viernes, 21 de septiembre de 2007

Generalidad XXVII

A menudo los discursos y las ideas que contienen son como los vehículos y las puertas de los garajes. Los primeros son cada día más grandes y las segundas, más pequeñas.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Últimos recuerdos del mercenario Cifuentes

Recordé a la pobre Lucía la noche del domingo, en la hora en la que el cielo decidió desplomarse sobre Ciudad de Guatemala con toda el agua que podía contener sus entrañas.
Había decidido finalmente pasar la noche en un hostal del centro de la ciudad, cercano al Mercado Central y a la Catedral en la Ermita. Cuando bajé del autobús pensé seriamente en acercarme a casa de Honorio que me había dicho vivía cerca de abastos, pero al fin, me dió vergüenza y pereza presentarme así, sin avisar. Explicaciones, charlas interminables y saludos de compromiso con su enorme familia. Un fastidio, concluí. Y me encontraba demasiado de paso y demasiado cansado para soportar fastidios.
El hostal Ramiro había sido en épocas pasadas algo más que un abrevadero para los jóvenes llegados del interior a cursar estudios. Nunca fue de primera categoría, pero era barato y estaba razonablemente limpio. Tenía dos excusados, duchas comunes y solo vi una rata de mediano tamaño rampando al final de la escalera de madera. Nada mal.
La puerta de mi pieza estaba decorada con inscripciones en una docena de idiomas distintos, pero con una curiosa fijación por los falos, la revolución que no terminaba de llegar y el fútbol redentor. La lengua era indiferente.
Las paredes aún parecían blancas si no había mucha luz. Los muebles de madera lacada estaban algo descascarillados. El piso rezumaba humedad y el falso techal de placas de madera tenía dos enormes boquetes. Acodé la cabeza en la pequeña almohada y traté de dormir. Fue, creo, en ese momento en el que Lucía me vino a las mientes. Imagino que estaría soñando con ella.
Me enteré de la tromba nocturna cuando las únicas dos goteras de la habitación comenzaron a llover sobre la almohada. Cuando finalmente amanecí tuve la sensación de no haber pensado más en Lucía. Me incomodó un poco y traté de no reflotar estas pavadas sentimentales y centrarme en la preparación de mi viaje a Flores.
Tras finalizar los preparativos, a eso de la media mañana, salí a dar una vuelta sin destino y acabé frente al Arqueológico Nacional. Mentí con poca convicción sobre mi nacionalidad para poder pagar tres quetzales en vez de los treinta que me pedían en la entrada como extranjero. Pero resultó y pasé la mañana distraído.
Al salir cerca de la hora de comer, tomé un trago en una terraza frente al museo. Una orquestina triste tocaba no demasiado mal las marimbas y las dulzainas. La cantante era una morena bizca entrada en carnes que vociferaba ligeramente entonado aquello de que eres como el nopal. En aquel momento recordé de nuevo de Lucia.
De viaje se sale con pasaporte, me dijo cuando me conoció. O al menos, se hace por no perderlo. Si no, lo que te puede pasar es que te quedes tirado en cualquier frontera en una cuneta embarrada. Y en esas nos conocimos hace más de seis años.
En aquella fea frontera búlgara pasaban camiones, camiones, camiones, como una moderna plaga de langostas hipertrofiadas. Había también decenas de dedos levantados de viajeros raquíticos que eran como lamentos de partidas necesarias o tal vez de huidas que no lo eran tanto, pero que no llegabas distinguir por el gesto.
Terminamos comprando un visado de matrimonio que nos salía más barato y como falsos parientes falsamente amartelados cruzamos finalmente la frontera también con nuestros dedos levantados.
Montamos finalmente en un viejo Lada que manejaba un viejo de rostro suave con barba cana y grandes arrugas en la frente que recuerdo perfectamente incluso hoy. Apalabramos el pago de la gasolina y del pasaje y partimos. Avanzando hacía Turquía pronto comenzaron a cambiar el paisaje y las carreteras. Íbamos en el furgón y nos dolían las posaderas cada vez que el camión perdía la rodera y volvía a encontrarla. Chocábamos contra el metal y los sucios palés vacíos. No encontramos la postura y yo presentía unas escaras con las que no pensaba disfrutar. Lucía apenas hablaba y pasaba las horas mirando el paisaje. Se quejaba poco y aquello me gustaba. Era agradable estar con alguien que parecía más una ausencia.
Cuando llegamos a la frontera turca habían pasado más de quince días desde que crucé el charco y cuatro desde que había coincidido con Lucía. Recorrimos juntos más de seis mil kilómetros y nos parecía un poco mentira. Algo tendría que ver la admirable hospitalidad turca. En ocasiones teníamos la sensación de pasar más tiempo en las gasolineras tomando té con el viejo conductor y el mozo del surtidor que en la propia carretera. Cuando parecía que ya no éramos capaces de beber más té, alguien traía más.
Recuerdo claramente la tarde en la que trajeron una cesta de manzanas verdes y te atragantaste comiendo una casi sin masticar. Terminaste vomitando y bebiendo agua como una tonta, pletórica de una inocencia sin dignidad alguna. Aquella noche fue la primera en la que te miré de modo diferente. Luego vinieron otras muchas parecidas y más tarde, a nuestro pesar, muchas más en las que volví a dejar de hacerlo.
Hacía semanas que no me acordaba de ti. Pero finalmente siempre terminas apareciendo cuando barro los cascotes tras los que yaces insepulta sobre las minucias e impertinencias diarias. Imagino que este viaje a Flores me pone nervioso porque no termino de verlo claro y todo forma revolera en mis recuerdos.
Es casi una certeza que no volveré a verte y para ser totalmente honesto, solo una parte de mi lo lamenta. La que sueña contigo, imagino.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Antecedente XX

