martes, 5 de enero de 2010

Apunte para una novelita por entregas: La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 1)

Supongo que para comenzar de manera correcta debería hacerlo en orden cronológico. Del inicio al fin. Ese del que, creo, me encuentro cerca ahora.
Y si hablo del principio debo hacerlo de mi ciudad, de Tacará. La muy noble y muy ridículamente pomposa ciudad de Tacará. Plagada de campanillas y pronta al olvido y al descrédito.
La Tacará del Norte, que así se llamaba antaño, fue siempre ciudad aislada, roqueña y un punto desabrida. Cierto que las comunicaciones fueron siempre precarias y que eso no ayudó en nada, pero no era menos cierto que la propia ciudad no tenía demasiadas ganas de relacionarse con nadie y mucho menos de intimar con gentes desconocidas que presuponía advenedizos y ganapanes. Tan sólo a fines del siglo pasado ese aislamiento fue cediendo gracias al ferrocarril, a algunas carreteras que la pusieron en contacto con el río Magdalena y a través de éste con la costa Caribe.
En aquellos años, imagino que sería la década de los sesenta, varios escritores de diversas tendencias pero unificados por su evidente falta de talento, se agruparon alrededor de la revista Talismán, fundada y dirigida por el ilustre y plúmbeo don José María Araujo y Vergara. Este y no otro para mi desgracia, fue mi señor tío, el hermano pequeño de mi madre que Dios guarde. Si le place.
La vida cultural de la ciudad se concentraba en las tertulias literarias que durante el lejano siglo diecinueve permitieron a los tacaranos compartir sus inquietudes literarias, políticas y asistir al tiempo a mediocres presentaciones musicales y de obrillas dramáticas a cual más pretenciosa y fútil.
En el Teatro Maldonado se llevaban a cabo representaciones de teatro cómico y de ópera que indefectiblemente era italiana y ya a finales del siglo XIX Tacará contaba con dos teatros importantes: el Teatro de Cristóforo Columbus, inaugurado en 1892, y el Teatro Municipal, inaugurado seis años después, que ofrecía zarzuelas, revistas musicales y en carnaval alguna opereta picantona que recibía críticas unánimes y llenos absolutos a partes iguales. También, no es menos cierto, fueron escenario de importantes pasajes de la historia nacional durante las décadas siguientes, amén de servir de prestado tálamo para los amoríos y escarceos impropios de tres generaciones de tacaranos.
Durante los años siguientes, a pesar de los constantes levantamientos, algaradas y guerras civiles que alteraron el normal desarrollo de la nueva república, en Tacará se conservaban las tradiciones y costumbres que se remontaban a la época colonial, combinadas con algunas nuevas influencias europeas. En las reuniones y en las tertulias se impusieron ciertas comidas y refrigerios: el chocolate con colaciones y dulces elaborados en las casas se servía en las noches de otoño, y el ajiaco se convirtió, asimismo, en el plato típico. En las veladas nocturnas se tocaba torpemente en el piano las piezas musicales de compositores locales, y en las reuniones más numerosas se bailaba el pasillo, una forma de vals rápido llamado así por los pasos cortos que se daban al ejecutar la danza y que alcanzó categoría de locura colectiva en algún momento. Todo era increíblemente provinciano y absurdo, pero forma parte en cierta forma de lo que soy y no puedo dejar de sentir cierto cariño.
Y así, en estas ñoñerías y otras parecidas que mal recuerdo, malgasté los primeros veinte años de mi vida.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta, me gusta mucho.

La Heredera