Es cierto que la dificultad de
acceso a los mercados financieros se
inició fuera de nuestras fronteras. Admitamos también que no lo es menos que la
construcción europea nos ha pillado con el paso cambiado, a medio terminar, con
una política monetaria común y una inexistente política fiscal y económica. Es
verdad, y aún más importante, que en la última década se han incorporado
plenamente a la economía global tres quintas partes de la población mundial y
lo ha trastocado casi todo, desde la demanda energética y de materias primas,
hasta la propiedad de la deuda internacional y los tipos de cambio.
Todo esto es completamente
cierto, pero a la tormenta de fuera, hay que sumar nuestras propias y no
pequeñas goteras: Nuestro fortísimo apalancamiento en la financiación foránea,
nuestro modelo económico en sectores extensivos en mano de obra y baja
rentabilidad, nuestro juego irresponsable con las cosas de comer haciendo de la vivienda (el
tradicional ahorro del pobre patrio) el producto especulativo por excelencia, etcétera, etcétera.
Podíamos estar con la letanía
durante un mes, pero sabe a sopa de pobre y francamente estraga y aburre. Al
menos a mí. Nos dolemos del endeudamiento público y privado, de la factura energética,
del flaco papel del Banco Central Europeo, del modelo educativo y sus
miserables resultados, del desplome bursátil, de los niveles de desempleo, de
la corrupción y, últimamente, hasta de la casa real, pero seguimos sin tocar el corazón de nuestro
problema que viene de más lejos y es, creo, más profundo y de mucha más difícil resolución.
A saber, una transición inacabada.
Cuando nos encontrábamos saliendo
de una dictadura de casi cuatro décadas, teníamos sobre todo miedo, mucho miedo. Y era
bueno, porque el miedo es coraza frente al peligro. Miedo a una nueva dictadura
militar a la argentina, miedo a un desmembramiento nacional que nos abocaba a
no sabíamos donde, miedo a una escalada de terrorismo de corte nacionalista o
simplemente político, miedo a una nueva guerra civil.
Y se hicieron un par de cosas que,
en mi opinión, estuvieron francamente bien. Se sacó de la chistera el estado de
las autonomías para dar solución al problema de la burguesías litoralizadas que
venías reclamando desde el inicio de siglo pasado, por decir una fecha
razonable, un mayor nivel de independencia (básicamente económica, no nos
engañemos) respecto al resto del país y, en segundo lugar, dotamos a los
tiernos partidos políticos, buscando consolidarlos, de un diseño reforzado que se concretaba en instrumentos como listas electorales cerradas,
selección opaca de candidatos, inexistencia de legislación que regulase los
procesos internos, financiación pública y cooptación de candidatos a la
totalidad de las instituciones, incluidas las financieras.
Sinceramente, creo que no estuvo
mal, lo primero buscaba no desgarrar costuras y abrir nuevos melones hasta
encontrarnos dentro de la unión europea (que se antojaba como un sueño) y que
fuera ese nuevo y deseado marco global el que permitiese reabrir debates.
Lo segundo nos abocó a una democracia “partitocrática” que dejaba todo el poder en manos de estas nuevas estructuras, pero que parecía (y lo era objetivamente) mejor que cualquiera de las opciones que tanto nos atemorizaban.
Lo segundo nos abocó a una democracia “partitocrática” que dejaba todo el poder en manos de estas nuevas estructuras, pero que parecía (y lo era objetivamente) mejor que cualquiera de las opciones que tanto nos atemorizaban.
Lo malo de ello es que se plantearon
necesariamente como transitorias.
Y camino de las cuatro décadas, las
hemos hecho permanentes. El crecimiento orgánico se ha hecho metástasis pura.
Las autonomías han devenido en
monstruos de gasto descontrolado y, lo que es peor, descoordinado. Los partidos
se han convertido en las grandes multinacionales nacionales que dan trabajo a centenares de miles de individuos
afectos (en el modo de cargos electos, personal de confianza, asesores o de libre
designación), que controlan miles de empresas públicas, que han gestionado
cajas de ahorros con un absoluto amateurismo y han creado una nueva categoría
laboral, el político profesional, con un fin personal perfectamente obvio y
lógico: el propio mantenimiento de su puesto laboral.
Ahora demonizamos la función
pública como uno de los causantes de los elevados niveles de gasto y conviene
puntualizar algo. Nuestros ratios de función pública se encuentran
perfectamente contenidos en los valores medios de los países de nuestro entorno
y por cierto, no pagados en demasía.
En nuestra función pública el
problema es bien otro. O para ser precisos, bien otros: La productividad y la
ausencia de gestión. Al funcionario se le permite ser altamente improductivo y
lo que es aún peor, no siéndolo en absoluto, no poder crecer profesionalmente en ningún aspecto.
Y lo de la ausencia de gestión es
en sí mismo caso aparte: Se desconoce el coste de los servicios en un sentido
global, no existen procesos de evaluación, ni de coste de oportunidad, ni de
factibilidad, ni de beneficio, ni analíticas, cuesta dar datos de personal
adscrito o simplemente del patrimonio afecto a una actividad hasta el punto de
no poder hacerlo más que mediante estimaciones (se imaginan una empresa que no fuera capaz de decir si quiera con certeza de cuantos recursos humanos dispone). Y lo que es peor y da pudor decirlo, en realidad no se quiere
que existan, porque en la ausencia de herramientas e información de gestión no
hay ni blancos ni negros, todo es de ese gris mortecino que favorece el café
para todos y las bajadas salariales lineales (una de las acciones más injustas
y menos motivantes que he visto en los últimos años, tal vez solo igualada con
la vergonzante actuación del sindicato público, pero esto es otra historia en
sí misma)
Pero volviendo al tema, ¿Quién
puede o debe terminar nuestra transición? ¿La propia estructura de partidos que
ha vivido tan estupendamente durante años en la inepcia y la ausencia de responsabilidades más allá de la reeleción? ¿De verdad todavía
no ha llegado el momento para retomar los grandes pactos de estado? ¿Tan
alejados están los aparatos de los partidos que son incapaces de percibir que
la sociedad está en una hartura e indignación inédita en décadas? ¿Aún creen
que les concede algún mínimo rédito el mutuo lanzamiento de inmundicia y
culpas? ¿De verdad vamos a dejar como nación que nuestra transición se finalice
en Bruselas o en Berlín o, lo que es peor, sobre los parquets de los consejos
de administración de corporaciones o de entidades financieras? ¿Vamos a
permitir que el futuro colectivo, el que es nuestro pero no solo, esté fuera de
nuestro control por décadas? ¿Vamos a dilapidar el primer cuarto de este siglo?
Nuestra estructura política tiene
una última oportunidad para cambiar lo que empieza a ser un clamor. Sordo,
soterrado, pero clamor al fin: Que para la clase política que tenemos, ya no solo
diremos que inventen ellos, sino que lo ampliaremos con el que gobiernen ellos.
1 comentarios:
Totalmente deacuerdo contigo Fernando, claro y directo, y muy bien expresado, este si va a ser uno de nuestros problemas en los mercados.
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