La cuadrilla avanzaba dificultosamente entre los indios que pasaban en mucho concurso de hombres y mujeres delante del atrio de la iglesia de las adoratrices.
Llevaban gran porción de cantaros de chicha y grandes asadones y fritangas y sobre todo, lo que más llamaba la atención del forastero, en andas los cadáveres sepultados en todo aquel año de los campos santos. Las blancas calaveras iban compuestas con guirnaldas de flores y adornando con estas sus cuencas.
Todo en una confusión desordenada y bulla de borrachera.
Un indio viejo de arrugas como cicatrices gritaba como un poseso.
Carguen con los huesos para que también se festejen y alegren los difuntos
Todo en aquella fiesta me había dado de siempre un algo de repeluco, pero al resto parecía encantarles. El Carmona no dejaba mulata sin ceñir y sin marcar unos pasos desmembrados de lo que quería ser baile.
Al doblar la calle de San Cristóbal entramos finalmente en la plaza del Callao. La taberna del Comesaña estaba prendida de luces y música.
Los alféreces pasaban en ese momento conduciendo los pendones y tuvimos que detenernos. El Preste iba ataviado con una capa negra y como encargado de dirigir la procesión, iba precedido de dos sacerdotes cubiertos con dalmáticas.
Finalmente entramos en la taberna. El Galpón del Comesaña había sido almacén de ultramarinos y conservaba todavía algo de ese aroma de bodega de bergantín. Aún formaban parte de la decoración grandes cajas de madera que nadie se había querido molestar en trasladar y que servían de improvisados tablados.
En el aire olor de humo de tabaco y aguardiente y sudor que asemejaba alumbre y resecaba las gargantas y las propiciaba a seguir trasegando.
El local estaba lleno pero no vi a Ramiro ni a ninguno de sus amigos. Algo más tranquilo, debí sonreír a la gran negra con delantal que se nos plantó frente a la mesa que acabábamos de ocupar.
Tres botellas de mistela y algo de comer.
Las risas de curda tapaban a las guitarras y así debía de ser desde siempre.
Fuera, mientras, y a mayor honra de las calaveras se daba a las almas las mejores bebidas y comidas.
Y todo esto para su contento y satisfacción, para que colaborasen en llamar a las lluvias y traer una cosecha abundante.
Llevaban gran porción de cantaros de chicha y grandes asadones y fritangas y sobre todo, lo que más llamaba la atención del forastero, en andas los cadáveres sepultados en todo aquel año de los campos santos. Las blancas calaveras iban compuestas con guirnaldas de flores y adornando con estas sus cuencas.
Todo en una confusión desordenada y bulla de borrachera.
Un indio viejo de arrugas como cicatrices gritaba como un poseso.
Carguen con los huesos para que también se festejen y alegren los difuntos
Todo en aquella fiesta me había dado de siempre un algo de repeluco, pero al resto parecía encantarles. El Carmona no dejaba mulata sin ceñir y sin marcar unos pasos desmembrados de lo que quería ser baile.
Al doblar la calle de San Cristóbal entramos finalmente en la plaza del Callao. La taberna del Comesaña estaba prendida de luces y música.
Los alféreces pasaban en ese momento conduciendo los pendones y tuvimos que detenernos. El Preste iba ataviado con una capa negra y como encargado de dirigir la procesión, iba precedido de dos sacerdotes cubiertos con dalmáticas.
Finalmente entramos en la taberna. El Galpón del Comesaña había sido almacén de ultramarinos y conservaba todavía algo de ese aroma de bodega de bergantín. Aún formaban parte de la decoración grandes cajas de madera que nadie se había querido molestar en trasladar y que servían de improvisados tablados.
En el aire olor de humo de tabaco y aguardiente y sudor que asemejaba alumbre y resecaba las gargantas y las propiciaba a seguir trasegando.
El local estaba lleno pero no vi a Ramiro ni a ninguno de sus amigos. Algo más tranquilo, debí sonreír a la gran negra con delantal que se nos plantó frente a la mesa que acabábamos de ocupar.
Tres botellas de mistela y algo de comer.
Las risas de curda tapaban a las guitarras y así debía de ser desde siempre.
Fuera, mientras, y a mayor honra de las calaveras se daba a las almas las mejores bebidas y comidas.
Y todo esto para su contento y satisfacción, para que colaborasen en llamar a las lluvias y traer una cosecha abundante.