Las generaciones que vimos la luz en las postrimerías de los sesenta y los primeros setenta hemos pasado por las universidades más masificadas que hemos disfrutado en España. Lógicamente es una ironía lo de disfrutar.
Sí, así es. En esas hediondas pocilgas estrellé, junto con muchos de vosotros, mi infantil credulidad en los hipotéticos faros del saber que guiarían mi mente llena en aquellos días de residencias de estudiantes bullentes de Lorcas, de Buñueles, de Unamunos, de Ortegas, de Fallas, de Salinas y de d´Ors.
La realidad de aquellas factorías de semicultos semovientes es que en verdad estaban pobladas de triperos que hozaban en sus departamentos preocupados miserablemente de sus insignificantes publicaciones, de sus misérrimas conferencias y, eso sí, desde luego y por encima de todo, de la consecución de sus puntos para el próximo concurso de traslado o concurso oposición.
El estudiante era básicamente una sarna indecente que había que mal tolerar y soportarla rascándose y a la que se lanzaban, como polvos de azol, decenas de becarios iletrados denominados en aquellos días profesores suplentes; los cuales además de aspirar a la pitanza del cátedro, valdrían con mayor aprovechamiento, la mayoría al menos de los que tuve, para esquilar merinas.
Los hombres y mujeres que pasaron por aquellas bibliotecas, por aquellos aularios (ya el nombre provoca vascas a pesar de su construcción clásica) pasean hoy por nuestras calles como desdibujados licenciados cargados de frustraciones. Algunos secundan oenegés, otros juegan bastante bien al pádel o han aprendido a navegar en veleros o a cocinar con cúrcuma y basilisco fresco o simplemente se despelotan en blogs. Tanto nos da.
Todo aquel exceso de formación, de conocimiento generó modelos mentales que fueron luego de muy difícil aplicación. Por que, ¿acaso podemos ser todos jueces del tercer poder, escritores tertulianos, cineastas del método, arquitectos de fuste o subinspectores de hacienda? Obviamente no, pero como sucedió en la defenestrada Unión Soviética de la posguerra mundial y en la más próxima y defenestrable Cuba, eso no resultaba importante en ese momento, porque el axioma de partida era que la formación y el saber (ese que nos hace libres) es un bien en sí mismo. Sin mayor necesidad de consideración.
Todos lo hemos tenido frente a nosotros desbordando nuestros platos de pitanza. Todos hemos mamado esta endogamia malsana y no hacen falta mayores explicaciones.
Nuestra tierra hoy, nuestra patria chica, la vieja Castilla no es mucho más que esta marmita de contribución forzosa de sangre, del portazgo a pagar, del pecado original que se arrastra siempre y nunca termina de borrarse por mucho que se frote. Tierra triste, seca y adusta que ahora solo produce hombres y mujeres que sueñan con ser rentistas o funcionarios (entendidos estos como una tipología de aquellos, lejos del glamour del burócrata francés). Tierra que debe pedir perdón calladamente de haber sido cuna de grandeza en tiempos pretéritos. Pero esta es otra historia. Aunque todo influye, no se crean.
Pero, ¿seremos realmente, pese a todo y tal vez por todo ello, una generación? Y de ser cierto, ¿Qué nos amalgama y nos define como tal? En mi opinión (y no tiene más valía que ser mía y estar dispuesta a ser modificada por otra mejor) es una cierta mística del fracaso y de la frustración. Somos una generación derrotada. ¿Llena a lo sumo de buenas ideas y de bien poco más? Espero que no, pero cada día me convenzo más de lo contrario.
La vida se ha impuesto con sus impertérritas y obstinadas necesidades cotidianas y casarlas con los anhelos parece imposible, inalcanzable, extenuante. Una generación de potenciales Sísifos que cansados con la idea deciden agostarla antes de sudar algo más de la cuenta.
La generación frustrada siente que tiene una limitada capacidad de dedicar esfuerzos y de justificar paisajes personales. Opina que, en ocasiones, lo importante no es rodar sino posarse en el limo del fondo. La generación frustrada es dueña de un enorme colectivo de conocimientos tácitos que no explicitaron lo que buscábamos de manera más específica.
