Cuando aparece una nueva forma de vida, generalmente más compleja, surge siempre de una forma precedente más simple. Cuando el nuevo brote es suficientemente vigoroso y viable, acaba desarrollando una identidad propia, y se desgaja del tronco del que procede.
En el plano, pues, estrictamente biológico, y con los conocimientos evolucionistas demostrados hasta la fecha, este mecanismo funciona siempre de este modo. Excepción hecha de las evoluciones provocadas por mutación, que para lo que nos ocupa, consideramos irrelevantes.
Desde la aparición de la especie humana, se produce también un proceso semejante en el plano social y cultural. Y hay siempre un detalle diferente que se mantiene como una constante: Los últimos en desgajarse entran en conflicto con aquellos de los que proceden.
Lo que caracteriza, a mi juicio, esta dinámica de desgajamientos es el enfrentamiento que se produce entre los que permanecen en el tronco y aquellos otros que forman parte del brote que se bifurca. El enfrentamiento muchas veces está directamente relacionado con motivaciones económicas, políticas o religiosas, pero en última instancia, es un conflicto entre diferentes visiones del mundo.
La confrontación, es por tanto parte esencial de la evolución social y se trata, en sentido amplio, de un conflicto cultural.
En estos conflictos, cada parte cree que lo que se le oponente es una manifestación peligrosa e incluso connotativamente malvada. Este aspecto obviamente no se producía en las escisiones biológicas o con carácter marcadamente natural, exentas de todo carácter no denotativo.
En el marco de lo social y simplificando, cada cual piensa que la cultura propia es más justa, más real y, por ende, superior y con mayor derecho a la existencia. Pero con independencia de estas consideraciones, y en equilibrio de fuerzas; en mi opinión, la cultura que permite una comunicación más eficiente y, por tanto, mejores formas de cooperación, es la que tiene más ventaja y, si está realmente resuelta a ganar, es la que suele terminar imponiéndose.