viernes, 21 de diciembre de 2012

Generalidad LIII (El Declive del Estado-nación)

La construcción de los Estados-nación en los siglos XIX y XX fue en buena medida, y no creo pueda negarse, el resultado de logros extraordinarios de eso que hemos dado en llamar de modo genérico “sector público”. La larga lista de éxitos incluye elementos tan cruciales la educación universal, los distintos sistemas de pensiones así como otras formas de ayudas y subvenciones económicas, la reducción generalizada de los índices de pobreza, la construcción de redes y sistemas eficientes de transporte como no se habían avanzado desde los tiempos del imperio romano, las regulaciones sensatamente prudenciales de la actividad económica y la promoción de la ciencia y la tecnología, por solo citar algunas. Gracias al buen trabajo de los aparatos estatales, la población de estos países amplió sus tasas de supervivencia, se redujo la miseria urbana, disminuyó drásticamente la mortalidad infantil y muchas enfermedades endémicas fueron eliminadas con masivos sistemas de vacunación que aún conservamos en nuestros sistemas públicos de salud.

Cabe preguntarse como los estados consiguieron tales éxitos, si la idea de eficacia y eficiencia en los rendimientos de los insumos públicos no estaba siquiera esbozada. Hay múltiples razones, pero buena parte de la respuesta tiene que ver, creo, con los progresos que se dieron en la maquinaria de gobierno, y en particular en dos aspectos sobre los que quiero centrarme: la introducción del sistema de mérito en el empleo público y el presupuesto moderno.

Los gobiernos tuvieron éxito en la construcción de los estados nacionales porque consiguieron atraer a los mejores al servicio público y en segundo lugar porque, aunque de un modo que ahora nos puede parecer simple, consiguieron establecer una estructura y un límite a la estructura de gasto público al tiempo que se vinculaban estos con la captación de recursos presupuestarios (y creando al tiempo una nueva importantísima característica a la definición de ciudadanía: aquel que sostiene con sus impuestos el aparato de prestaciones estatales al margen de cuestiones de raciales o confesionales).

Ambas características se encuentran en declive y aunque los procesos son largos, la trascendencia de lo que se apuesta es tal que merece unos minutos de reflexión.

La función pública, amen de haber perdido una ética en la prestación del servicio (dando por sentado que alguna vez la tuvo heredada de aspectos ideológicos e incluso religiosos), ha sido erosionada por poderosas fuerzas socioeconómicas, entre ellas la creciente distancia entre la remuneración publica y las oportunidades en el sector privado, la dependencia creciente en el mercado y en los contratistas privados para la provisión de servicios públicos y el declive generalizado en la estima que se tiene por los funcionarios públicos (tema este que en sí mismo merece discusión aparte).

Y el presupuesto se ha quedado obsoleto desde dos ámbitos. Por un lado, no es un solo un contrato, ya que desempeña otras funciones además de la asignación de los recursos públicos. Es una apelación política a los votantes, una declaración de las ambiciones gubernamentales, una guía de política económica, una base sobre la que organizar las actividades y el trabajo gubernamental, un proceso para extender las decisiones del pasado hacia el futuro y una forma de financiar las diversas actividades públicas. Y de otro, aún con excepciones notables, los presupuestos rara vez parten del rendimiento de las inversiones para la elaboración futura de los mismos. Del mismo modo que no fijamos la retribución de los funcionarios en base al rendimiento, o no responsabilizamos a los directivos públicos por los resultados. Los esfuerzos por presupuestar en base al rendimiento casi siempre fracasan, al igual que las reformas que intentan vincular salarios y rendimiento. La contabilidad de costes es un requisito de esta versión ampliada y necesaria del presupuesto por resultados y pocos gobiernos han invertido en ello porque tienen pocos incentivos para hacerlo. Frente a lo que sucede en el sector privado, no existe la necesidad de recuperar costes y raramente cobran por los servicios en función del consumo realizado.

Lo anterior, junto con muchos otros factores de influencia, ha generado una cultura del gobierno de la cosa pública con débil nivel de asunción de responsabilidades, falta progresiva de profesionalidad en la función pública e incremento de la corrupción, del tipo que sea. Y lo que es peor, y es el nudo central de mi idea, la erosión del propio Estado tal y como lo entendemos.

El Estado-nación jugó un papel crucial en la construcción de la democracia y el mercado actuales. El mundo sería más pobre, menos democrático y los individuos menos libres y con menor nivel de acceso a servicios públicos si el Estado no hubiera florecido en el siglo pasado. No es una casualidad que el Estado-nación creciera en tamaño y prominencia, al mismo tiempo que se expandieron los mercados y los individuos ganaban en prosperidad y libertades. Pero, como otras instituciones antiguas, el Estado se esta descomponiendo lentamente y la demanda de rendimientos, de eficacias, ha dirigido la atención colectiva a sus disfunciones.