Podría decir que me importa y entonar un llanto fingido que conjure las fantasmas de mis desaparecidos.
Podría llamar al enemigo. A los Arrimanes, a los Samaeles y correr al ver que llegan, que surgen nuevamente tras los viejos pleitos.
Podríamos hacerlo todo sin esfuerzo, sin consciencia, descorchando una botella de Milmanda.
Pero todo sería trampantojo, ¿no es cierto?. Todo pátina de orillo, todo gemido sin deseo veraz, sin la luz que aplana las esquinas.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Generalidad XXVI (Muerte de Umbral)

En los últimos días se nos han muerto en nuestras Españas el joven futbolista, uno de los últimos bon vivants españoles (nos quedan todavía los bigotones zapatistas de Jaime de Mora), la gran artriz de teatro que vivía en su vejez (muy bien, eso sí) de las teleseries y el gran escritor transfigurado de columnista.
Al margen de la muy jugosa reflexión que pueda dar las muy diferentes coberturas que han prestado los medios a cada una de ellas; quiero ahora usar el extracto que me vino a las mientes de una famosa carta abierta que escribió nuestro último literato nobel al escritor, en la que habla de un tema que siempre preocupa a los que divagamos por la senda confesional de esto de escribir. Vamos sin mas:
"Querido Paco:
Una vez, hace ya algunos años, incluso más de los precisos, cuando tú eras aún un mozo y yo ya había dejado la mocedad muy a la espalda, te dije que a mi saber y entender, incluso desleal lo primero que lo que necesitaba un escritor para serlo de modo que mereciera la pena, no estreñida y obedientemente, era tener voz y voluntad propias, poco importa si poderosas y arrolladoras o tenues y lánguidas pero propias, inequívocamente personales y propias. El más grande poeta español del siglo XIX, Bécquer, tañía un laúd de una sola cuerda, ¡pero qué sonidos le sacaba! En el extremo opuesto, los dos solemnes poetas metafísicos de aquel tiempo, Campoamor y Núñez de Arce, eran dos pelmas grandilocuentes aliterarios y farragosos que no se los saltaba ni un gitano al trote.
..."
Voz propia. Inconfundible, amalgamada, semiprestada y semioriginal, pero propia, siempre en propiedad. Lo suscribo tanto que nada se me ocurre al añadido.
Vaya el breve guante como invitación a la nueva temporada.
Salud a todos.