuadros a latigazos era la más utilizada y tuve ocasión de verlo a la tercera semana de travesía.
El fustigador era Didi y el pobre penado, un joven no mayor que yo mismo al que habían atrapado robando un trozo de carne salada. Y pese a que el salvajismo del trabajo me hizo literalmente vomitar, he de reconocer la maestría en el manejo del azote para un cojo en un barco en movimiento.