domingo, 27 de febrero de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 19)

Las últimas semanas de navegada transcurrieron tranquilas. Algunos indios de la reducción se habían unido a la tripulación huyendo de quien sabe qué y aunque los primeros días sirvieron de bien poco, al tiempo baldeaban, recosían velas y otros temas menores que nos permitieron no ir tan justos en los turnos y dormir algo más. El tiempo acompañó y pronto arribamos a las aguas turbias de Punta Carretas, fin del viaje.

Entre unas cosas y otras, hacía casi seis meses que saliéramos de Tacará. Y casi sentía nostalgia de abandonar esta extraña vida de argonauta de saldo en la que había pasado mis últimos meses.

El armador Juan Doñoro, me estaba esperando en el muelle. No le recordaba en absoluto, pero a él le debió pasar lo mismo. Tuvo que ser el propio capitán el que le orientase hacia mí. Y no era de extrañar. Estaba notablemente más delgado, con la piel curtida, barba de cuatro meses y unas pocas, pero sorprendentes canas que habían comenzado a aflorar a los pocos días de salir de casa.

El pequeño Simón. Quien lo hubiera dicho.

Y me abrazó con una cordialidad que ya consideraba casi olvidada y que me desarmó, precisamente por ello.

Me despedí de todos aquellos que encontré por casualidad, un poco atropelladamente, como el que no cree sinceramente que al día siguiente no volverá a embarcar con rumbo a quien sabe donde, como aquel que cree saber donde va. El capitán se despidió hasta la noche del día siguiente en que el armador le había invitado a cenar. Empaqué mis cuatro bártulos y marché en la calesa del armador. Stuart, el segundo oficial, fue casualmente al último que recuerdo haber visto junto a los barcos.

Good luck, y me hizo un gesto con los dedos desde la frente como despedida.

Durante el viaje, don Juan no habló demasiado. Ahora entiendo que me estaba dando tiempo para aclimatarme. Avanzamos durante horas por un terreno suave, ondulado, entre pequeños cerros que se distinguían en el horizonte. Don Juan me hablaba de los algarrobos europeos y de los ñandubays que tan buen servicio daban para la cría de reses, que por lo que me parecía comprenderle, las debía contar por miles.

Finalmente, a media tarde, llegamos a la hacienda principal, una casona de piedra y ladrillo, pintada en colores sangre ya desvaídos. Unos amplios soportales encalados enmarcaban la entrada principal para resguardo de lluvias. Cuatro paisanas de edad indefinida salieron al encuentro del señor. Cargaron las valijas y desaparecieron como fantasmas entre el frufru de las faldas.

Entré en el salón oscuro, guiñando los ojos, como quien despierta de un plomizo sueño de resaca.