martes, 17 de diciembre de 2013

Generalidad LVII (Algunas reflexiones sobre el procesos de externalización de servicios públicos)


Como Estado, llevamos algún tiempo inmersos en procesos de externalización de servicios públicos de manera más o menos explícita y, todo hay que decirlo, de modo más o menos exitoso. 

A menudo y simplificando de manera extrema, el único (y no menor) beneficio que se esgrime es el de la eficiencia económica. Es decir, el principio motor es la idea de que si dejamos que las fuerzas económicas actúen libremente en la prestación de los servicios que hasta ahora prestaba el Estado, en cualquiera de sus avatares, el servicio se prestará sin merma de calidad y con un ahorro económico sustancial. 

El tema no es menor, ya que parte de dos consideraciones implícitas a cual más grave. A saber: que los servicios tal cual los conocemos se prestan con un conocido y mal mesurado nivel de ineficacia y dos, que el único medio factible del que disponemos es poner a jugar el libre mercado en su aprovisionamiento y distribución. 

Dejando de lado la bondad y neutralidad de los propios procesos de externalización, aspecto prolijo y que no forma parte de la atención que quiero reclamar en estas breves líneas, me gustaría poner sobre la mesa solo algunos resultados que caben esperarse de estos procesos y que sin ánimo de ser concluyente, me agradaría compartir para la reflexión. 

Desde un punto de vista macroeconómico y admitiendo, tal vez de manera algo ingenua, que el objetivo primario es la búsqueda de la eficiencia estatal, no podemos obviar y debemos analizar más el hecho de que aparecerán resultados indeseados que deberíamos buscar contrarrestar. 

En primer lugar, algo obvio: Es más que esperable que dichos procesos favorezcan la creación en el medio plazo de oligopolios que concentren la prestación de determinados servicios. La propia creación de estos operadores oligopolísticos, salvo que gestionemos en sentido contrario e integremos el tejido productivo local en dicho proceso, redundará previsiblemente en la destrucción del pequeño operador local en una economía con fuerte presencia y dependencia del mismo. 

No quisiera parecer que esté diciendo que este efecto sea malo en sí mismo. De hecho uno de los problemas de nuestro modelo económico ha sido secularmente no haber dispuesto nada más que de un puñado de empresas con el tamaño suficiente para abordar los procesos de internacionalización. Lo que quiero apuntar es que este proceso sea, una vez más en nuestra historia reciente, fruto de un proceso irreflexivo y sea más un “outcome” que un “output”, por usar terminología anglosajona. 

Externalizar como método de ahorro en periodos de contracción presupuestaria como los que vivimos no debería implica necesariamente la privatización de las tareas públicas. Frente a la actuación estatal, la externalización siempre debería tener un carácter excepcional que exige una justificación objetiva para cada una de ellas. 

Por eso, antes de cada una de ellas (y no siempre es así de manera clara) hay que establecer la necesidad específica de esa medida que no puede ni debe basarse exclusivamente en evitar los defectos y carencias de la Administración. En cada caso concreto, el concepto de externalización debería describir con el mayor detenimiento la utilidad o utilidades del proceso y definir con claridad los objetivos del mismo, no limitándose a esgrimir motivos económicos generales de difícil análisis prospectivo y lo que es peor, sin ningún tipo de asunción responsable en una decisión de gestión a menudo trascendente. 

De otro lado, y avanzando, parece necesaria la creciente importancia que debieran tener de los órganos de control externo del sector publico (de los que con franqueza no disponemos creados a tal efecto) y el consiguiente gasto derivado de su incremento: cuanto más diversos y complejos se hacen los nuevos modelos de externalización y financiación, más importantes son las entidades fiscalizadoras que muestran objetivamente las ventajas y desventajas de esos modelos y, por tanto, puedan ofrecer recomendaciones sobre la actuación para el futuro. 

Este aspecto es fundamental en nuestro modelo nacional y no deberíamos posponerlo nuevamente. En demasiadas ocasiones hemos sufrido, y sufrimos, la imposibilidad de disponer de auténticos organismos independientes, fruto de la creciente policitación de nuestra modelo, entre otras causas. 

Desde un punto de vista de análisis microeconómico y centrándonos solo en la eficiencia de la gestión, los descuentos por volumen son de muy difícil cuantificación una vez transferida la externalización y, al tiempo, la perdida de personal propio dificulta, cuando no impide, la incorporación de nuevo conocimiento, situándolo solo en la empresa o empresas que hayan resultado adjudicatarias que, obviamente y salvo que así se especifique y se controle de modo posterior, tan solo estarán interesadas en la prestación de un servicio que maximice su beneficio económico. Lo que es, por cierto, absolutamente razonable y lícito. 

De otra parte, resulta evidente que el Organismo Público concreto no obtiene ventaja en el largo plazo, o lo hará de manera muy difícilmente controlable, del abaratamiento de los costes de la tecnología, del que se aprovecharán los propios proveedores de servicios, y que en muchos casos los ahorros no vienen de realizar una labor más eficiente, sino de realizar negociaciones contractuales más exitosas e imaginativas. 

En resumen, los posibles riesgos de estos procesos presentan, a mi juicio, una triple vertiente: la dependencia de un único proveedor o de un pequeño grupo oligopolístico que se incrementará con el paso de los años, la pérdida paulatina del “know how” sobre las funciones o servicios externalizados, dificultando la marcha atrás si fuera necesario y finalmente, el riesgo de que la elevadas tasas de rotación del personal del proveedor pueden provocar problemas para el mantenimiento o desarrollo de los servicios prestados, así como los niveles de cualificación por debajo de los esperados. 

Tratar de contrarrestarles desde los momento más incipientes de sus procesos debería ser algo que atendiéramos en mucha mayor medida y que formara parte de modo obligatorio en el propio documento de intenciones de los diferentes proyectos, junto con las métricas de medición y los órganos independientes de fiscalización y gestión.


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