La construcción de los
Estados-nación en los siglos XIX y XX fue en buena medida, y no creo pueda
negarse, el resultado de logros extraordinarios de eso que hemos dado en llamar
de modo genérico “sector público”. La larga lista de éxitos incluye elementos
tan cruciales la educación universal, los distintos sistemas de pensiones así
como otras formas de ayudas y subvenciones económicas, la reducción
generalizada de los índices de pobreza, la construcción de redes y sistemas
eficientes de transporte como no se habían avanzado desde los tiempos del
imperio romano, las regulaciones sensatamente prudenciales de la actividad
económica y la promoción de la ciencia y la tecnología, por solo citar algunas.
Gracias al buen trabajo de los aparatos estatales, la población de estos países
amplió sus tasas de supervivencia, se redujo la miseria urbana, disminuyó
drásticamente la mortalidad infantil y muchas enfermedades endémicas fueron
eliminadas con masivos sistemas de vacunación que aún conservamos en nuestros
sistemas públicos de salud.
Cabe preguntarse como los estados
consiguieron tales éxitos, si la idea de eficacia y eficiencia en los
rendimientos de los insumos públicos no estaba siquiera esbozada. Hay múltiples
razones, pero buena parte de la respuesta tiene que ver, creo, con los
progresos que se dieron en la maquinaria de gobierno, y en particular en dos
aspectos sobre los que quiero centrarme: la introducción del sistema de mérito
en el empleo público y el presupuesto moderno.
Los gobiernos tuvieron éxito en
la construcción de los estados nacionales porque consiguieron atraer a los
mejores al servicio público y en segundo lugar porque, aunque de un modo que
ahora nos puede parecer simple, consiguieron establecer una estructura y un
límite a la estructura de gasto público al tiempo que se vinculaban estos con
la captación de recursos presupuestarios (y creando al tiempo una nueva importantísima
característica a la definición de ciudadanía: aquel que sostiene con sus
impuestos el aparato de prestaciones estatales al margen de cuestiones de raciales
o confesionales).
Ambas características se
encuentran en declive y aunque los procesos son largos, la trascendencia de lo
que se apuesta es tal que merece unos minutos de reflexión.
La función pública, amen de haber
perdido una ética en la prestación del servicio (dando por sentado que alguna
vez la tuvo heredada de aspectos ideológicos e incluso religiosos), ha sido
erosionada por poderosas fuerzas socioeconómicas, entre ellas la creciente
distancia entre la remuneración publica y las oportunidades en el sector
privado, la dependencia creciente en el mercado y en los contratistas privados
para la provisión de servicios públicos y el declive generalizado en la estima
que se tiene por los funcionarios públicos (tema este que en sí mismo merece
discusión aparte).
Y el presupuesto se ha quedado
obsoleto desde dos ámbitos. Por un lado, no es un solo un contrato, ya que
desempeña otras funciones además de la asignación de los recursos públicos. Es
una apelación política a los votantes, una declaración de las ambiciones
gubernamentales, una guía de política económica, una base sobre la que
organizar las actividades y el trabajo gubernamental, un proceso para extender
las decisiones del pasado hacia el futuro y una forma de financiar las diversas
actividades públicas. Y de otro, aún con excepciones notables, los presupuestos
rara vez parten del rendimiento de las inversiones para la elaboración futura
de los mismos. Del mismo modo que no fijamos la retribución de los funcionarios
en base al rendimiento, o no responsabilizamos a los directivos públicos por
los resultados. Los esfuerzos por presupuestar en base al rendimiento casi
siempre fracasan, al igual que las reformas que intentan vincular salarios y
rendimiento. La contabilidad de costes es un requisito de esta versión ampliada
y necesaria del presupuesto por resultados y pocos gobiernos han invertido en
ello porque tienen pocos incentivos para hacerlo. Frente a lo que sucede en el
sector privado, no existe la necesidad de recuperar costes y raramente cobran
por los servicios en función del consumo realizado.
Lo anterior, junto con muchos
otros factores de influencia, ha generado una cultura del gobierno de la cosa
pública con débil nivel de asunción de responsabilidades, falta progresiva de
profesionalidad en la función pública e incremento de la corrupción, del tipo
que sea. Y lo que es peor, y es el nudo central de mi idea, la erosión del
propio Estado tal y como lo entendemos.
El Estado-nación jugó un papel
crucial en la construcción de la democracia y el mercado actuales. El mundo
sería más pobre, menos democrático y los individuos menos libres y con menor
nivel de acceso a servicios públicos si el Estado no hubiera florecido en el
siglo pasado. No es una casualidad que el Estado-nación creciera en tamaño y
prominencia, al mismo tiempo que se expandieron los mercados y los individuos
ganaban en prosperidad y libertades. Pero, como otras instituciones antiguas,
el Estado se esta descomponiendo lentamente y la demanda de rendimientos, de
eficacias, ha dirigido la atención colectiva a sus disfunciones.
