Apenas dormí aquella noche. El ruido de los hombres ensillando en
la casi completa oscuridad me hizo despertar del turbio duermevela en el que
pasé las horas sin luz. Hacía bastante frío y el aire era húmedo.
Las mujeres recogían en los destartalados carromatos los espetos y
las sartenes renegridas sin hablar. Solo se escuchaba el golpear del metal con
la madera, con el cuero, con la tierra.
Sin mediar palabra y sin jefatura aparente, se ponían en marcha en
una misma dirección, desapareciendo entre la bruma ligera de la mañana. Nadie
me había dicho nada, pero ensillé y monté siguiendo a los últimos.
Cabalgamos lenta, cansinamente durante horas. Finalmente nos
detuvimos en un pequeño remonte al resguardo del viento. Las mujeres, otra vez,
fueron las encargadas de dotar de actividad al grupo empezando a preparar algo
que comer. Desmonté y me quedé apartado. Sentado en el suelo y apoyado en la
silla de montar, me puse a moler un
trozo de cecina dura como una roca que llevaba bajo la silla.
Como no me habían disparado, imaginaba que antes o después vendría
Gerchunoff, como así fue. Me levanté al
verle llegar.
Vamos a un lugar cerca de Esquel a recoger cabezas que llevaremos
a Puerto San Julián. Serán unos dos meses. El que nos llevaba las cuentas se
quedó atrás en Bariloche. Si te interesa viajar el sur con nosotros este es el
trato. Llevarás los números y escribirás cartas para quien te lo mande. Tabaco
y comida. No hay paga. Y en el Puerto cada cual su camino.
Me interesa.
Me miró de arriba abajo como si me viera por primera vez.
Gachupín, no sé lo que buscas y no me interesa. Haz lo tuyo y no
busques pleito. Mis hombres matan si beben. O si no, a veces, también.
Lo haré.
Comenzó a deshacer el camino y sin dejar de andar me habló otra
vez.
Ven a tomar un mate caliente.
Y llámame Gerchunoff. Como
todos.
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