Regresamos al barco a eso de la media tarde. Los cormoranes inundaban el aire con sus graznidos. El resto de la tripulación esperaba ansiosa el relato completo y no se habló, por tanto, de otra cosa en los corrillos de la cena. Comimos las consabidas coles fermentadas con sal, enebro y anís y aunque las raciones habían aumentado algo en las últimas semanas por aquello de combatir el frío, ya se notaba un cierto hastío. Pero la conversación ayudaba aquella noche y lo notamos mucho menos.
Se acordó que a la mañana siguiente se formarían cuatro grupos. Uno bajaría a tierra y trataría de encontrar algún rastro de la tripulación de la Cazadora, otro se dedicaría a al acopio de vituallas y un tercero, más nutrido, pondría manos a la obra en la tarea de reflotar el barco. Finalmente, un cuarto muy reducido se quedaría a bordo del Misericordia, poniendo todo en orden y reparando pequeños desperfectos.
Todos estábamos de acuerdo en el retraso que acumulábamos en la travesía. Yo mismo, que ya me sentía parte de la tripulación, entendía perfectamente que los hombres alimentasen la idea de que regresar con una nave propia, repercutiría muy positivamente en los salarios del armador.
Me ofrecí discretamente para formar parte de la partida exploradora. Tras más de medio año de agua, me apetecía mucho un paseo largo sobre tierra firme.
Uno de los oficiales, tomando café, apuntó que por lo que contábamos, el ajuar parecía de una novia gabacha. Para ser más exactos, fantaseaba con la idea de que se tratase de una vasca francesa, que siempre según él, echaban fama de sanas y ahorradoras. Lo que siguió, naturalmente, fueron conversaciones de ordinariez y procacidad excitadas por la ausencia de mujeres en meses.
Aquella noche tardé mucho en dormirme, supongo que por los extraños días previos y los que intuía en los de por venir. Fumé solo hasta bien entrada la noche en cubierta y tal vez por vez primera desde que abandoné mi casa y mi vida, con cierta felicidad e incluso con un cierto nivel de despreocupación. Que viene, casi siempre, a ser lo mismo.
Imagino que la aceptación de lo inevitable, ese veneno amable que conduce a la melancolía, al hastío y en cierto modo, al olvido, ya corría libremente por mis venas.
Pensaba mucho en Tacará últimamente. La enorme distancia añadía una nueva perspectiva y desde estos mares desolados, todo parecía por momentos un mal sueño poblado de fantasmas turbios.
Recuerdo haber pensado, que absurdo por cierto, en los años que siguieron la caída del general Rosas y en los que, siguiendo el lema alberdiano de gobernar es poblar, llegaron los italianos, la inmigración más fuerte tras la española, la que se ha enraizado profundamente con las virtudes y vicios de los naturales, agregándoles generosamente los suyos. Decenas de miles de clérigos toscanos, peones romanos, putas sardas, colonos, aventureros y hambrientos de toda índole y de todo lugar, llegaron a Tacará por tierra y mar.
Entretanto nuestra gloriosa y terne república avanzaba hacia el desierto, la civilización, o, al menos, lo que parecía su triste reflejo, se extendió sobre un tendal de harapos, de cadáveres de indios, de conversiones ensopadas en vino.
La nueva Tacará cimarrona se asomaba a la orilla de la ciudad, entraba al suburbio, cantaba su rencor en la milonga del prostíbulo y amenazaba a los señoritos biempensantes de la vieja metrópoli.
Fruto de aquellas hordas eran los Bedia y los Ulloa. Moneda de cuño nuevo que había crecido sobre la riada de extranjeros que horadaban las minas de cobre del desierto. Y nosotros, los hijos nuevos del viejo mundo, no supimos contrarrestar, ni tan siquiera alcanzar a entender, este que se precipitaba sobre nuestras cabezas sin remedio, por pura y simple gravitación.
