Una tarde en la que había dejado la cómoda compañía del correo de
postillón y cabalgaba solo, entre enormes bandadas de mugientes e infiernos de yerba
sin fin, hacia una luz que declinaba más deprisa de lo normal, encontré lo que
parecía ser una sucia taberna. Taberna que era poco más que una caja mal
terminada de tablones sin encajar, sin ninguna luz y mucho ruido.
Al entrar, cuando los ojos se hubieron acostumbrado a las sombras,
acodado en un barril, vi a un tipo breve
y enflaquecido, trazado sobre arrugas de rastrillo y con la piel marrón de lo puro
curtida. Sabría después que se trataba de Gerchunoff el viejo. Tampoco lo sabía
en aquel momento, pero era un gaucho judío. El auténtico hijo de Israel,
sobreviviente de una larga estirpe que arrastraba alguna inquisición y cien diásporas.
Era el jefe de los colonos de Entre Ríos, buenos jinetes que leían el Antiguo
Testamento y guardaban los sábados.
Si hubiera tenido tiempo antes de entrar, habría podido ver que, en
el mísero poblacho que se levantaba circundando la taberna, había carpinteros,
marroquineros, caldereros, chapistas, changadores, carniceros e incluso, algún tejedor.
La mayoría judíos, aunque no todos.
Todos traían sus tropillas de caballos en chalanas, con las que cruzaban
Punta Chica siguiendo el Delta hasta las costas de Soriano, y establecían sus
manchadas en márgenes navegables para facilitar los embarques de cuerambres y
de gorduras y asegurarse así de las sorpresas de los estaqueaderos.
El grupo de Gerchunoff se componía de veinte o treinta individuos conchabados
entre lo peor de los arrabales de las viejas ciudades españolas. Estaban
perfectamente armados y, como disponían de buenos caballos, les era fácil ahuyentar
las cuadrillas sueltas de indios.
Llevaban con ellos seis o siete muchachas de edad indefinida a las
que llamaban siempre por el nombre de chinas o guainas, no importaba quienes
fueran. No llegue a entender nunca el parentesco que había entre todos ellos y cuando
llegué a conocerles algo mejor comprendí que carecía de importancia. Era un
grupo tallado para la subsistencia. Y el resto era accesorio.
Me habían hablado de grupos parecidos que viajaban hasta la pampeana
y más allá, hasta la Patagonia. Se me antojaba buena cosa la idea de poder
hacer el viaje acompañado, pero seguro que viéndome no les habría parecido nada
más que un estorbo.
El tal Gerchunoff me miraba sin quitarme ojo. Llevaba una especie
de pantalones con lo que parecían crivados en la parte del tobillo. Una camisa
holgada y una pañoleta que además del cuello cubría también la cabeza. Colgado
del cuello y a su espalda un estrecho sombrero de cuero de los que llamaban de panza
de burro. Pero sus hombres eran aún peores, parecían una mezcla extraña de
turcos y vascos con aquellos pantalones bombachos, las boinas y las alpargatas.
Me miraban como se mira a un animal al que al hacerlo se pondera
si merece el esfuerzo de alancearlo. Al cabo, tomada la que parecía la decisión
de mi desgracia, abrió la boca podre y dejo caer tres palabras muertas.
Tú, ¿quien eres?
La verdad es que debía haber cambiado mucho desde que dejara
Tacará. Pensamiento éste sin duda absurdo, pues ninguno de los presentes me había
visto nunca antes y poco se les daría si había permanecido igual o no.
Cierto que estaba más flaco y con barba y el pelo largo, con la
ropa sucia aunque se adivinaba de buen paño y bien cortada. Pero sobre todo me
delataba aquel aire de estar permanentemente fuera de sitio desde que había
abandonado la casa de mi madre en circunstancias tan desafortunadas.
Me llamo Simón. Simón Araujo.
Me paré ahí. Evitando el y Vergara, que previsiblemente además de
no cuadrar en el entorno, adiviné con claridad que me traería problemas.
Vengo desde el Uruguay. Viajo hacia el Sur.
¿Solo?
Si.
Mala cosa.
Si. Pero no puedo hacerlo de otra manera.
Me miró de arriba abajo.
Todos los que vienen acá escapan de algo o buscan algo. O las dos
cosas. Todos están seguros de ganar buen dinero y de olvidarse de la polenta. Que
aquí se come buena carne, buen pan y buenas palomas. Al final, todo es mentira,
¿no, Bonesso?
El tal Bonesso, era un gordo sudoroso que llevaba la camisa más
sucia que había visto nunca. Tartamudeó un poco al hablar. Debía ser el bufo de
la partida.
Aquí, quí, quí, todos viven de carne, pan y minestra. To, to, todos
los días.
La banda rio con ganas. Yo no.
Parecía absurdo haber llegado tan lejos, tan en el fin del mundo, para
terminar degollado por una cuadrilla de gauchos locos. Muerto donde nadie
sabría de mi final.
Comencé a creer que en verdad lo era. Mi final quiero decir. Y
aquello me hizo ser algo audaz. Total, no tenía ya nada que perder y todos
esperaban que me arrancase con algo.
Me gustaría poder viajar con vosotros.
Tras un breve silencio, las risotadas casi hicieron descoser la
tablazón.
Al final, Gerchunoff, que no se había presentado aún, habló.
Y, ¿para que vales tú, gachupín?
Se leer y escribir. Callé un instante. Seguro que hace tiempo que
no habéis escrito cartas a vuestras casas.
Alguno bufó e incluso sonrió con sorna, pero al final, esta vez si
callaron todos. De pura suerte, debía de haber pinchado en hueso.
El viejo gaucho me miró, acabó su bebida y se marchó. Desde la
puerta y sin mirarme, me habló.
Mañana hablaremos. Todos fuera. Al alba en pie.
Todos salieron y cuando quedé solo, me dejé caer en una silla y
bebí el pucho abandonado en un vaso, mientras me sujetaba con una mano la otra que
me temblaba como la de un azogado.
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