martes, 9 de febrero de 2010

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 4)

En nuestra casa, que mediaba en la zona que en Tacará se conocía como el alto, se celebraban tertulias los sábados y entre empanadas, pastelitos y grandes candelabros de plata se fraguaban revoluciones de salón y se concertaban casorios. Todos en el barrio la conocían como la casa grande y la definición tenía de ingenua lo que tenía de verdadera. Con no menos de cincuenta piezas y una docena larga de salones, algunos de ellos albergaban los mejores tapices de la Colonia y era orgullo familiar desde hacía más de un siglo.
Mi madre, doña Purificación, Purita para la familia, oficiaba como la viuda de gran señor que era. Siempre con sus vestidos largos hasta los pies armados con incomodísimas enaguas de volados, confeccionados generalmente por sus esclavas o comprados, las menos de las veces, en Londres para las grandes ocasiones. Siempre llevaba peinetones con delicadas mantillas, abanicos y sombrillas para el sol. En su juventud fue una de las bellezas locales y hoy comandaba dignamente esa tierra angosta de lo retenido sin demasiado esfuerzo.
Los mocitos de la casa llevábamos levita, camisas con volados, pantalones angostos o, en ocasiones, polainas, galera y bastón con puño de metal. Bebíamos mate amargo del que llamaban cimarrón preparado en calabaza curada con yerba y las damas mate dulce también cebado en una calabacita pero curado con azúcar quemada que los americanos de Tacará llamaban sugar cane. Cuanto más hombre, más amargo el mate. Yo siempre me sentí avergonzado en silencio, porque prefería el dulce de mis hermanas que bebía a escondidas para quitarme el mal sabor.
Fue un sábado, creo recordar en que se celebraba la fiesta del Sacramento, por mal nombre fiesta de las llamadas, cuando comenzó a enturbiarse eso inefable que llamamos el futuro. Los charangos recorrían las calles haciendo el mayor ruido posible, turbamulta que comenzaban con la propia elección de sus nombres de guerra, tronar de tambores, Kimbará, Sarabanda o sandeces de ese pelo.
La víspera había caído una tromba de agua y viento que había obligado a la autoridad a suspender las llamadas. Todos tomamos las calles el día siguiente con ganas renovadas. Tacará vibraba entera a lonja y madera.
El intendente don Secundino Zimmer, organizador del festejo por cuarto año consecutivo había llegado a casa de mi madre del brazo de su acompañante habitual el bailarín Julio el Canela, que se sabía claramente en sociedad que compartía mucho más que limusina y mantel. Siempre es mejor celebrar fiestas, que guerras, decía el canelita, con ese acento sarasa que tanta gracia nos hacía.
El broche de oro lo pusieron los fuegos artificiales y la murga curtidores del congosto que actuó, especialmente invitada, como oficiantes en el alto. Doña Purita, mi madre, que siempre nucleaba todo evento que se preciase en el barrio, lanzó el pañuelo a los carnavaleros desde la balconada de la casa grande y dio por inaugurada, con el sutil gesto, la noche más permisiva del año, mientras las madres temían los estupros generalizados con la misma violencia que otros los deseábamos.