Imagino que nuestra república, todas las repúblicas en cierto modo, siempre andan buscando el padre que las amparase. Un padre. El que fuera. Y lo encontrábamos a menudo, para nuestra desgracia, en el oligarca que antes nos mandaba en los fortines y que ahora nos tomaba como sirvientes para la parroquia.
Se acordó que a la mañana siguiente se formarían cuatro grupos. Uno bajaría a tierra y trataría de encontrar algún rastro de la tripulación de la Cazadora, otro se dedicaría a al acopio de vituallas y un tercero, más nutrido, pondría manos a la obra en la tarea de reflotar el barco. Finalmente, un cuarto muy reducido se quedaría a bordo del Misericordia, poniendo todo en orden y reparando pequeños desperfectos.
Todos estábamos de acuerdo en el retraso que acumulábamos en la travesía. Yo mismo, que ya me sentía parte de la tripulación, entendía perfectamente que los hombres alimentasen la idea de que regresar con una nave propia, repercutiría muy positivamente en los salarios del armador.
Me ofrecí discretamente para formar parte de la partida exploradora. Tras más de medio año de agua, me apetecía mucho un paseo largo sobre tierra firme.
Uno de los oficiales, tomando café, apuntó que por lo que contábamos, el ajuar parecía de una novia gabacha. Para ser más exactos, fantaseaba con la idea de que se tratase de una vasca francesa, que siempre según él, echaban fama de sanas y ahorradoras. Lo que siguió, naturalmente, fueron conversaciones de ordinariez y procacidad excitadas por la ausencia de mujeres en meses.
Aquella noche tardé mucho en dormirme, supongo que por los extraños días previos y los que intuía en los de por venir. Fumé solo hasta bien entrada la noche en cubierta y tal vez por vez primera desde que abandoné mi casa y mi vida, con cierta felicidad e incluso con un cierto nivel de despreocupación. Que viene, casi siempre, a ser lo mismo.
Imagino que la aceptación de lo inevitable, ese veneno amable que conduce a la melancolía, al hastío y en cierto modo, al olvido, ya corría libremente por mis venas.
Pensaba mucho en Tacará últimamente. La enorme distancia añadía una nueva perspectiva y desde estos mares desolados, todo parecía por momentos un mal sueño poblado de fantasmas turbios.
Recuerdo haber pensado, que absurdo por cierto, en los años que siguieron la caída del general Rosas y en los que, siguiendo el lema alberdiano de gobernar es poblar, llegaron los italianos, la inmigración más fuerte tras la española, la que se ha enraizado profundamente con las virtudes y vicios de los naturales, agregándoles generosamente los suyos. Decenas de miles de clérigos toscanos, peones romanos, putas sardas, colonos, aventureros y hambrientos de toda índole y de todo lugar, llegaron a Tacará por tierra y mar.
Entretanto nuestra gloriosa y terne república avanzaba hacia el desierto, la civilización, o, al menos, lo que parecía su triste reflejo, se extendió sobre un tendal de harapos, de cadáveres de indios, de conversiones ensopadas en vino.
La nueva Tacará cimarrona se asomaba a la orilla de la ciudad, entraba al suburbio, cantaba su rencor en la milonga del prostíbulo y amenazaba a los señoritos biempensantes de la vieja metrópoli.
Fruto de aquellas hordas eran los Bedia y los Ulloa. Moneda de cuño nuevo que había crecido sobre la riada de extranjeros que horadaban las minas de cobre del desierto. Y nosotros, los hijos nuevos del viejo mundo, no supimos contrarrestar, ni tan siquiera alcanzar a entender, este que se precipitaba sobre nuestras cabezas sin remedio, por pura y simple gravitación.
Imagino que nuestra república, todas las repúblicas en cierto modo, siempre andan buscando el padre que las amparase. Un padre. El que fuera. Y lo encontrábamos a menudo, para nuestra desgracia, en el oligarca que antes nos mandaba en los fortines y que ahora nos tomaba como sirvientes para la parroquia.