viernes, 21 de enero de 2011

La Dilapidada Vida de Simón Cuchito (Capítulo 18)

Al mes de retomar la navegación, he de confesar que odiaba con toda mi alma la carne de pingüino, el hervido de alga y el olor nauseabundo del aceite animal en los faroles. Estaba más harto, lo estábamos todos de hecho, del frío, de comer de mal rancho y de dormir poco y a destiempo, por los largos turnos que provocaban la breve tripulación.
Y, claro, estaba harto del mar. Sobre todo del mar. Del constante cabeceo, de la humedad en las ropas, de hacer las necesidades en un cubo, del frio en las cobijas, de la sal en los labios, del gañido de los cordajes, de la falta de espacio.
Por fortuna, aunque habíamos tenido algunos días de mar dura, no nos habíamos perdido de vista con el Misericordia en ningún momento y no había que lamentar nada grave, salvo una pequeña gastritis de Didi y la rotura de un tormentín. La Cazadora navegaba bien, y aunque era un barco duro de timón a decir de los que entendían, también lo era en lo demás y eso, ya nos iba más que bien a todos.
Habíamos pasado Punta Delgada y todos veíamos próximo el paralelo treinta y ocho. Soñábamos con mares más cálidos y con puertos cómodos, o para ser sinceros, simplemente con puertos. Los marinos contaban maravillas de los galpones de Montevideo donde se comía carne de res hasta reventar, se bebía vino español y las putas que bajaban de Porto Alegre y Sao Paulo, hacían parecer mojigatas a las de Tacará. Pero todavía quedaba algo más de medio mes para todo eso, en el mejor de los casos.
Arribamos la primera semana de septiembre a un puerto que se llamaba de la Laguna de los Padres. Nuestra llegada fue todo un acontecimiento en la población. En pleno invierno, dos barcos al tiempo. Nada menos.
Vinieron muchos indios que decían vivir en una especie de comunidad o algo así, donde todos se decían hijos de Dios y como tales se trataban de iguales, trabajaban por acuerdo y eran dueños de todo y a la vez de nada, porque todo lo tenían en común. Una ingenuidad, vamos. Un marino cojo nos dijo que venían de una reducción jesuitas abandonada, que la llamaban de "Nuestra Señora del Pilar del Volcán" muy cerca de una laguna conocida como de las Cabrillas, que los más viejos del lugar conocían como de la lobería grande. Una extravagancia, decía el hombre, pero de momento no molestaban a nadie y allí andaban. Aunque ya nos avisaba, escupiendo en el suelo en señal de inteligencia compartida, que la cosa duraría poco. El sitio prosperaba y algunos propietarios lindantes ya hablaban de que aquello siempre había sido suyo, que los indios envenenaban los pozos y otras bellaquerías parecidas.
Escuchando aquellas historias nos adentramos en el poblachón que no tendría más de doscientas o trescientas casas. Había muchos brasileños blancos por las calles y algún que otro preto.
El capitán tenía orden, al parecer, de llenar las bodegas con la carne de vaca del saladero de un tal don José Coelho. Estaríamos solo un par de noches para completar la carga y de paso hacer agua, cargar leña, vender el sobrante del aceite y comprar verduras. De carne no tendríamos problema, al parecer. Y estábamos encantados con la novedad.
Acompañé al capitán al que hacía más de un mes que no veía y me saludó muy amablemente, preguntando por mi salud, hasta una pequeña capilla que conocían como de la Santa Cecilia, en donde pagó media docena de velones de buena cera. No rezó demasiado, pero no parecía hombre de hacerlo habitualmente. Tú me das, yo te pago. No hablemos más. Es lo justo.
Caminamos de regreso al puerto, pasando por una fonda que había próxima al molino harinero que había junto a la barraca del muelle. Allí estaban bebiendo todos nuestros oficiales que no estaban de guardia. Comimos torreznos, queso de vaca y vaciamos unas jarras de un vino bastante malo, pero que nos dio lo mismo. El buen humor era común. Y no era para menos. Habían cruzado Magallanes, volvían casi todos y lo hacían con una nueva nave, suerte extraordinaria. La paga se presumía buena. Tanto era así que se permitió a la marinería que durmieran donde les pareciera oportuno por esa noche mientras estuvieran embarcados el día siguiente. Tan seguros estaban todos de que no habría deserciones.

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