jueves, 17 de enero de 2013

Generalidad LV (Una necesaria renovación moral)

Empecemos con algo que gusta por igual a la mayoría de los políticos y directivos de compañías privadas que conozco: el lugar común. Ese amigo de los niños, que diría el bueno de mi amigo Justo. Vamos a ello: Vivimos tiempos convulsos. Ya está dicho.
Muchos factores hay que expliquen este panorama, la mayor parte de ellos económicos es cierto, pero no son ni mucho menos los únicos, ni por supuesto las razones primeras ni las últimas. Se habla, entre otros y cada vez más, de la falta de ética o de la ausencia de moralidad como uno de los elementos básicos en toda esta agitación. Puede ser y creo probable que así sea. Pero como me siento incapaz de hablar de temas morales con cierta solvencia y mínima autoridad, este no será el guion de mi discursito.
Definamos en primer lugar de manera adecuada para tratar de entendernos. Convengamos en llamar simplificadamente moral al conjunto de normas por las que el hombre se rige la conducta en concordancia con la sociedad en la que habita y consigo mismo, y ética, al estudio racional, entre otras cuestiones, de la propia moral.
Es decir, la moral es algo así como la legislación rige el comportamiento y la ética, la ciencia que trata de estudiarla. Por tanto, podemos decir que una idea es moral o amoral respecto a un referente concreto, y por tanto cambiante, pero sería ridículo definirlo como ético. Podríamos estudiar la conducta desde un punto de vista ético, pero no definirlo con ese adjetivo.
En fin, yo hablaré de algo más terroso y aparentemente sencillo. De la integridad. De esa moralidad en pantuflas que, aunque sirve comúnmente como sinónimo de la misma, baja a una cotidianeidad mucho más palpable y de manejo más simple. A menudo resulta difícil definir una acción como inmoral, pero es mucho más sencillo tacharla de ausente de integridad.
Sobre aquello que consideramos integro y damos en definirlo como tal, decía el norteamericano Stephen L. Carter que hay tres elementos claves para tratar de definir este esquivo concepto: Distinguir, mediante la reflexión y el análisis, lo justo de lo injusto; ser capaz de actuar en consecuencia, aunque suponga un coste personal y finalmente, declarar sin ocultación, la adhesión a lo que consideramos justo o simplemente correcto.
Esta definición, discutible sin duda, no deja de ser una referencia que me resulta válida para avanzar en el tema, ubicando definitivamente a la integridad en los dominios esquivos de la propia conciencia, de la propia e intransferible acción reflexiva que nos lleva a distinguir lo correcto de lo que no lo es. Y aquí radica lo difícil del proceso, el segundo y tercer paso (la actuación consecuente y la declaración sin ambages) precisan de valentía, es cierto, de grandes dosis de coraje, pero el primero requiere capacidad analítica, discernimiento y un marco de referencia en la discriminación de lo óptimo (lo que nos llevaría sensatamente al absoluto relativismo de la óptica híper racionalista de Nietzsche, pero que vamos a descartar por lo complejo y estéril del debate a que me precipita).
Admitiendo, por tanto, la imperfección del discurso como necesario para el mínimo avance intelectual, lo que resulta palmario es lo importante que resulta acertar en esa primera fase reflexiva cuando sancionamos la corrección de una postura. Tanto es así que uno puede perfectamente actuar con integridad pero haberse equivocado por completo en el juicio previo. Pensemos en la idea de integridad tan diferente que subyace en un régimen fascista o en la estructura de un ejército o en una célula terrorista, por solo citar algunos ejemplos. Es más, si el proceso de discernimiento es genuino y honesto, podíamos declarar a la persona criminal o imbécil, pero desde su óptica concreta y la de su colectivo de referencia podría ser perfectamente integra (al menos desde la virtual infinitud de “integridades” a la que nos enfrentamos). Acertar es francamente difícil y mucho más si lo sometemos al arbitrio del tiempo. La denuncia de un judío emboscado en la Alemania de 1941 era un acto integro para la moralidad imperante, pero desde la consideración posterior se ha convertido en una iniquidad.
¿Hablamos, por tanto, solo de integridad cuando la acción corresponde con el sentir de la mayoría? ¿Es por tanto la acción integra necesaria de revisión permanente? Es evidente me parece. El concepto de lo integro dos siglos atrás no se corresponde exactamente con lo que hoy definiríamos como tal. Y lo mismo sucede con culturas o marcos religiosos diferentes aún en el mismo tiempo histórico.
La enorme dificultad a la que nos aboca este proceso es a la tarea individual de tratar de descarnar los zócalos mentales que nos sustentan y en ese proceso de deconstrucción, buscar los mínimos valores compartidos (si es que existieran) que permitan establecer un mínimo de integridad que podamos compartir al margen de la temporalidad, la distancia y los referentes socio culturales.
Parece, por ejemplo, que la intuición, si es genuina, puede ayudar en el proceso de discernimiento. En cierto modo, las actitudes consideradas integras (no olvidemos que la integridad está enmarcada fundamentalmente en el campo de la acción mas que de las ideas) lo son no por su esencia, sino por la aceptación por una colectividad.
En cualquier caso (y este es el elemento que me interesa), llama la atención aunque no tanto tras lo expuesto en el párrafo anterior, que Carter dijera que la integridad es cara (“expensive”), pero bien pensado hay que darle la razón: cuesta cara, es casi un lujo. Más o menos, por la misma razón por la que la simple sinceridad acarrea problemas, y es más rentable expresarse en términos de lo políticamente correcto o como decíamos al principio en ese gran foro del lugar común. Se está más aceptado por el colectivo y de modo contrario se inicia el frío y feo camino de la exclusión social. Pero es un camino que no podemos dejar de recorrer.
Creo que nuestras sociedades sufren una ausencia de referentes morales que venían fundamentalmente de campos como la religión o la política. En los últimos tres siglos nuestra civilización avanzó en la creación de una nueva moral, eminentemente racional y laica, pero desde la última mitad del siglo pasado y con especial violencia desde los ochenta, hemos dejado todo en aras de la laxitud de una moralidad puramente económica. Y aunque su virulencia nos haya asustado tanto que hemos empezado a incorporar elementos como la responsabilidad social corporativa o conceptos como la sostenibilidad, la realidad es que en esencia la ausencia de límites lógicos (o no tanto, pero límites al fin) que siempre ha supuesto los códigos éticos, nos precipita a la jungla de la ley del más fuerte. Sin duda, el poder económico, el poderoso caballero de Quevedo.
Creo que disponer de una nueva moralidad, digamos civil, sería algo bueno. Más que eso, necesario. Obviamente revisable y mutable como toda moralidad. Pero es mejor una mala ley que ninguna. Y en el mundo global que nos toca ya vivir, esto es básico. Lo contrario nos está llevando a la repugnancia cada vez que leemos un periódico.
 
Y para terminar, otro lugar común. No tratemos de cambiar el mundo, cambiemos nosotros. Aunque sea poco. Busquemos ser referentes de esa moralidad en zapatillas, demostrar que es posible. Hagamos nuestra aquellas hermosas frases del Cyrano de Rostand:
 
"- ¿Por qué actúas así?
- Erré en el camino, busqué el sendero apropiado a mi destino y lo encontré.
- ¿Cual?
- Pues de todos el más sencillo, decidí ser un hombre admirable, no un pillo.”

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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