Los agravios de los ciudadanos
contra sus Estados-nación son formidables: se le acusa de estar distante de las
necesidades reales de sus ciudadanos, de hacer un diseño y una entrega uniformada
y despilfarradora de sus servicios, de haber creado una burocracia compleja y
fría, de tener procedimientos rígidos y complejos que inhiben el rendimiento y
se convierten más en fines que en medios, de ser insensible a las necesidades e
intereses de los ciudadanos, de estar mas dedicado al control formalista que a
los resultados y, más últimamente, de ser incapaz de enfrentarse a las fuerzas de la
globalización que atraviesan y desgarran las fronteras de los Estados.
La demanda contra el
Estado-nación por su bajo rendimiento descansa, en mi opinión, en dos
razonamientos: uno gerencial, de pura gestión y otro de tipo más político. El
primero nos aboca a nuevos medios de prestación de servicios y el segundo, a
nuevos esquemas de distribución del poder político.
El problema del razonamiento político
es que todas las posibles alternativas al Estado-nación presentan un “déficit
democrático”, un eufemismo con el que disimulamos sus serias deficiencias. Y la
disyuntiva es si conviene sacrificar un poco (o quizás mucho) la democracia
política en el altar del rendimiento como un precio razonable para conseguir el
resultado deseado.
Este punto de vista que puede
parecer un tanto difuso es evidente y lo estamos viviendo con extrema nitidez
en la actualidad con las propuestas que nos llegan desde las nuevas
instituciones internacionales que se han auto-legitimado como nuevas formas de
gobernabilidad que carecen de requisitos elementales de la democracia política
(no hay más que pensar en el poder actual del FMI o del BCE sobre las vidas de
millones). Y también lo es desde la presión que sufren los Estados-nación desde
hace décadas para descentralizar los servicios entregando su control operativo
a los gobiernos regionales y locales. El argumento en defensa de la
descentralización es que los gobiernos nacionales están muy distantes y muy
sujetos al criterio de la única talla para acomodarse a las diferencias en
necesidades y preferencias más locales.
¿Y el futuro más inmediato? La
rendición eficiente de resultados de los Estados-nación como derecho para las
personas que los conformen seguirá, a mi juicio, dos caminos diferentes: Uno es
el del reconocimiento de los derechos como parte de la ciudadanía y el otro la
asociación de estos derechos al poder de un cliente en una relación
contractual.
El primero ve el rendimiento como
producto del trabajo de organizaciones publicas, el segundo lo trata a través
de la pura competencia de los mercados. Las dos fórmulas pueden coexistir, pero
el punto de equilibrio entre las dos puede variar considerablemente según los
países. En el mismo país algunos servicios pueden ser provistos simultáneamente
por el Estado y el mercado. Camino en el que estamos, en concreto España, claramente
embarcados.
Y no hay que olvidar algo que es
un hecho indiscutible: el creciente distanciamiento de los ciudadanos de la
vida política en muchos países democráticos, bien porque los beneficios que se
esperan del Estado se consideran derechos adquiridos o porque se consideran
inadecuados o devaluados.
No es exagerado afirmar que en el
futuro buena parte del carácter del Estado-nación va a depender de cómo se
resuelva la tensión entre los modelos de cliente o ciudadano de estos derechos.
El Estado rendirá de forma diferente en función de que trate a las personas
como ciudadanos o como clientes.
En todo caso, el declive del Estado-nación empieza
aquí, en la conversión de los ciudadanos en clientes.
1 comentarios:
Querido amigo,ninguna empresa de cliente cautivo (como la administración) trata a su cliente con el cariñó que se merece.
Pero atendiendo a la transformación que sugieres el estado debe aligerarse en un 90%. Solo deben mantenerse aquellas estructuras que sean perdurables en el tiempo, con una misión y unos objetivos perfectamente identificados.
El estado se encuentra repleto de estructuras empresariales (o asimiladas) cuya misión y objeto cambia cada cuatro años (en el mejor de los casos) modificando las estructuras básicas que las sustentan. Esta práctica habitual sería inaceptable en cualquier ente empresarial por los elevadísimos costes que conlleva, y sin embargo, es práctica habitual en los estamentos públicos.
En estos momentos, la ayuda que el ciudadano requiere se debe centrar en el establecimiento de unas bases que permitan diseñar el modelo productivo del país a medio plazo. Todos los recursos disponibles deben enfocarse a generar un tejido productivo que permita al país competir en el mundo global en que se encuentra y debemos eliminar cualquier gasto superfluo que no esté orientado a conseguirlo.
Amén de los servicios públicos básicos (sanidad, educación, seguridad...) que sin duda deben gestionarse eficientemente buscando obtener el máximo servicio posible al mejor coste.
Ale... aquí lo dejo.
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