martes, 24 de julio de 2012

Generalidad LI (La Transición Inacabada)

Es cierto que la dificultad de acceso a  los mercados financieros se inició fuera de nuestras fronteras. Admitamos también que no lo es menos que la construcción europea nos ha pillado con el paso cambiado, a medio terminar, con una política monetaria común y una inexistente política fiscal y económica. Es verdad, y aún más importante, que en la última década se han incorporado plenamente a la economía global tres quintas partes de la población mundial y lo ha trastocado casi todo, desde la demanda energética y de materias primas, hasta la propiedad de la deuda internacional y los tipos de cambio.

Todo esto es completamente cierto, pero a la tormenta de fuera, hay que sumar nuestras propias y no pequeñas goteras: Nuestro fortísimo apalancamiento en la financiación foránea, nuestro modelo económico en sectores extensivos en mano de obra y baja rentabilidad, nuestro juego irresponsable con las cosas de comer haciendo de la vivienda (el tradicional ahorro del pobre patrio) el producto especulativo por excelencia,  etcétera, etcétera.
Podíamos estar con la letanía durante un mes, pero sabe a sopa de pobre y francamente estraga y aburre. Al menos a mí. Nos dolemos del endeudamiento público y privado, de la factura energética, del flaco papel del Banco Central Europeo, del modelo educativo y sus miserables resultados, del desplome bursátil, de los niveles de desempleo, de la corrupción y, últimamente, hasta de la casa real, pero seguimos sin tocar el corazón de nuestro problema que viene de más lejos y es, creo, más profundo y de mucha más difícil resolución. A saber, una transición inacabada.

Cuando nos encontrábamos saliendo de una dictadura de casi cuatro décadas, teníamos sobre todo miedo, mucho miedo. Y era bueno, porque el miedo es coraza frente al peligro. Miedo a una nueva dictadura militar a la argentina, miedo a un desmembramiento nacional que nos abocaba a no sabíamos donde, miedo a una escalada de terrorismo de corte nacionalista o simplemente político, miedo a una nueva guerra civil.

Y se hicieron un par de cosas que, en mi opinión, estuvieron francamente bien. Se sacó de la chistera el estado de las autonomías para dar solución al problema de la burguesías litoralizadas que venías reclamando desde el inicio de siglo pasado, por decir una fecha razonable, un mayor nivel de independencia (básicamente económica, no nos engañemos) respecto al resto del país y, en segundo lugar, dotamos a los tiernos partidos políticos, buscando consolidarlos, de un diseño reforzado que se concretaba en instrumentos como listas electorales cerradas, selección opaca de candidatos, inexistencia de legislación que regulase los procesos internos, financiación pública y cooptación de candidatos a la totalidad de las instituciones, incluidas las financieras.

Sinceramente, creo que no estuvo mal, lo primero buscaba no desgarrar costuras y abrir nuevos melones hasta encontrarnos dentro de la unión europea (que se antojaba como un sueño) y que fuera ese nuevo y deseado marco global el que permitiese reabrir debates.

Lo segundo nos abocó a una democracia “partitocrática” que dejaba todo el poder en manos de estas nuevas  estructuras, pero que parecía (y lo era objetivamente) mejor que cualquiera de las opciones que tanto nos atemorizaban.

Lo malo de ello es que se plantearon necesariamente como transitorias.

Y camino de las cuatro décadas, las hemos hecho permanentes. El crecimiento orgánico se ha hecho metástasis pura.

Las autonomías han devenido en monstruos de gasto descontrolado y, lo que es peor, descoordinado. Los partidos se han convertido en las grandes multinacionales nacionales que  dan trabajo a centenares de miles de individuos afectos (en el modo de cargos electos, personal de confianza, asesores o de libre designación), que controlan miles de empresas públicas, que han gestionado cajas de ahorros con un absoluto amateurismo y han creado una nueva categoría laboral, el político profesional, con un fin personal perfectamente obvio y lógico: el propio mantenimiento de su puesto laboral.

Ahora demonizamos la función pública como uno de los causantes de los elevados niveles de gasto y conviene puntualizar algo. Nuestros ratios de función pública se encuentran perfectamente contenidos en los valores medios de los países de nuestro entorno y por cierto, no pagados en demasía.

En nuestra función pública el problema es bien otro. O para ser precisos, bien otros: La productividad y la ausencia de gestión. Al funcionario se le permite ser altamente improductivo y lo que es aún peor, no siéndolo en absoluto, no poder crecer profesionalmente en ningún aspecto.

Y lo de la ausencia de gestión es en sí mismo caso aparte: Se desconoce el coste de los servicios en un sentido global, no existen procesos de evaluación, ni de coste de oportunidad, ni de factibilidad, ni de beneficio, ni analíticas, cuesta dar datos de personal adscrito o simplemente del patrimonio afecto a una actividad hasta el punto de no poder hacerlo más que mediante estimaciones (se imaginan una empresa que no fuera capaz de decir si quiera con certeza de cuantos recursos humanos dispone). Y lo que es peor y da pudor decirlo, en realidad no se quiere que existan, porque en la ausencia de herramientas e información de gestión no hay ni blancos ni negros, todo es de ese gris mortecino que favorece el café para todos y las bajadas salariales lineales (una de las acciones más injustas y menos motivantes que he visto en los últimos años, tal vez solo igualada con la vergonzante actuación del sindicato público, pero esto es otra historia en sí misma)

Pero volviendo al tema, ¿Quién puede o debe terminar nuestra transición? ¿La propia estructura de partidos que ha vivido tan estupendamente durante años en la inepcia y la ausencia de responsabilidades más allá de la reeleción? ¿De verdad todavía no ha llegado el momento para retomar los grandes pactos de estado? ¿Tan alejados están los aparatos de los partidos que son incapaces de percibir que la sociedad está en una hartura e indignación inédita en décadas? ¿Aún creen que les concede algún mínimo rédito el mutuo lanzamiento de inmundicia y culpas? ¿De verdad vamos a dejar como nación que nuestra transición se finalice en Bruselas o en Berlín o, lo que es peor, sobre los parquets de los consejos de administración de corporaciones o de entidades financieras? ¿Vamos a permitir que el futuro colectivo, el que es nuestro pero no solo, esté fuera de nuestro control por décadas? ¿Vamos a dilapidar el primer cuarto de este siglo?

Nuestra estructura política tiene una última oportunidad para cambiar lo que empieza a ser un clamor. Sordo, soterrado, pero clamor al fin: Que para la clase política que tenemos, ya no solo diremos que inventen ellos, sino que lo ampliaremos con el que gobiernen ellos.  

1 comentarios:

GVG dijo...

Totalmente deacuerdo contigo Fernando, claro y directo, y muy bien expresado, este si va a ser uno de nuestros problemas en los mercados.