Los agravios de los ciudadanos contra sus Estados-nación son formidables: se le acusa de estar distante de las necesidades reales de sus ciudadanos, de hacer un diseño y una entrega uniformada y despilfarradora de sus servicios, de haber creado una burocracia compleja y fría, de tener procedimientos rígidos y complejos que inhiben el rendimiento y se convierten más en fines que en medios, de ser insensible a las necesidades e intereses de los ciudadanos, de estar mas dedicado al control formalista que a los resultados y, más últimamente, de ser  incapaz de enfrentarse a las fuerzas de la globalización que atraviesan y desgarran las fronteras de los Estados.

La demanda contra el Estado-nación por su bajo rendimiento descansa, en mi opinión, en dos razonamientos: uno gerencial, de pura gestión y otro de tipo más político. El primero nos aboca a nuevos medios de prestación de servicios y el segundo, a nuevos esquemas de distribución del poder político.

El problema del razonamiento político es que todas las posibles alternativas al Estado-nación presentan un “déficit democrático”, un eufemismo con el que disimulamos sus serias deficiencias. Y la disyuntiva es si conviene sacrificar un poco (o quizás mucho) la democracia política en el altar del rendimiento como un precio razonable para conseguir el resultado deseado.

Este punto de vista que puede parecer un tanto difuso es evidente y lo estamos viviendo con extrema nitidez en la actualidad con las propuestas que nos llegan desde las nuevas instituciones internacionales que se han auto-legitimado como nuevas formas de gobernabilidad que carecen de requisitos elementales de la democracia política (no hay más que pensar en el poder actual del FMI o del BCE sobre las vidas de millones). Y también lo es desde la presión que sufren los Estados-nación desde hace décadas para descentralizar los servicios entregando su control operativo a los gobiernos regionales y locales. El argumento en defensa de la descentralización es que los gobiernos nacionales están muy distantes y muy sujetos al criterio de la única talla para acomodarse a las diferencias en necesidades y preferencias más locales.

¿Y el futuro más inmediato? La rendición eficiente de resultados de los Estados-nación como derecho para las personas que los conformen seguirá, a mi juicio, dos caminos diferentes: Uno es el del reconocimiento de los derechos como parte de la ciudadanía y el otro la asociación de estos derechos al poder de un cliente en una relación contractual.

El primero ve el rendimiento como producto del trabajo de organizaciones publicas, el segundo lo trata a través de la pura competencia de los mercados. Las dos fórmulas pueden coexistir, pero el punto de equilibrio entre las dos puede variar considerablemente según los países. En el mismo país algunos servicios pueden ser provistos simultáneamente por el Estado y el mercado. Camino en el que estamos, en concreto España, claramente embarcados.

Y no hay que olvidar algo que es un hecho indiscutible: el creciente distanciamiento de los ciudadanos de la vida política en muchos países democráticos, bien porque los beneficios que se esperan del Estado se consideran derechos adquiridos o porque se consideran inadecuados o devaluados.

No es exagerado afirmar que en el futuro buena parte del carácter del Estado-nación va a depender de cómo se resuelva la tensión entre los modelos de cliente o ciudadano de estos derechos. El Estado rendirá de forma diferente en función de que trate a las personas como ciudadanos o como clientes.
En todo caso, el declive del Estado-nación empieza aquí, en la conversión de los ciudadanos en clientes.

1 comentarios:

Pedro A. dijo...

Querido amigo,ninguna empresa de cliente cautivo (como la administración) trata a su cliente con el cariñó que se merece.

Pero atendiendo a la transformación que sugieres el estado debe aligerarse en un 90%. Solo deben mantenerse aquellas estructuras que sean perdurables en el tiempo, con una misión y unos objetivos perfectamente identificados.

El estado se encuentra repleto de estructuras empresariales (o asimiladas) cuya misión y objeto cambia cada cuatro años (en el mejor de los casos) modificando las estructuras básicas que las sustentan. Esta práctica habitual sería inaceptable en cualquier ente empresarial por los elevadísimos costes que conlleva, y sin embargo, es práctica habitual en los estamentos públicos.

En estos momentos, la ayuda que el ciudadano requiere se debe centrar en el establecimiento de unas bases que permitan diseñar el modelo productivo del país a medio plazo. Todos los recursos disponibles deben enfocarse a generar un tejido productivo que permita al país competir en el mundo global en que se encuentra y debemos eliminar cualquier gasto superfluo que no esté orientado a conseguirlo.

Amén de los servicios públicos básicos (sanidad, educación, seguridad...) que sin duda deben gestionarse eficientemente buscando obtener el máximo servicio posible al mejor coste.

Ale... aquí lo dejo.