Aunque había pasado tiempo más que sobrado haberlo olvidado, la
historia del pañuelo seguía en mi memoria como lo hace un trozo de nervio entre
los dientes. Tozuda y desafortunadamente. La mano en el bolsillo con las yemas
jugueteando sobre las letras bordadas se había convertido en uno de mis gestos habituales.
La imagen de la joven Lía, abandonada, idealizada, espiritualizada, presa de incontables
y románticas penalidades, necesitada no ya de una ayuda cualquiera, sino de la
mía concreta, estaba tan fresca como cuando nació. Podía afirmar sin ambages
que la pequeña Amalia Sainz de Valido se había convertido oficialmente en una
obsesión.
Imagino que, en cierta manera, personificaba todo lo que había
abandonado en Tacará y que empezaba a pensar que difícilmente recuperaría.
Imagino también que, en ella, veía a alguien tan desolado como yo mismo y que la
posibilidad de salvar a alguien, ya que no lo podía hacer conmigo mismo, se había
convertido en mi única oportunidad de redención.
La relativa inactividad de mis últimos meses, mi creciente
misantropía y las cada vez también más frecuentes migrañas terminaron por
decidirme y una mañana temprano, sin mayor razón que otra, hice el equipaje y
crucé el rio de la plata, llegando a la ciudad de Buenos Aires donde tampoco
demoraría demasiado.
Tan solo, el tiempo necesario para hacer efectivo el pagaré que me
restaba, escribir unas breves líneas a mi madre en las que no daba demasiadas
explicaciones para mi comportamiento e
indagar en ciertos malsanos galpones del puerto sobre los posibles destinos para
fugitivos en el gran sur, lo que provocaba miradas extrañas hacía aquel gachupín
perdiguero, como sin duda todavía debía parecer. Chapetón preto que me decía la
negra Tomasa.
Así que con poca
información, mucho dinero y la certeza de estar cometiendo una más que segura
insensatez, que por otro lado me resultaba incontrolable, marché en un incómodo
carruaje de posta hacía Bahía Blanca por Dolores.
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