Y aunque nos duele la herida al avanzar, tal vez lo más sorprendente es que no dejamos de hacerlo. Y eso en mi opinión, es el elemento que nos define.
Sí, así es. En esas hediondas pocilgas estrellé, junto con muchos de vosotros, mi infantil credulidad en los hipotéticos faros del saber que guiarían mi mente llena en aquellos días de residencias de estudiantes bullentes de Lorcas, de Buñueles, de Unamunos, de Ortegas, de Fallas, de Salinas y de d´Ors.
La realidad de aquellas factorías de semicultos semovientes es que en verdad estaban pobladas de triperos que hozaban en sus departamentos preocupados miserablemente de sus insignificantes publicaciones, de sus misérrimas conferencias y, eso sí, desde luego y por encima de todo, de la consecución de sus puntos para el próximo concurso de traslado o concurso oposición.
El estudiante era básicamente una sarna indecente que había que mal tolerar y soportarla rascándose y a la que se lanzaban, como polvos de azol, decenas de becarios iletrados denominados en aquellos días profesores suplentes; los cuales además de aspirar a la pitanza del cátedro, valdrían con mayor aprovechamiento, la mayoría al menos de los que tuve, para esquilar merinas.
Los hombres y mujeres que pasaron por aquellas bibliotecas, por aquellos aularios (ya el nombre provoca vascas a pesar de su construcción clásica) pasean hoy por nuestras calles como desdibujados licenciados cargados de frustraciones. Algunos secundan oenegés, otros juegan bastante bien al pádel o han aprendido a navegar en veleros o a cocinar con cúrcuma y basilisco fresco o simplemente se despelotan en blogs. Tanto nos da.
Todo aquel exceso de formación, de conocimiento generó modelos mentales que fueron luego de muy difícil aplicación. Por que, ¿acaso podemos ser todos jueces del tercer poder, escritores tertulianos, cineastas del método, arquitectos de fuste o subinspectores de hacienda? Obviamente no, pero como sucedió en la defenestrada Unión Soviética de la posguerra mundial y en la más próxima y defenestrable Cuba, eso no resultaba importante en ese momento, porque el axioma de partida era que la formación y el saber (ese que nos hace libres) es un bien en sí mismo. Sin mayor necesidad de consideración.
Todos lo hemos tenido frente a nosotros desbordando nuestros platos de pitanza. Todos hemos mamado esta endogamia malsana y no hacen falta mayores explicaciones.
Nuestra tierra hoy, nuestra patria chica, la vieja Castilla no es mucho más que esta marmita de contribución forzosa de sangre, del portazgo a pagar, del pecado original que se arrastra siempre y nunca termina de borrarse por mucho que se frote. Tierra triste, seca y adusta que ahora solo produce hombres y mujeres que sueñan con ser rentistas o funcionarios (entendidos estos como una tipología de aquellos, lejos del glamour del burócrata francés). Tierra que debe pedir perdón calladamente de haber sido cuna de grandeza en tiempos pretéritos. Pero esta es otra historia. Aunque todo influye, no se crean.
Pero, ¿seremos realmente, pese a todo y tal vez por todo ello, una generación? Y de ser cierto, ¿Qué nos amalgama y nos define como tal? En mi opinión (y no tiene más valía que ser mía y estar dispuesta a ser modificada por otra mejor) es una cierta mística del fracaso y de la frustración. Somos una generación derrotada. ¿Llena a lo sumo de buenas ideas y de bien poco más? Espero que no, pero cada día me convenzo más de lo contrario.
La vida se ha impuesto con sus impertérritas y obstinadas necesidades cotidianas y casarlas con los anhelos parece imposible, inalcanzable, extenuante. Una generación de potenciales Sísifos que cansados con la idea deciden agostarla antes de sudar algo más de la cuenta.
La generación frustrada siente que tiene una limitada capacidad de dedicar esfuerzos y de justificar paisajes personales. Opina que, en ocasiones, lo importante no es rodar sino posarse en el limo del fondo. La generación frustrada es dueña de un enorme colectivo de conocimientos tácitos que no explicitaron lo que buscábamos de manera más específica.
Y aunque nos duele la herida al avanzar, tal vez lo más sorprendente es que no dejamos de hacerlo. Y eso en mi opinión, es el elemento que nos define.