Seguí viajando
hacia el sur durante semanas. Recorrí a lomos de carruaje, aun más que sobre
tierras, sobre los pintorescos prejuicios de los hijos del país. Conocí en una
pequeña posta cuyo nombre no recuerdo a un gringo muy alto que montaba a
caballo a lo criollo, con pasadores y argollas de plata, que usaba espuelas y
tomaba mate como un gaucho. Un extranjero decían, pero muy civilizado.
La
civilización consistía en esta parte del mundo en lo que ya dejamos enumerado;
usar espuela grande y sentarse bien a caballo. Pautas culturales. Hábitos,
pequeños detalles de la vida cotidiana que a la postre tienen una importancia
superlativa. El grupo debía integrarse y, al menos por un tiempo, cerrarse en
lo suyo, defenderse. El extranjero era lo distinto, lo hostil. Al hijo de
gringo se lo menoscaba diciéndole: "Tu madre toma café". O, como lo
testificaba una copla que escuché varias veces: "Toma mate, che/ toma mate
y avívate, / que en el Río de la Plata/ no se toma chocolate".
Creo que lo
despectivo para referirse a todo lo extraño, entre lo que me encontraba, tenía
una connotación más amplia que la mera burla y se refería, en todo caso, a
personas que por su condición y dinero podían ostentar el don que los separa de
la mayoría. Franchute, para el hombre del pueblo, no era cualquier francés sino
un señor, un doctor, un cajetilla. El otro, era un compañero de liendres que
tragaba sables como cualquier hijo de vecino, pero que había visto la luz al
final del poto en un sitio diferente.
Pasaron muchas
semanas de viaje y llegó un tiempo en que no ya decía más: Dios mío. Eran tiempos
de depuración absoluta. Tiempo en que ya no se dice más: amor mío. Porque el
amor resulta inútil. Y el corazón está seco. Quedé solo, pero en las sombras mis
ojos resplandecían enormes. Eran todo certezas. Comencé a no esperar nada del
mundo. Salvo, tal vez, encontrar a la dueña de aquel pañuelo sobado, que no me
atrevía a lavar para no extraviarlo.
Hacía un año
largo que había dejado Tacará y había iniciado mi solitaria ruta hacia el
perdón de mí mismo, hacia la catarsis con el mundo, con los montes, con las
aguas todas.
Algunas noches,
al volverse mudo el mundo, ya no pensaba en el muerto y en mis manos tintas.
Todo lo que buscaba era probarme que apenas la vida prosigue. Había llegado a
ese tiempo en que resultaba inútil e ingenuo morir.
En aquellos días empecé a
vivir con la gauchada.
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