viernes, 26 de enero de 2007

Antecedente XVIII (Y van cuatro...)

Miraba caer la lluvia y al hacerlo, sabía de sobra, melancólicamente de sobra, que tendría sólo eso, muchas lluvias futuras, incontables amaneceres en el mejor de los casos y otra cantidad finita de atardeceres y noches atados a la cuadrada y más finita aún dimensión de la ventana por donde ahora miraba.
A pesar de lo anterior, había que reconocer que la vista era buena desde la segunda planta. Toda la calle se entregaba lujuriosamente a la amplitud de la mirada. Miraba a lo lejos unos chiquillos que correteaban molestando (dando el coñazo diría mi padre) a los paseantes. Les miraba sin verlos realmente y pensaba en que diferente sería todo si no hubiese conocido al sauce milagroso de masa de pan y nalgas de guirlache. Si no hubiera conocido a la bella y engañosa trampa de raposas no estaría reducido a ser lo que tristemente era, un piano sin cuerdas.
Me recordaba a mí mismo caminado la ciudad y cuanto más añoraba el deleite perdido más le odiaba a él que teniéndolo en su mano la despreció con desgana. Odiaba profunda, proféticamente que otro despreciara lo que para mi era inalcanzable. Y odiaba sobre todo a su putrefacta corte de mamelucos y petimetres, advenedizos hundidos bajo arcos de puentes y ruedas de molino.
Hace meses, años tal vez, que comprendí que había que desvanecerla, sin dar a la esperanza ningún recodo, ninguna esquina donde esconder la sombra flexible con labios perfilados. Ahora, de intentarlo con denuedo, ya me han crujido los huesos y las camisetas estilo imperio que todavía me quedaban herencia del abuelo.
Hace tiempo que he perdido el miedo a los machacas y a los que dan tijeretazo a los presupuestos y largan a la rué a media docena porque no cuadran los números. No diría nada si fuese por que no dan chapa, pero porque alguna de las grandes momias no pueda cambiar de mesa de palisandro me alisa el tupé. Y no solo eso.
Pienso en cuando pelábamos la pava bajo los balcones y en aquel oscuro bar que estaba lleno de botellas de colores que se iluminaban de través y hacían tan mono, la verdad.
Recuerdo todo esto, nuestro particular París que también siempre conservaremos, mientras de uvas a brevas pruebo el nuevo morcillo, los callos y el café con churros de la señora Juliana. En vigilia, el bacalao y los garbanzos, como debe de ser.
Miro por la ventana otra vez y veo al pajarraco del vecino, que pluga al Misericordioso que reviente en breve, armando la revolera. Y veo también a la vecina que tiene talle de pinsapo y es bandera. Pero yo, entre nosotros, prefiero a mi gata de Esquilache. Donde va a parar la comparación.